El Gabo ha muerto
Gabriel García Márquez nos deja en plena última cena, con la traición de Judas en el Monte de los Olivos, antes de que a Pedro le cante tres veces el gallo, y a la espera de que María Magdalena encuentre una tumba vacía. En esta Semana Santa, resucitemos al menos El otoño del patriarca, la representación más cariñosa y mordaz de la religiosidad popular y su memoria persistente en los órdenes políticos de la tierra.
El otoño del patriarca seculariza manifestaciones de la religiosidad popular en la figura del dictador. Sin embargo, aunque la legitimación del poder dictatorial parezca correr paralelamente a la jerarquía de la iglesia, revela también sus conflictos y diferencias.
El patriarca se construye a sí mismo a imagen y semejanza de un dios; acceder a él es casi imposible, pero su presencia es inmarcesible: “. . .desde niños nos acostumbraron a creer que él estaba vivo en la casa del poder. . . ningún mortal lo había visto desde los tiempos del vómito negro, y sin embargo sabíamos que él estaba ahí, lo sabíamos porque el mundo seguía, la vida seguía, el correo llegaba, la banda municipal tocaba. . .” (11).
Si para un creyente Dios está presente en “la creación” y en la creatividad de los hombres, a “imagen y semejanza”, la existencia del patriarca es anterior y también sobrevive como parte de un “diseño inteligente” de la burocracia estatal. El patriarca se eterniza en una estructura gubernamental en marcha. La secularización de la religión, o más bien la construcción del poder del dictador a imagen y semejanza de las figuraciones populares de Dios, nos entrega un patriarca omnisciente, omnipresente y omnipotente. Omnisciente porque es capaz de colocar espías por todas partes, omnipresente porque un Patricio Aragonés le sirve de doble y omnipotente porque vive rodeado de un séquito de aduladores que ensalzan sus milagros para legitimar el poder: “. . .gobernaba de viva voz y de cuerpo presente a toda hora y en todas partes con una parsimonia rupestre pero también con una diligencia inconcebible a su edad, asediado por una muchedumbre de leprosos, ciegos y paralíticos que suplicaban de sus manos la sal de la salud, y políticos de letras y aduladores impávidos que lo proclamaban corregidor de los terremotos, los eclipses, los años bisiestos y otros errores de Dios. . .” (178).
La transferencia de poderes divinos al patriarca se hace obvia en aquel pasaje en que “milagrosamente” hasta las rosas se abren por decreto oficial: “. . .qué pasaba en el mundo que van a ser las ocho y todos duermen en esta casa de malandrines, levántense, cabrones, gritaba, se encendieron las luces, tocaron diana a las tres, la repitieron en la fortaleza del puerto, en la guarnición de San Jerónimo, en los cuarteles del país, y había un estrépito de armas asustadas, de rosas que abrieron cuando aún faltaban dos horas para el sereno” (179).
Entronizado como fantoche que reproduce sádicamente el poder de Dios, el patriarca dice “yo soy el que soy”, es el “más amado y el más temido”, se cree predestinado a ser rey por nacer sin líneas en las manos y diviniza a su madre prostituta, Francisca Linero, y al padre desconocido, mediante el poder (post)adánico de (re)nombrar a la madre: Bendición Alvarado. Ante el pueblo ignorante, el nombre da cuenta de la “Bendición” de la concepción inmaculada de un mesías terreno, “Alvarado”. El patriarca se concibe a sí mismo porque a diferencia de la Julieta de Shakespeare, no se pregunta “What’s in a name”. Alquimista irreverente de pasajes bíblicos, desde la casa del poder, el patriarca convierte a Patricio Aragonés en su mediador ante los hombres, y este, versión carnavalesca de la relación padre-hijo, le regala la ilusión de poder al pueblo encargándose de la coronación de las reinas de los pobres.
El patriarca no cree en más dios que él mismo, tiene fe en sus métodos represivos, mucho más sutiles que los de Dios, y vive convencido de que él y la iglesia, después de todo, creen exactamente lo mismo. La iglesia y el Estado dictatorial son dos estructuras jerárquicas de poder paralelas, pero también en abierta competencia. Así, el ciclón diluviano, provocado por el amor no correspondido del patriarca por Manuela Sánchez, sumerge clavicordios y monjas bajo el agua, y sustituye el pacto que representa el arcoíris bíblico por un ardiente fervor de mejoras públicas, un decreto de amnistía general, en fin, manifestación secular concreta de un nuevo orden bien anclado en la manipulación terrena.
El Estado dictatorial sabe leer, nombrar y manipular los discursos religiosos a su antojo. Y si la iglesia no se doblega canonizando a la difunta Bendición Alvarado a partir de una hagiografía construida con falsos milagros, un papa secular, el mismo patriarca, la declara “santa civil” haciendo evidente la común falsificación de próceres civiles y santos eclesiásticos.
Ni hablar de las tonalidades “religiosas” de la relación entre el patriarca y Leticia. Un ultraje sacrílego se transforma en concubinato para producir un mesías frustrado, Emanuel; pero ese dios entre los hombres no solo muere, sino que con la unión de sus padres surge un nuevo panorama político: la mezcla agónica de la iglesia y el Estado dictatorial, el otoño del patriarca. Leticia le devuelve poderes a la iglesia. Si el patriarca que declara “santa civil” a su madre nos recuerda la actitud de Carlos V, Leticia tiene cierto aire de Isabel II.
Con la aparición hacia el final de Ignacio Sainz de la Barra, surgen atisbos de una estructura de gobierno oligárquica que une una iglesia agonizante a la “vitalidad” moribunda que le otorga el apoyo de Leticia generando luchas internas que van debilitando la posición del dios-dictador. Al final de su vida el patriarca queda solo, no es tomado en cuenta en la toma de decisiones gubernamentales y como muestra de la caída del trono patriarcal, ya no puede decir “yo soy el que soy”, pues es llamado, por primera vez, por su nombre: Nicanor.
Aunque el narrador de El otoño del patriarca no pasa juicios sobre el material narrativo, desmitifica el poder del dictador sin idealizar el resultado de su caída. De un poder dictatorial, parecido a una monarquía absoluta que es versión secular del poder de la iglesia, se pasa a un gobierno oligárquico en el cual conviven agónicamente los discursos de la iglesia y el Estado.
En plena Semana Santa, El otoño del patriarca nos invita a releer la Biblia para reflexionar atentos sobre los discursos religiosos empleados a diario como mecanismos de manipulación política que entronan al mesías del momento ante idólatras embobados.
La tumba escritural está vacía; el Gabo ha muerto, pero su imaginación nos sigue hablando.
Referencia
García Márquez, Gabriel. El otoño del patriarca. Barcelona: Editorial Bruguera, 1982.