No tardaron en aparecer las dos principales artistas: Alejandra Martorell y Giovanna Sosa. No obstante, se excusaron informándonos que el director del gimnasio, donde sería nuestra primera parada, se había atrasado debido a un compromiso previo e ineludible. Ya habíamos sido advertidos de traer ropa y calzado cómodo, pues llegar al gimnasio suponía una caminata calle arriba, bien arriba, incluyendo una empinada, prolongada y angosta escalera bordeada en ambos lados de casas desde donde no tardarían en asomarse, curiosos, los habitantes.
Justo antes de emprender nuestro viaje, una pizpireta vecina del lugar intervino con gran elocuencia brindándonos la historia del barrio y sus principales personajes, pioneros y sobrevivientes de una combativa comunidad. Aquella inicial e inesperada crónica le brindó a lo que sucedería después un auténtico marco de referencia, una obertura en la voz propia de un barrio marginal que ahora reclamaba espacio protagónico en el acto teatral. La histriónica gestualidad de la improvisada actriz estableció un vínculo inmediato entre visitantes y vecinos, pasado y presente, la historia, en fin, en la cual estábamos próximos a ingresar. Ascendimos la, en apariencia, interminable calle escalón por escalón, detenidos en ocasiones por nuestra guía que llamaba y presentaba a los vecinos identificándolos, haciendo hincapié en los años de su permanencia en la vecindad, su vida y milagros con pelos y señales.
Cuando arribamos al gimnasio, nos encontramos con un cuadrilátero de boxeo que ocupaba casi todo el espacio rodeado de espejos que reflejaban nuestros sudorosos rostros y miradas expectantes. Tras breves indicaciones por el, muy serio, director del gimnasio, de la conducta a observar durante el espectáculo, comenzó ¿la pelea? No realmente. Las dos contrincantes en el ring, ataviadas de acuerdo a su rol, iniciaron una serie de movimientos enérgicos y sincopados que cruzaban la frontera invisible entre la danza y las artes marciales en un preámbulo a la lucha, calentamiento y ensayo del combate que nunca se llevó a cabo, pero que ocasionó el agotamiento de ambas actrices-bailarinas-boxeadoras.
La tensión provocada en los espectadores que presenciábamos con la boca abierta y jadeantes como si fuéramos nosotros los púgiles, y no ellas, se debió, me sospecho en parte, a ese conflicto anticipado, palpable, vibrante en los cuerpos de ellas y entre ellas, el invisible elástico que las unía y separaba como las sogas que detenían sus desfallecimientos. Sonaba la campana y las contendientes retornaban a sus asignadas esquinas y entonces una tercera mujer, Aida Guzmán (también responsable de la gráfica en el entreacto por venir) les secaba el sudor, les daba de beber hasta que reanudaban el combate. La pelea terminó sin resolución aparente. No hubo ni vencedora ni vencida. Los asistentes a la lucha, casi tan exhaustos como las contrincantes, sin ninguno haber conectado ni recibido golpe alguno, ni legal ni prohibido, quedamos sin aliento y en trance ante la belleza amenazante de un conflicto nunca resuelto. El arte de una batalla, que sospechamos, eterna.
¿Cómo, en un cuadrilátero de boxeo, escenario predominantemente masculino, se enfrentan dos mujeres en combate sin asestarse un solo golpe y logran en el público tal tensión, agotamiento y angustia? La lucha, o baile, con el único acompañamiento del sonoro pisotón y el timbre que indica el principio y el final del asalto, ¿acaso refleja la lucha de la madre soltera asestando golpes a su sombra, lucha que se multiplica en el barrio, la isla y el continente con el padre ausente y la miseria golpeando la puerta?
El combate que nunca termina, que se detiene sin resolverse, la pelea, que dura tan sólo tres asaltos sin árbitros ni jueces que determinen victoria o derrota, interrumpida por una tregua de indeterminada duración, ¿nos indica quizás la indecisión prevaleciente en nuestra nación, el empate entre partidos políticos e ideologías aparentemente opuestas, el agotamiento electoral, el tirijala boricua? Cuestionantes e impactados por el arte desplegado en el escenario, abandonamos el gimnasio y caminamos cuesta abajo hasta el centro comunitario donde nos aguardaba otro acertijo.
Sobre una mesa se despliega un rompecabezas impreso por ambos lados: una foto aérea del barrio Venezuela y su entorno en un lado, y en el otro, los mapas dibujados y sobreimpresos del barrio y del Caribe. Disponemos, como referentes, de las imágenes impresas en menor tamaño. Pronto pasamos las piezas del rompecabezas de mano en mano volteándolas al derecho y al revés buscando la orientación inicial. Y señaló que disponemos, ya que parados alrededor de la mesa nos enfrascamos todos en franca discusión y hasta en amable forcejeo de palabras y manos para tratar de llegar a un acuerdo de cómo iniciar la solución del rompecabezas, la unión de, en apariencia irreconciliables partes: intentar armarlo, si por el lado de la fotografía o del mapa, si comenzar por los lados o por las esquinas. No sin protestas, se decidió comenzar por las esquinas y del lado de la fotografía aérea.
Los más audaces y afortunados comienzan a encontrarle sentido a la imagen al encajar las piezas que, con extrema dificultad al principio, luego poco a poco con éxito, no sin discusiones de cómo y por qué se colocan las piezas aquí o allá, todos ansiosos por resolver cuanto antes el alborotado desconcierto, de encontrarle pies y cabeza al revoltillo de imágenes hasta que, por fin, logramos ubicarlas, de una vez por todas, configurando la fotografía que al voltearse, con la colaboración de varias manos, reveló también el mapa.
Fue en ese momento que saltó a la vista el reconocimiento de nuestro lugar en el barrio, la Isla, el Caribe y el mundo. Si en el gimnasio, dos fuerzas opositoras jamás lograban resolver el conflicto, aquí una improvisada asamblea comunitaria ejerció la voluntad tan individual como colectiva buscando y encontrando un orden en el caos, un sentido en el desbarajuste de la imagen propia inicialmente tan dislocada y confusa. En armonía lograda, no sin conflicto, conseguimos ponernos de acuerdo en la práctica superando discrepancias al resolver, sobre la mesa, el rompecabezas. Suspiros de alivio y exclamaciones de júbilo cerraron aquel interactivo entreacto al contemplar el resultado de encajar las piezas que al principio se resistían al toma y dame colectivo y que al final configuraban un todo tan complejo como armónico.
Dejamos atrás la mesa y el armado rompecabezas para continuar nuestra excursión, esta vez, escalonada calle abajo hasta dar con un breve prado entre edificaciones que mostraban variados estados de construcción y deterioro: bloques de cemento apilados para una futura ampliación del hogar, viejos herrajes herrumbrosos, espejos rotos, una verja de alambre eslabonado, otra de rejas metálicas y una exigua quebrada apenas visible que se deslizaba al costado de una abandonada estructura de dos pisos.
Sobre el suelo donde la hierba estrenaba el verde de aguaceros recientes, las dos ex boxeadoras del gimnasio yacían recostadas y ensayaban movimientos lentos como si ellas también quisieran crecer, reptando primero y luego irguiéndose de a poco, tentativas, adelantando un pie, luego otro, balanceándose con los brazos buscando apoyo. Los espectadores nos sentamos en los peldaños y en el muro de contención de una angosta jardinera. Algunos, de pie, también ensayaban precarios balances para no perder de vista un solo movimiento de lo que resultaba ser un espejo apenas dinamizado de nuestra propia búsqueda de apoyo.
Entonces descubrimos los trozos de espejos rotos y filosos que reflejaban la casi oculta quebrada, los estandartes colgantes que lucían la huella de rejas, mudas torres contrapuestas al silencio horizontal del arroyo secreto. Mientras tanto, las dos mujeres ataviadas con colores contrastantes con la verde cama vegetal avanzaban, retrocedía, se inclinaban, rodaban y continuaban su lento marcar el territorio con extremada cautela como si los espejos rotos hubieran dejado fragmentos cortantes escondidos en la hierba que podrían lacerar sus cuerpos.
Una tercera mujer nos contemplaba desde el fondo del patio amparada en las rejas de hierro, en apariencia detenida ella en sus labores caseras, absorta ahora en el enigmático movimiento de la pareja en el plano más cercano a su persona, verja de por medio, y a nosotros al fondo, todos inmersos en un silencio apenas interrumpido por el adivinado murmullo de la quebrada, el canto de un pájaro o el lejano desplazamiento de un automóvil. Continuábamos todos unidos en la mirada perseguidora de cada giro de los cuerpos en la lenta persecución de un camino que reconocían palmo a palmo, no sabíamos si en saludo o despedida.
De repente, la vecina del fondo se retiró, pensamos que quizás cansada del lento y acompasado acontecer. Mas no. Volvió pronto con un teléfono móvil, no para contestar una llamada, como podríamos suponer, sino a grabar en vídeo el resto del espectáculo. Allí permaneció inmóvil con su móvil detrás de las dos ejecutantes del inquietante ritual.
En un giro inesperado, una de las intérpretes casi desaparece en la ondonada que oculta la quebrada mientras que la otra se acerca a una amapola que florece en picada en desafío a la búsqueda del sol y regresando a la tierra. No recuerdo cuánto tiempo duró la labor de exploración, tanteo, inmersión y regodeo de la pareja en el pequeño patio que creció bajo sus cuerpos, dimensionado ahora, significado de modo impreciso, pero cabal. El breve rectángulo verde dejó de ser un patio trasero, adquirió una jerarquía hija del movimiento y las miradas, el silencio y el suave hollar del cauteloso pie, la caricia del cuerpo yacente, el encuentro y desencuentro de sentidos insospechados y, en gran medida, todavía secretos.
El final, lo supimos porque las exploradoras volvieron a nosotros como regresando de un sueño y nosotros las recibimos con un aplauso amanecido. Luego conversamos y nos enteramos de que en la audiencia estaba una antigua vecina del lugar, residente ahora en Washington, D.C. y amiga nuestra de muchos años, que recordaba la quebrada y su misterio, la casa de su abuela, el hogar perdido y ahora recuperado de modo inesperado.
Quebrado el tiempo y quebrada ni tan misteriosa la que habita el país en su quiebra tan económica como política y social. Fisura, casi abismo donde nos asomamos a diario como parte de una nación dividida entre la isla y el continente, la raíz y la diáspora. El mar, y el mal también, una quebrada inmensa. Quebrado el tiempo entre el ayer y el mañana, el aquí y el allá, el si me voy o si me quedo, en un presente fluido y azaroso.
Y no podemos dejar de percatarnos que son mujeres las que articulan este viaje del gimnasio a la quebrada, ellas, las más vulnerables. Ellas también portadoras de una fisura genésica, origen de la vida. Que sean ellas las que con autoridad y ternura, en combate y caricia nos señalan el cruce de caminos, la encrucijada vital y lo hagan despertando esperanzas y vistiendo de belleza la incertidumbre.