El Hediondo
Noche tras noche, El Mostro jugaba y si cuarenta minutos permanecía en cancha igual tiempo recibía insultos variados. Bobolón, anormal, mongólico, cabrón, mamao, hijo de puta, feto recrecido y muchos más. Apabullante situación esa de ser víctima de unas desmedidas ansias de insultar.
Creyéndolo útil, El Mostro se quejó ante la liga de baloncesto. Adujo una campaña de bullying que laceraba su autoestima, lo desconcentraba del juego y afectaba emocionalmente a familiares y amistades presentes en las canchas.
En reunión privada el presidente de la liga y el director del torneo lo escucharon. Elocuente y triste testimonio del jugador. Le acompañó su representante sindical.
No es trato para nadie, dijo el presidente. El Mostro se sintió, al menos, atendido.
Recibió el espaldarazo de Sergio Magnano, su dirigente. En un programa radial, el técnico denunció la conducta de ciertos fanáticos y exigió su cese inmediato. Igual demandó la intervención de la liga y la penalización de tales actos. Aludió al reglamento de la FIFA (organismo rector del futbol internacional) sobre comentarios racistas en los estadios. Cosas disímiles, aclaró el argentino, pero útil para atender las circunstancias.
La queja fue atendida.
La agencia publicitaria recomendó una campaña informativa contra el bullying. A los apoderados de los equipos se les detalló el concepto creativo, el plan de medios y los resultados del grupo focal.
Enemigos de andarse por las ramas a la hora de los dólares y centavos, cuestionaron sobre efectividad y costos económicos. Se inquirió, incluso, si no resultaba algo precipitado ante changuerías de un jugador presionado por la fanaticada. Inevitable que se apelara en la conversación a conceptos como tradición baloncelística, derechos del fanático que compra taquilla y la diversión que supone el espectáculo.
Mas todo se sorteó sensatamente. Lo señores votaron. Visto bueno.
Se publicaron cuñas radiales, anuncios en televisión y en periódicos de circulación general. Mensaje sencillo: los comentarios ofensivos hacia jugadores lesionan su dignidad como seres humanos. Quedan prohibidos.
El Mostro dio rostro al esfuerzo publicitario.
Al comienzo de cada partido el anunciador notificaba la prohibición de improperios so pena de expulsión del recinto. Además, la liga requirió a los árbitros estricta aplicación de la norma. Advertir primero y luego cantar faltas técnicas al banco del equipo local, fue la instrucción. El director del torneo evaluaría personalmente el trabajo de los oficiales. Mano dura con los incumplidores, rezaba el memorando interno.
Los árbitros acataron, aunque manifestaron incomodidad. Injusta, selectiva, hipócrita, inoportuna directriz, señalaron mediante portavoz gremial.
La liga ignoró su comunicación.
En las entradas de las canchas se repartieron miles de camisetas. Colores brillantes y de todos los tamaños. Todos somos El Mostro, leían.
Además, se colocaron vallas publicitarias y se grabó una canción con mensaje alusivo. Versión reguetón, y sonaba previo a cada partido.
Iniciativas, se especificó, para generar conciencia.
Gran fracaso. La jodedera atizó.
En ciertas canchas el asunto empeoró. La fanaticada.
Las estadísticas de faltas técnicas se dispararon. Juegos confiscados por descontrol de los asistentes. Motines. La Fuerza de Choque de la Policía estuvo activa.
Gordo tragó El Mostro. Todo por su culpa. Y su resentimiento espesó. Explotaba contra árbitros y jugadores contrarios.
Por esos días el equipo de El Mostro contrató un nuevo refuerzo. Bohdan Tymoshenko, centro natural, fuerte, ágil, anotador. Estilo europeo.
El Mostro se alegró. Habían jugado en China y, aunque en equipos distintos, se conocían. El ucraniano daría profundidad al equipo.
Detalle adicional. Bohdan tenía fama de jugador excéntrico dentro y fuera de la cancha. Alocadas andanzas las suyas, particularmente durante sus años en el ejército.
Cierto día, culminada la sesión de entrenamiento, almorzaron juntos. El Mostro, en confianza, le comentó su malestar con los fanáticos. Un desahogo. Bohdan, hombre atento al bienestar de sus compañeros, escuchó.
Empatía inmediata. El ucraniano confesó haber sido víctima de algo similar en Filipinas. El Mostro se emocionó. Al fin lo entendían.
Pasaron revista sobre los insultos que proferían los fanáticos. Hubo risas, pero esa de hombres humillados.
Hay que joderlos, sentenció Bohdan.
El ucraniano brindó alternativas de venganza. Las extremas fueron descartadas por El Mostro. Tortura y asesinato de fanáticos no entraban en sus planes. Aunque, ciertamente, tales opciones tenían su encanto.
Bohdan hizo el cuento de lo que le hicieron unos amigos de la milicia a un fanático filipino. A El Mostro le gustó. Sangre y dolor, resumiendo.
Entre pros y contras, El Mostro zanjó que la venganza era necesaria y viable.
Una noche, mientras compartían en familia, El Mostro vio a su esposa cambiarle el pañal al chico. Y tuvo una idea. Le pidió que almacenara todos los pañales con caca. Una locura, opinó ella. La peste, los mimes. En vez de El Mostro te llamarán El Hediondo. Entonces le explicó, y ella comprendió. No era ajena al dilema de su esposo. Te apoyo, dijo.
Un niño de seis meses utiliza una buena cantidad de pañales. Por ello El Mostro puso una bolsa grande en el garaje de su casa.
Quiso el destino que El Mostro vengara la afrenta una noche que visitaban a los Leones de Ponce. Con la bolsa repleta se dirigió al coliseo Juan Pachín Vicens. Solo Bohdan conocía sus planes. No era la opción por la que hubiera decantado este último, pero tampoco tenía desperdicio. Cada cual con su cada quien.
El Mostro tendría un juego normal hasta el tercer periodo. Entonces jugaría errático para azuzar a la fanaticada. Tal era su plan.
No importa ganar o perder, dijo El Mostro a Bohdan, pero voy a darles algo a esos cabrones.
El partido transcurrió según lo esperado. Marcador cerrado desde el inicio. Emociones a granel.
Dos minutos y treinta y tres segundos le restaban al juego. Cancha repleta.
¡Ponce ahí!
¡Ponce ahí!
¡Ponce ahí!
Y llovían insultos para El Mostro. Dos faltas técnicas pitadas a los locales.
Sosegado El Mostro. En los descansos divisó objetivos. Tres filas más arriba del banco de su equipo unos perfectos.
El Mostro al tiro libre. Dos intentos empatarían el partido a setenta y cuatro. Respiró profundo y lanzó. La bola no tocó el aro. Alboroto, burlas, estridencia.
¡Mostro bobolón!
¡Mostro bobolón!
¡Mostro bobolón!
Bohdan se le acercó. Palmadas y palabras al oído. El segundo tiro calco del primero. Más gritos. Más insultos. El Mostro caminó hasta el banco de su equipo, sonriente. Agarró la bolsa colocada en una esquina. Miradas atónitas del dirigente y demás jugadores. ¿Qué hace? Y El Mostro lanzó los pañales cagados hacia los fanáticos escogidos. Mierda de todo tipo y coloraciones. Blandita, seca, líquida, verde, amarillenta, color calabaza. Mierda que se esparce por derredor. Apestosa.
Nadie intervino. Bohdan, solidario, comenzó una reyerta con un jugador contrario. Pura distracción. Y el caos. Vasos volando. La cancha empapada de cerveza. Fanáticos tirando golpes dentro y fuera del tabloncillo.
La Fuerza de Choque intervino. Llovieron macanazos. Los jugadores se guarecieron en sus camerinos. Igual los árbitros. Veintisiete minutos después el director de la liga decidió. Juego confiscado. Ganaron los locales.
El Mostro se escabulló sin avisar. La confusión le vino bien.
Le acompañó Bohdan.
Dos días luego se informó el veredicto. El Mostro fue suspendido por el resto de la temporada. Someterían su caso a la FIBA para impedir que jugara en otros torneos.
Contrario a la recomendación del sindicato, El Mostro no impugnó la decisión. Guardó silencio. Acató.
Poco tiempo después recibió una llamada. En su casa jugaba con el nene. Vio el número y supo quién.
¿Cómo estás? Era Bohdan.
Estamos muy bien, gracias a Dios, contestó El Mostro.
Y hablaron. El ucraniano se puso a disposición para lo que necesitaran. El Mostro agradeció. De paso, le felicitó por el triple doble logrado la noche anterior.
Última cosa, dijo el ucraniano, si te aplican la sanción internacional me llamas. Mis amigos le dan un paseíto al director de la liga. Sangre y dolor.
El Mostro rió. Ambos rieron.
Tómalo como un regalito, concluyó Bohdan, de bobolón a bobolón.