El mar adentro
I must go down to the seas again, to the lonely sea and the sky
And all I ask is a tall ship and a star to steer her by
Citado de “Sea Fever” por John Masefield, 1902
Cuando era un chamaco de escuela primaria me fascinó este poema porque era como una invitación a viajar, por lo menos con la mente, a través de un mar de aventura, con la ayuda de las estrellas que me podrían guiar a donde quiera. En esos días en un Bronx turbulento, me trajeron constantemente a la orilla del agua en las playa de Orchard Beach, o el Río Hudson, o el Parque Battery al sur de la isla de Manhattan. Unos años después escribí un ensayo que se publicó en un periódico de Nueva York en el que comparaba la vida cerca del mar o porteña de esta ciudad y la de San Juan, y el Caribe, porque ambos espacios son parte de las rutas que una vez tomaron conquistadores, esclavos, piratas, hombres de negocio y los obreros que iban detrás de ellos. Nunca me he sentido a gusto si no puedo oír las olas de un cuerpo de agua, olerlo, o sentirlo de una manera u otra.Para los que vivimos en esta ciudad, y muchas otras áreas vecinas, llegó el día (el 30 de octubre, específicamente) cuando no bajamos hacia el mar, el mar nos cayó encima. Me acordé de cuando los mexicanos del suroeste de estados unidos dicen que ellos no cruzaron la frontera, que la frontera se les cruzó a ellos. Fue el punto culminante de esa historia de muchos años de decir que llegaría la “gran tormenta”, la esperábamos como los que viven en el sur de California esperan el gran terremoto. Toda esa fascinación con el agua, la misma que provocó tanta reconstrucción de ciudades en las zonas a la orilla de los muelles, del puerto, nos regaló esta tragedia. Casi nos ahogamos en esa obsesión porteña.
Esa noche estaba viendo las imágenes de la calle 14 bajo el agua del East River, la explosión de la planta de la autoridad eléctrica, calles de los boricuas y bohemios que hicieron un carnaval de esa zona en los ’80s y los ’90s, de los viejos y las familias pobres en los residenciales cerca al agua en donde la ciudad cortó la luz, dejándolos sin ascensores y sin calefacción.
No contestaban mis amigos de la Primera avenida y la Calle 12. Me acordé del sufrimiento en Nueva Orleans, de Haití. Las inundaciones traen memorias viejas de miseria mitológica, de la biblia. Vi una foto en Twitter de un parque de Spanish Harlem/El Barrio, a donde suelo salir a correr para acordarme de mi papá, cerca del edificio donde vivían él y su familia cuando llegaron a Nueva York. El parque estaba bajo un chorro de agua. Entraron los textos preguntandome que cómo estaba. Les respondí que en el primer piso hay fiesta de huracán porque mi vecino es de los campos de Guaynabo. Es una especie de parranda celebrando que el techo todavía no se ha caído. Yo me retiré un momento para escuchar el viento en paz.
Llevo años diciéndole a mis amigos que los países del Caribe, particularmente Cuba y Haití, deben demandar a los que vivimos acá en el primer mundo, botando gases a la atmósfera, por causar el cambio climático que está creando las condiciones que crean tormentas más fuertes y más frecuentes. Este octubre nos llegó la cuenta, y de repente muchos están hablando, o quizá como intimó el gobernador Andrew Cuomo, sugiriendo que lo que está pasando no es un mero acto de la madre celestial.
La política sobre el cambio climático no es muy sencilla que digamos. Hay un debate tremendo entre los que están convencidos de que en efecto está ocurriendo (Bill McKibben, entre ellos) y varios científicos supuestamente independientes que insisten en que la matemática no es tan clara. Pero la discusión se ha concentrado mayormente entre la agenda de los hermanos Koch, que representan los intereses petroleros, y una izquierda anticorporaciones y humanista, y el pueblo mantenido en la ignorancia. Entrar al lenguaje científico es perderse en un mundo de números y lógica que se ve que se puede manipular hacia cualquier lado. Pero todo el mundo lo sabe. Algo está mal, algo está cambiando.
Ahora que Bloomberg Business News dice: “It’s Global Warming, Stupid”, es posible que la clase alta esté dispuesta a cambiar algo. Bloomberg Business es la criatura de Michael Bloomberg, que se encuentra en la posición número 10 en la lista Forbes de los más ricos del país, y casualmente es el alcalde de Nueva York. Él ha sido alcalde desde que Rudy Giuliani le dejó una ciudad azotada por los ataques de 9-11, y ha implementado una política totalmente a favor de las grandes corporaciones e intereses que ha cambiado la ciudad, creando uno de los desequilibrios entre ricos y pobres más grandes de la historia.
Menos de una semana antes de las elecciones pudimos ver a Bloomberg junto a Obama en las pantallas pequeñas del país, como apareció George W. Bush con Giuliani hace 11 años, y a Obama casi abrazándose con el gobernador anitobrero de Nueva Jersey, Chris Christie. Esto no iba a ser como el desastre de Nueva Orleans, con miles de pobres atrapados en un estadio o varados en los techos de sus casas. Esto iba a ser como la película del 9-11, y los protagonistas serían los verdaderos niuyorquinos, que saben cómo unirse como seres humanos; y ya no había divisiones entre clases y razas.
Me empezaron a llegar mensajes de todas las corporaciones con las que me relaciono, esas que me persiguen en los periódicos que leo, los programas que veo, en feisbú, en las calles y las guaguas y el subterráneo. Los bancos, la compañía de cable, la compañía del celular. ¿Estás bien? Te puedo prestar un poco dinero si lo necesitas. Estamos trabajando con cojones para restaurar los servicios. Manténgase conectado para poder ver más anuncios. No te olvides de comprar algo. Es parte de ser norteamericano.
Claro que me sentí acompañado. El capitalismo del desastre puede ser hasta más cortés que el regular. Pero como siempre, la percepción de que el desastre era de esa magnitud solo ocurrió en los Estados Unidos. No hay ninguna mención de que al menos 58 personas perdieron su vida en el Caribe antes de que Sandy llegara al Jersey Shore. Mientras acá los medios dan mucho espacio a la controversia de que van a proceder con el maratón de Nueva York –han publicado ya amenazas a los corredores en el internet– y de que el público está rabioso por la larga espera para montarse en las guaguas, por las filas de dos horas para llenar su tanque con gasolina, por estar esperando que vuelva la luz, las voces del Caribe no se oyen. Por ejemplo, en este reportaje de AP, escondido en el Boston Globe, el haitiano Seroine Pierre dice: “Si viene la muerte, lo aceptaremos. Estamos sufriendo, tenemos hambre, y así vamos a morir, con hambre”.
Acá en El Bronx, como muchos de los latinos y afroamericanos que no vivimos tan cerca a los cuerpos de agua, o sea, las partes que se han reconstruido en los últimos 20 años, el impacto no fue tanto. Acá donde vivimos prefieren mantener una estación de colección de basura y una planta del New York Post cerca del agua en vez de dejarnos un poco de acceso. No podemos bajar al río y contemplarlo, pero nos salvamos del desastre. Y cuando muchos de los sectores más codiciados de Downtown, de la costa de Nueva Jersey, se encontraron desesperados, en las calles de la 138 se celebró Halloween.
Pero unos días después me tocó visitar a los Rockaways, allí encontré una escena de película sci-fi apocalíptica, la gente en líneas para obtener agua y papel de inodoro entre unas montañas de lo que derramó el mar en las calles y en las casas. La tormenta levantó el paseo tablado llamado el “boardwalk”, una especie de malecón construido en madera, y lo depositó encima de las casas alrededor.
Hay unos residenciales en Rockaway que pasan las noches totalmente a oscuras, aislados de todo en este archipiélago perdido de la ciudad, y algunos salieron a buscar donaciones en centros temporeros de distribución; uno de ellos es una tienda que vende equipo y parafernalia de surfing.
¿Hasta dónde hemos llegado aquí en Nueva York, la gran capital del mundo, expuesta a la respuesta de un planeta herido? A pesar de este disfraz de edificios enormes, de luces que no se apagan, nos traga el mar. Nos traga desde adentro.