El nosotros del desconcierto
Autores como Ian Hodder y Tim Ingold, arqueólogo el primero y antropólogo el segundo, sugieren que habitar un lugar es entrar en la temporalidad de las cosas de las que nos hacemos cargo, bien fuera la lenta temporalidad del ladrillo o el hormigón, la cíclica temporalidad de la crianza y las cosechas, o la evanescente del papel periódico. En estos días de prensa electrónica, la temporalidad anti ecológica del papel ha dado paso a la huella mínima del continuo gotear en la sección de Última hora. Las malas nuevas tienen tantas entregas como posibilidad y deseo tengamos de enterarnos. Contra el imaginario de un tiempo colectivo en el que nos sacudía simultáneamente la narración de los mismos sucesos, ahora un afuera insistente se va colando por el menor de los resquicios. Parecería ventajoso enterarse de lo que ocurre sin tener que esperar por las decisiones editoriales vespertinas. Parecería, si no fuera porque la posibilidad de enterarnos se ha convertido en la aparente obligación de hacernos saber aquello que no está ocurriendo. La mera posibilidad ha devenido esfuerzo y ansiedad, tal como ocurre en los romances venidos a menos. La prensa empaca como noticia el rumor acerca de lo que puede llegar a ser, lo mismo que la especulación de cómo será. Ante la ausencia de lo que se rumoraba, entonces sustituye todo lo anterior con la reiteración noticiosa de lo que es habitual. Por eso algunos habrán leído extrañados que el gobierno se propone pagar la segunda nómina de noviembre. Pues sí, ¿no? La verdad, no sabemos.
Como si practicáramos un nuevo arte de la adivinación dedicamos casi una semana a enterarnos de lo que estamos hoy inclinados a hacer el año que viene, para estas mismas fechas. Por ello hemos invertido horas discutiendo las posibilidades de un triunfo que no habrá de materializarse hasta dentro de un año de cada uno de los posibles candidatos a la gobernación adscritos a los partidos mayoritarios. Si la última página del periódico nos recordaba que le bastaba a cada día su propio afán, la columna en la que van apareciendo las últimas noticias alarga el hoy en una interminable letanía de agonía y liviandad. Ora nos dice que las divas vuelven a correr su maratón, ora que el nuevo presidente del Baloncesto Superior Nacional recibirá un bono de Navidad. Bajo internacionales, y para ampliar nuestra mira, nos cuenta que en Massachussetts se le otorgó una compensación a un peluquero ciego luego de que fuera despedido por un patrono, tan vidente como distraído, que no se percató por todo un año de las dificultades de su empleado. En esta secuencia, ejemplo de tantas, no hay posibilidad de generar algún sentido de lo que ocurre aquí o en el mundo, mucho menos de anclar la imaginación de algún nosotros. ¿Nosotros? ¿Quiénes? Sin la portada y la tabla de contenidos de antaño, la nueva temporalidad, que carece tanto de coordenadas geográficas como del mínimo ordenamiento temático, parece más un conjunto de líneas de fugas: una invitación permanente a escoger por donde desmontarnos de cualquier realidad compartida. Sin embargo, sabemos que algo, y además inédito, nos va a pasar a todos.
A lo mejor un día de estos anuncian que el bono de Navidad corrió la misma suerte que los 300 millones de dólares en reintegros, o, aún más insólito, que incumplimos lo dispuesto en la pérfida Constitución del 1952 porque insistimos en pagar la nómina gubernamental ignorando los montos millonarios que vencen en diciembre y enero. Ya lo ha dicho el Secretario de Hacienda Zaragoza con la candidez que lo caracteriza: «noviembre es el mes menos malo.» ¡Pues qué alivio, señor secretario, si no fuera un mes tan cortito! Igual podemos legislar en la inevitable sesión extraordinaria la eliminación del calendario de este año de diciembre y enero, siempre tan sabrosos y ahora tan problemáticos. De este modo nos evitamos que el primero del próximo mes no haya cómo pagar $270 millones en deuda constitucionalmente garantizada o que el primero de enero tampoco tengamos otros $331.60 millones. Como estamos tratando un colapso económico como un atolladero financiero, quizás podamos repensarlo como una mera dificultad de fechas. Un cambio menor y todo permanecerá igual: una solución como todas a las que estamos acostumbrados. Justo lo que necesitamos para poder seguir creyendo en el ELA, la llorona de Lajas y la simpática hadita de Peter Pan. Eso sí, puede que el día menos pensado no haya con qué pagar los $180 millones necesarios para mantener un mes, cualquier mes, las facilidades del gobierno abiertas. Entonces, a pesar de todos los aumentos en recaudos, no tendremos cómo hacer frente a ninguna de nuestras obligaciones: ni con los bonistas, ni con la nómina, ni con los recipientes de los servicios gubernamentales. Ni el IVU, que en el 2006 se justificó por ambos partidos mayoritarios como el impuesto que acabaría para siempre con el fantasma de la insolvencia, ni su sucesor, el IVU agrandado, ni las cruditas, resultarán suficientes en una economía tan retraída que aparenta estar en posición fetal.
La bancarrota que el Tribunal Federal nos ha prohibido de jure se materializará de facto. Y en ausencia de un proceso ordenado de reestructuración corremos el riesgo de quedar a la merced de opiniones como las del entendido juez federal Thomas Griesa, quien en el caso contra Argentina resolvió que cuando no hay un marco jurídico que reglamente la reestructuración, no hay más ley que el contrato entre las partes. Ante ese escenario no es de sorprender que volvamos a buscar al menos algún rastro de lo inminente en la sección de Última Hora para toparnos con que 14 vehículos estacionados en los predios de un Internacional House of Pancakes en Mississippi cayeron en un socavón cuando el terreno cedió sin previo aviso. La tierra se abre inesperadamente en todos lados. Intuyo con claridad el nosotros del desconcierto.