El síndrome Flamel
Mudar o convertir algo en otra cosa distinta es lo que constituye el paradigma del alquimista. Esto está relacionado no solo con aspectos materiales, es decir, con lo que comúnmente caracteriza este tipo de trabajo: convertir el plomo en oro. Sino que también, y sobre todo, posee unas dimensiones espirituales claras. Sin embargo, dentro de la imaginería popular, la conversión del plomo en oro y, como tal, la visión de la alquimia como un método secreto para alcanzar la riqueza material, ha sido uno de los elementos más impactantes en el imaginario colectivo. Los aspectos espirituales de la alquimia, es decir, la transmutación del alma, están fuera de toda consideración para quien no está inmerso en esa esfera de sentidos propia del pensamiento hermético que enmarca a la alquimia. De una forma o de otra, es decir, material o espiritual, para lograr la transmutación el alquimista deberá contar con la piedra filosofal. Esta, que en realidad no es una piedra como tal, sino más bien un compuesto en forma de polvo (conocido como polvo de proyección), es la que se supone que ejecute la transmutación. Cada alquimista tiene como reto inicial lograr ejecutar la Gran Obra, es decir crear su propia piedra filosofal (también del elixir filosofal, pócima que posee las mismas capacidades transmutadoras), lo cual implica que no solo se lea bien sino que se sepan interpretar bien las instrucciones encriptadas en textos como La piedra esmeralda, entre otros, cuya autoría se le adjudica a Hermes Trismegisto. La piedra filosofal, una vez creada, logra efectos específicos: convierte cualquier metal en oro y, como si fuera poco, otorga la vida eterna. Esa es la creencia.
Ante todo lo anterior, no resulta difícil pensar que gran cantidad de gente habrá intentado lograr lo que la alquimia puede posibilitar al sabio. Sin embargo, dada la secretividad y la falta de evidencias satisfactorias, no se conoce de caso alguno en el que la transmutación a través de la piedra filosofal haya hecho real la conversión en oro de metales innobles o la vida eterna. Sin embargo, de los muchos alquimistas que han existido, entre los cuales el conde de Saint Germain, Paracelso, Newton y Fulcanelli han sido realmente notorios, existió uno en el siglo XIV al que se le adjudica haber alcanzado cabalmente las aspiraciones de todo alquimista. Su nombre ha pasado a convertirse en un referente obligatorio en relación con este tema: Nicolás Flamel.
De Flamel se sabe que era un copista parisino que durante mediados del siglo XIV trabajó como librero. Durante su estancia en ese oficio se dice que se hizo de una copia del Aesch Mezareph, un libro escrito por el rabino Abraham en el cual se detallaban todas las instrucciones para la realización de la Gran Obra del alquimista: la creación de su propia piedra filosofal. Su lectura fue fácil ya que Flamel venía de familia judía y leía hebreo, pero no así su comprensión e interpretación. Le tomó más de veinte años descifrar aquel grimorio y para ello tuvo que consultar a un erudito en España. A su vuelta a Francia se cuenta que Flamel se había vuelto notablemente rico. Se hizo construir una casa, financió la construcción de capillas, asilos y hospitales. Tal fue la notoriedad de la riqueza de Flamel que el propio rey de Francia Carlos VI, sabiéndose en medio de una guerra cruenta (la Guerra de los Cien Años) y con sus arcas básicamente vacías, le pidió a Flamel que fuese su alquimista para que convirtiese mercurio en oro y poder así devolverle solvencia económica a la corona francesa. No se sabe si Flamel concretamente se convirtió en alquimista de la corte. Tampoco se evidencia que la fortuna de Flamel provenía de su trabajo como alquimista. Sin embargo, las leyendas urbanas así lo configuraron. Las tradiciones orales convirtieron a Flamel en un personaje inmortal.
Ricardo Rosselló, al igual que Carlos VI de Francia, enfrenta problemas económicos devastadores desde el comienzo de su gestión administrativa en el gobierno de Puerto Rico. La constante ha sido el desastre y la inhabilidad para gestar esfuerzos que redunden en procesos concretos de mejoramiento de las condiciones económicas generales. De maneras muy poco efectivas, el gobernador de Puerto Rico se ha rodeado de una corte de funcionarios que han servido para poco o nada. Los resultados efectivos de los Mercader, Maceira, Sobrino y Keleher han sido exiguos, cuando mucho. Estos “alquimistas” de su majestad no han llegado muy lejos en la concreción de alguna “gran obra”. En lo que sí han sido maestros es en el secreto, en hacer todos los esfuerzos por ocultar realidades. Por otro lado, el otro bando de “alquimistas”, La Junta de Supervisión Fiscal, lleva tiempo consumiendo recursos sin que se haya visto de manera evidente que su gestión, si alguna, haya redundado en posibilidades para este país y su gente. Tanto los locales como los federales se han mostrado terriblemente inhábiles para generar cambios. Los equipajes académicos y los supuestamente sofisticados conocimientos en planificación y reestructuración han dejado al descubierto que los retos que presenta el Puerto Rico contemporáneo no pueden ser sorteados con la improvisación y mucho menos a través de personas que conocen poco o nada de la historia y la sociedad puertorriqueñas. Faltos de cualquier otro contexto, que no sea el de los números o cifras, los reestructuradores elaboran sus súper respuestas para un país genérico que, al ser aplicadas a un país concreto, muestran la incapacidad de su aplicación. Pero, bien cabría aquí la pregunta: ¿si tan pocos resultados se han obtenido, por qué se insiste en el reclutamiento de recursos de esta calaña para arreglar a Puerto Rico? Aquí es que enlaza perfectamente la historia de la alquimia con la contemporánea puertorriqueña: insistir en la búsqueda de la fórmula idónea para lograr la Gran Obra puede ser más una realidad literaria o narrativa que factual. Empeñar esfuerzos en la búsqueda de los elementos óptimos para generar una verdadera transmutación ha sido una búsqueda, para bien o para mal, aún insatisfecha. Insistir en esa búsqueda es lo que caracteriza al alquimista. Apostar a la utilización de medidas neoliberales para “arreglar” un país es característico del tecnócrata mediocre. Sin embargo, la nobleza del alquimista y la mediocridad del burócrata se encuentran en la creencia de que con sus métodos la transmutación es posible. A eso es a lo que se le puede llamar síndrome Flamel.
Este síndrome, aunque lo he denominado con el nombre de Flamel, no se basa en su obra como alquimista sino más bien en lo que legendariamente se rumoró en el París del siglo XIV acerca de su figura y su trabajo. En ese sentido, y siendo reiterativo, la nobleza del alquimista no tiene nada que ver con la ineptitud del funcionario, planificador y reestructurador neoliberal contemporáneo. En estos últimos, los síntomas del síndrome son variados: (a) pretensiones de saber exactamente cuáles son los problemas que aquejan a Puerto Rico; (b) certeza preocupante en poseer los métodos clave para resolver esos problemas; (c) una particular inclinación por lo secreto e inescrutable; (d) especial arrogancia al creer en sus propias capacidades de transformación; (e) confianza extrema en sus manuales y literatura especializada; (f) ausencia de verificabilidad de la efectividad de los procesos. Esta sintomatología la presenta la élite de los funcionarios públicos actuales y del pasado reciente en Puerto Rico. Y de esta forma, en última instancia, ante la falta de transparencia, el revestimiento que reciben las figuras clave en la elaboración e implementación de política pública en Puerto Rico, es uno de leyenda. Eso sí: en este caso, lo legendario no será un relato de gesta alguna sino de rescate, cuando mucho. En la medida en que se vaya acercando el proceso electoral del 2020 se verá cómo el síndrome Flamel y sus componentes de leyenda se manifestarán para intentar rescatar figuras públicas y lograr su reelección. La leyenda será el último reducto de lo que se ha mostrado evidentemente despreciable.