El sistema no funciona («La Inutilidad», de E Lalo)
Así, como especímenes incrédulos de las pesadillas que les han tocado vivir a pesar de las promesas, el personaje “echa a caminar su tristeza” y les regala a los lectores un documento cargado de sentimientos potentes que describen sus jornadas. Hay lloviznas frías que se reciben en las calles, múltiples cafés propicios para guarecerse de las inclemencias de la soledad citadina, están los libros siempre al alcance de la mano para hacer las paces con la urbe imaginada porque la real está perdida y también las mujeres –a veces fieles y otras no tanto– asumen el papel de compañeras del naufragio.
Eduardo Lalo (Cuba, 1960) logra que sus interlocutores no puedan despegarse de las páginas utilizando un método literario infalible: sus frases son breves, sus historias también, pero ambas están impresas sobre la página con una lucidez cortante. Cada párrafo ha sido calibrado hasta el punto de la eliminación de lo superfluo y las oraciones están marcadas con el sello de la sustancia. Ahora, bien; ¿para qué sirve ser lúcido cuando todo alrededor se desmorona?
Ésta es la pregunta que trata de contestar de muchas formas el narrador de este texto, que cambia constantemente de domicilio en busca de la consecución de su vocación literaria. ¿Cuál es la ventaja de saber? Bueno, pues ya ha quedado claro que el idílico destino francés nada tiene que ver con el paraíso anunciado en las guías de viaje y que quizás el boricua acaba de abandonar San Juan, su ciudad natal, sin esperanzas de triunfo. De otra parte, ni la vida licenciosa, ni la bohemia, ni el florecimiento cultural cosmopolita vienen en frascos de antidepresivos para combatir el absurdo que se apodera de los pensamientos en las largas horas de la noche.
La única esperanza, sustituta de los delirios existenciales, la locura momentánea de los amigos, el murmullo incesante de las multitudes, la arbitrariedad de la academia y la profunda herida de los desamores es abrazar algún tipo de rutina. Así las cosas, el narrador, vencido y en actitud de aceptación de su destino mediocre –hay que recordar que el sistema no funciona–, se deja caer más acá de la utopía y participa de las ceremonias inconsistentes de los comunes mortales sensibilizados. Entonces, proyecta su cariño contenido sobre los cuerpos de dos mujeres al mismo tiempo, se dedica a construir teorías antropológicas sobre las sociedades indígenas, escucha música excéntrica con pasión de adolescente, juega a perderse en los barrios más interesantes, envía escritos a varios medios y, sobre todo, piensa.
“Volví a pintar y pasaba las horas muertas haciendo caras en pedazos de cartón que traía de la calle. Las paredes de mi studio fueron cubriéndose de miradas, con las variaciones innumerables de una cabeza única que me empeñaba en dibujar una y otra vez. Los marginales de todo tipo, desde los actores que improvisaban en la calle a los solitarios nocturnos del zinc de las barras de los cafés, poblaron mis fantasías. Se convirtieron en una suerte de compañeros de viaje. Eran destinos que observaba sin perder detalle, para justificar el mío”, dice el narrador, experto en hurgar sus interioridades y devolvernos el resultado de la autopsia que va practicando a sangre fría sobre su alma.
Pero si dura fue la ausencia, peor es el regreso. Aterrizar en Isla Verde, y aplaudir luego de nueve años fuera de casa, produce escalofríos: “San Juan resultó ser un ácido que borró el pasado”. Por ello, el narrador se lanza de lleno a hacer las paces con la patria, ello a pesar de sus numerosas limitaciones. Perdona, aunque proteste con vehemencia, el insularismo descarado, la falta de espacios creativos y estimulantes, el terreno cultural desértico y la inutilidad del humanismo en una provincia enfrascada en una lucha sin cuartel por satisfacer necesidades básicas. He aquí un hombre que acepta el sacrificio de saber que nunca será grande.
¿Para qué sirve ser profesor universitario en Puerto Rico, intelectual, artista, poseer inquietudes insaciables, esculpir, tomarle fotografías sin flash al lado bello de la decadencia? “He llevado una vida gris y he aprovechado esta condición para desprenderme de muchas ilusiones. Espero poco. Mis motivaciones y placeres son simples. Su consecución muchas veces precaria. Pero he asumido este lugar que es el mío en el mundo”, confiesa el narrador en tono autobiográfico.
Dicha valentía es también común en obras literarias muy parecidas a ésta y la conversación permanente de los varones escritores latinoamericanos que tiene su punto de encuentro en la Ciudad Luz ha atraído a millones de lectores. Vienen a la sobremesa la experiencia traumática contada a través de voces entrecortadas en collage de “Figuraciones en el mes de marzo”, de Emilio Díaz Valcárcel, las descargas humorísticas a pesar de la “pobreza” estudiantil a son de tabaco, queso y vino de “Un mundo para Julius” o “El huerto de mi amada”, de Alfredo Bryce Echenique, y la genialidad de la sensualidad omnipresente de “Rayuela”, de Julio Cortázar (ese texto iniciático en las ciencias inútiles del “a mí también me importa” que rara vez se acaba).
Al igual que en la de Lalo, en estas novelas infravaloradas en estas costas “estaba el escritor cuya vida era la prueba de la inutilidad. Quedaban sus contadas publicaciones inencontrables, el talento considerable y frágil echado a perder en bares y noches insomnes, la soledad larga, el rencor inútil, la indiferencia fingida”. A diferencia de las criaturas nacionales que pueblan “Mujer con sombrero Panamá”, de Edgardo Rodríguez Juliá y “La guaracha del macho Camacho”, de Luis Rafael Sánchez, el riesgo asumido aquí no es el fingimiento burdo de la “cafrería que nos une”, sino el performance de la ternura que nos falta.
Entonces, ¿dónde colocar un libro tan bien hecho como éste?
Pues quizás en el mismo sitio donde hemos anaquelado los demás tomos de Eduardo Lalo, a saber: “En el Burger King de la calle San Francisco” (Ediciones Astrolabio, 1986); “Libro de textos” (Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1992); “Ciudades e Islas” (Editorial Yuquiyú, 1995), “Los pies de San Juan” (Tal cual, 2002) y la codiciada antología que salva a los anteriores del olvido, “La isla silente” (Isla Negra Editores, 2002) – bien cerca del corazón, que después de todo, según los anatomistas, es el músculo más útil.
* Esta reseña se publicó originalmente en la Revista Domingo del periódico El Nuevo Día, el domingo 19 de septiembre de 2004.