El virus enmascarado
No hay mucho que hacer durante las cada vez más largas esperas en los aeropuertos, más allá de leer, comer, escuchar y mironear. Pero para mi fortuna, todas esas actividades me gustan. Así, tuve la oportunidad de ver al nuevo virus multiplicado en pantallas varias y en las portadas de periódicos y revistas ajenos. Como es el caso con tantos otros virus (el VIH, el de las gripes aviar y porcina, el de la influenza misma) las imágenes del coronavirus nos muestran una entidad esférica y puyúa, una imagen casi bonita, diría yo, al menos en contraste con las bacterianas, que suelen tener formas más antipáticas (alacranes,gusanos, arañas) formas que solo un biólogo (incondicional, como las madres) puede querer, y querer nombrar.
Pero en el coronavirus ya me había fijado más, de modo que me puse a mirar máscaras y a descubrir, tardíamente, que no todas son iguales. En particular, me puse a perseguir con la mirada a una pareja, altos y rubios ellos, con un trasunto de artista, de pelo y maquillaje perfectos a pesar de andar vestidos y accesoriados de mochileros. Pero con la ropa y los accesorios pasa lo que pasa con las señales de la edad; así como para un marciano, las arrugas, manchitas y cosas por el estilo resultarían sutiles y algo ambiguas, pero para la mayoría de los terrícolas son pistas certeras para determinar la juventud o vejez ajenas, así mismito solemos ser capaces, los que vivimos en mecas de consumo, de adivinar si la ropa es cara, con uno o dos vistazos, sin detenernos a pensar en el cómo. Tal vez es la calidad casi invisible de las costuras, o la presencia de algunas letras (o la ausencia total de ellas, según sea el caso), o los estilos y colores a la vanguardia misma de la moda (los pobres habrán de esperar por el “sales rack” para obtener el grosor preciso del tacón o el tono exacto de naranja, justo antes de que la moda cambie), o el ajuste a la medida precisa de sus cuerpos, qué se yo. Lo importante, lo que me hizo seguirlos con la vista –y confieso que un poco también con los pies– eran sus máscaras, cuyo estilo era nuevo para mí. Contrario a las típicas mascarillas de papel que veo en las calles y trenes de Nueva York todos los días, las máscaras de estos dos mochileros tan bellos y elegantes lograban ser también, de alguna manera, bellas y elegantes. Telas de alta calidad, de dos o tres colores distintos pero armoniosamente combinados con sus respectivos atuendos, y con discretos dispositivos redondos al parecer hechos de algún polímero sofisticado a los lados, una suerte de botones que le conferían a sus usuarios un aire de protección y valía personal.
Esto de usar máscaras para evitar contagios virales no es nuevo, claro. Las más pintorescas son (y digo “son” porque todavía andan por ahí, convertidas ahora en imagen de pesadilla y disfraces de halloween ) las que usaban los médicos “especialistas” durante la peste bubónica.
Tenían la forma de un enorme y alargado pico de pájaro; cubrían, con excepción de los ojos, el rostro completo; y estaban por lo general rellenas de hierbas como menta, clavo, alcanfor, mirra y, probablemente para obtener un tripeo o una notita que hiciera su peregrinación más tolerable, un chilín de láudano.
Las máscaras que usan los médicos modernos, mis compañeros del commute del subway, y en su versión más elegante, los mochileros finos que perseguí en el aeropuerto son, sin embargo, muy distintas a las de los médicos que visitaban enfermos y contaban cadáveres durante la epidemia que hace siglos diezmó a la población europea. Las primeras están ajustadas al rostro, creando una barrera entre la nariz y la boca propias y los patógenos externos, y están o deben estar lo más limpias posible y por ende desprovistas de olor. Las segundas tienen como meta no la barrera sino la distancia de los cuerpos enfermos y la neutralización de sus olores. Esta diferencia, la más directa, surge de la ciencia del contagio particular a cada época. Hoy sabemos que las enfermedades infecciosas son causadas por microbios tales como virus y bacterias, microbios que no hay que dejar entrar (o salir). En los días del médico-pájaro, la teoría dominante planteaba la existencia de un “miasma”, una emanación dañina y maloliente que no había que permitirse oler. De ahí que la epidemia se llamara también “peste” y se protegieran las narices con olores intensos y medicinales.
Permíteme un paréntesis, lector: no es que la idea de “miasma” sea del todo falsa o se limite a siglos ya pasados: fue utilizada en Puerto Rico en el siglo XX para mudar comunidades costeras a los nuevos y flamantes residenciales públicos a cuenta de la “salubridad”; ha servido de tropo para representar muerte y enfermedad en nuestra literatura; y por más utilitario que sea, algo hay de superstición en el uso moderno de vicks y mascarillas para enfrentar la presencia de cadáveres en la secuela de desastres “naturales” como huracanes y terremotos.
La revelación más interesante (o re-revelación, porque me parece que esta es una de esas cosas que una debe redescubrir y repensar constantemente) de la variedad de las mascarillas que nos protegen (sea de miasma o microbio) es, sin embargo, que la materia y los objetos, por más prácticos que sean, son también, como todo lo que usamos y hacemos, símbolo y representación. Los ciudadanos de a pie usan mascarillas feíllas y baratonas, con frecuencia obtenidas en el equivalente cibernético del todo-a-peso y el cinco-y-diez. Los usuarios de mascarillas finas las compran en el equivalente de la boutique o el taller de diseñador, y las llevan como un símbolo de estatus que pertenece a la misma categoría que las murallas y portones que protegen a la comunidad de lujo del contagio de la pobreza, o que las gafas de sol y los rashguards q ue usamos para proteger nuestros cuerpos y anunciar su valor relativo según la estética, marca y la calidad. La mascarilla barata del subway representa la necesidad que obliga al trabajador a llegar a su lugar de empleo aunque esté enfermo o tema enfermarse; la mascarilla de lujo es parte de un kit que, junto con la playa privada, la cabina de primera clase, la cima prístina de la montaña, y el avión o yate fletados (o mejor aún, comprados) le brindan al uno por ciento la capacidad, o más bien le reafirman el derecho, de continuar asoleándose, esquiando y trotamundeando por placer y porque, dicen, lo valen, se lo han ganado, y se lo merecen.
Son una especie de realeza enmascarada. Monarcas sin corona, celosos portadores del patógeno del privilegio, ese que no tiene contagio.
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*Este ensayo fue escrito hace más de una semana. Su contenido aún es relevante, pero al leerlo, tenga en cuenta que los expertos indican que el virus es una emergencia real. La autora lo exhorta a mantenerse informado y prestarle especial atención al contenido con sólidas bases científicas, especialmente en epidemiología y salud pública.