Encuentro con Aitonlá
Al día siguiente pude hablar con él. Su narración la grabé de manera indeleble en mi memoria. Ni siquiera encendí la grabadora portátil que llevé. Aquellas palabras tenían fuerza y ritmo. Narró que hacía mucho tiempo atrás en el barrio vivía una mujer, la cual en cierto momento de su vejez comenzó a decirle a los vecinos que llegaría el día en que no la verían más. Transcurrido el tiempo, la anciana se paró en una localidad del barrio y allí permaneció mientras se sumergía gradualmente en la tierra. Cuando se hubo sumergido completamente, las mujeres comenzaron a hacer lo que ella les había indicado: cualquier mujer que no pudiese concebir debía colocar basura en el sitio donde la mujer se hundió y además orinar y defecar allí. Ésas serían las ofrendas que esa deidad exigía si se quería superar la infertilidad. Con el tiempo, algunas mujeres infértiles, narraba en el anciano, quedaron embarazadas. Aquello se había entendido como una hierofanía, una manifestación de lo sagrado, la deidad había ejercido su poder y, desde ese momento, la comunidad la tendría como orisha tutelar. Mientras mayor infertilidad hubo, mayor cantidad de ofrendas se depositaron. La colina creció. El hedor se expandió. Aitonlá se habría incorporado a la incontable población de deidades existentes en la cosmología de los yoruba de África occidental.
La narración acerca del nacimiento de Aitonlá expresó muchos de los aspectos que anteriormente había conocido. Muerte fuera de lo normal y hierofanía son dos elementos clave que en el pensamiento religioso yoruba que se establecen para que el proceso de la deificación ocurra. Independientemente de si la narración apunta a algo verídico, lo cierto es que en el fondo eso no es ni lejanamente importante porque lo que resulta esclarecedor es que si bien para que surja un orisha las condiciones de la “muerte” tienen que ser excepcionales, su propia existencia depende, en parte, del reconocimiento que la comunidad de los vivos le confiere. Esto, claramente establecido, implica que lo sagrado parte de una experiencia humana colectiva. Por otro lado, lo narrado por el anciano y su propia actitud hacia la representación material de Aitonlá revelaron aspectos ciertamente inusuales. Generalmente las representaciones materiales de algún orisha no deben ser tocadas y o manipuladas por alguien que no esté reconocido(a) para hacerlo. Sin embargo, como se expresó al inicio de este artículo, la invitación del anciano hacia mí fue que pisara el terreno sagrado e inclusive, que lo escalara para colocarme justamente encima de esta representación. Más que una irrupción en la sacralidad del espacio aquello fue una invitación a esa territorialidad en la que la deidad reside y que, por estar allí, te vincula con ella y con el resto de la comunidad. Fue inmersión. Por otro lado, lo inusual continuaba haciendo estragos al esclarecerse que la basura, la orina y la basura eran [y siguen siendo] las ofrendas usuales a esa deidad. Desde mi experiencia caribeña, la basura ciertamente es una localidad utilizada en ciertos rituales relacionados con el orisha Eshu, pero no como ofrenda sino como geografía ritual en la cual debe ocurrir un sacrificio que se ofrece. Aitonlá sorprendía distanciándose de lo que pudo haberse entendido como finito y totalmente conocido. La etnografía no había dado con ella. Sus referencias textuales son prácticamente inexistentes. Solo aparece mencionada en The Story of Ketu del reverendo Parrinder, obra publicada originalmente en 1956. Ése parecía ser uno de los encantos de Aitonlá: hacía que ocurriese lo que humanamente era imposible y desde su anonimato irradiaba poder hacia una comunidad que desprendía de ella uno de sus signos identitarios más importantes. El nombre del barrio era Aitonlá, como la orisha y al igual que ella, la comunidad, desde una apariencia que podría ser sobrecogedora, se empoderaba para continuar con una vida que, aunque precaria, se engalanaba a cada instante con destellos de sacralidad.