Entre impunidad y desamparo: la responsabilidad del sujeto
El Sujeto y su responsabilidad: En los tiempos del Neoliberalismo y del Discurso Capitalista
Dedico este trabajo a la memoria de mi padre quien, para obtener su grado en Derecho de la UNAM escribió en 1947 su lúcida y apasionante tesis “Los crímenes de guerra y la responsabilidad de los Jefes de Estado”.
“Si somos absolutamente tolerantes, incluso con los intolerantes, y no defendemos la sociedad tolerante contra sus asaltos, los tolerantes seran aniquilados”
–Karl Popper, 1945[2]
“Las creaciones de los hombres son frágiles y la ciencia y la técnica que han edificado pueden emplearse también en su aniquilamiento”
–Sigmund Freud, 1927[3]
Situada en el entrecruce de la ética, la moral y el derecho, la responsabilidad está íntimamente ligada al estatus de la subjetividad de la época en que se despliega. Cabría entonces interrogar su lugar y sus incidencias en nuestra época, dominada por el discurso capitalista, y marcada por el determinismo biologicista, la restricción del espacio subjetivo, el deterioro de los lazos sociales y el colapso de las instituciones tradicionales. ¿Cuál es hoy día el alcance de esa acción humana que implica la capacidad de responder por los propios actos, en el sentido de obligarse o comprometerse? ¿Se declina en el uno por uno o implica una dimensión colectiva, social y política? ¿Cuál es la ley que determina los derechos y los deberes de los humanos, la que supone amparar, determinar quién es culpable o no, y establecer responsabilidades sobre las desmesuras de lo humano y los quebrantos de sus derechos más esenciales? ¿Cómo se trenza en nuestra actualidad la responsabilidad con la culpabilidad y con otros referentes como la impunidad, la imputabilidad o la inimputabilidad? ¿Ante cuál ley el humano debe rendir cuentas de sus acciones?
Este mes de noviembre se conmemoraron los 100 años de la culminación de la llamada Gran Guerra cuyo costo reconocido fue la muerte de entre 9 y 10 millones de seres humanos. Con ella, se había sentado el tono de devastación y muerte que atravesaría el Siglo XX: justo 20 años más tarde se iniciaba una nueva oleada de guerra y destrucción cuyo corolario fue el Holocausto y sus 11 millones de pérdidas humanas principalmente en los campos de concentración. Ocurrió también la guerra civil en España, los genocidios de Armenia, Camboya, Ruanda, el pueblo Kurdo, el pueblo palestino y el pueblo Sij. También las desapariciones, secuestros y asesinatos ligados a las dictaduras de Argentina, Brasil, Paraguay, y a los gobiernos de México y Centroamérica. El inicio del Siglo XXI no ha sido menos costoso en vidas humanas: los bombardeos sobre la población civil en Siria, Yemen, los ataques a poblaciones indígenas en Guatemala, los asesinatos de defensores civiles, de defensores de derechos humanos, de líderes comunitarios, de defensores del medio ambiente, y de un cada vez mas perturbador número de periodistas. Además están los actos de tortura en lugares como AbuGrahib y Guantánamo, y el éxodo, la miseria y los nuevos campos de concentración en la frontera de Estados Unidos.
Los quebrantos y las violaciones a los derechos humanos, los actos de exterminio cultural, religioso, étnico, ideológico, el odio y la destrucción de la integridad física y mental de millones de seres humanos en todo el planeta son denunciados continuamente, pero también continuamente se despliegan los esfuerzos incluso violentos para acallar las denuncias y seguir encubriendo a los violadores de los derechos, y por tanto fomentando la impunidad. Recordemos la etimología latina de esta palabra: impunitas, que implica el desenfreno, la libertad absoluta y el exceso que no recibe castigo. En griego, remite a la atimorisia, Ατιμωρησία, que trenza la impunidad con la corrupción de las instituciones y de las leyes que les sostienen. Tener impunidad, gozar de impunidad, quedar impune, implica no tener que asumir ni pagar por las faltas o delitos que se cometen. Remite entonces a un lugar de excepción, ya sea porque la ley no lo toca o porque la ley lo permite e incluso lo autoriza, exculpando, legalizando o proponiendo leyes o normas arbitrarias que pretenden normalizar y justificar los excesos.
La Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas el 8 de febrero de 2005, define la impunidad como “la imposibilidad de hecho o de derecho para llevar a los perpetradores de violaciones de los derechos humanos a la justicia, mediante procedimientos penales, civiles, administrativos o disciplinarios, puesto que no están sometidos a ninguna investigación que conduzca a su acusación, arresto, juzgamiento o condena”[4]. Es una infracción de las obligaciones que tienen los Estados de investigar las violaciones, adoptar medidas apropiadas respecto de sus autores, especialmente en la esfera de la justicia, para que las personas sospechosas de responsabilidad penal sean procesadas, juzgadas y condenadas a penas apropiadas, de garantizar a las víctimas recursos eficaces y la reparación de los perjuicios sufridos de garantizar el derecho inalienable a conocer la verdad y de tomar todas las medidas necesarias para evitar la repetición de dichas violaciones.
El escenario es complejo, pues al quebranto del derecho de lo humano que sella para quien lo padece un primer nivel de desamparo, se añaden los efectos de un nuevo desamparo que resulta de que aquel que es culpable o responsable, no sea reconocido ante la ley como tal ni sancionado por sus acciones. Desamparo e impunidad se trenzan trágicamente y nos lleva a interrogarnos si eso se debe a un efecto o a un defecto de la Ley.
En 1932, y ante la inminente subida del nacional-socialismo en Alemania, Albert Einstein le escribía a Sigmund Freud. A partir de su constatación del fracaso de la Liga de las Naciones y el poder de impartir justicia a nivel internacional, se interrogaba sobre el apetito de odio y destrucción que los hombres tienen dentro de sí, sobre el hambre de poder político de los gobernantes. A su pregunta de si habría algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra, Freud subrayaba la relación antagónica entre Derecho y Poder, entre Derecho y Fuerza, indicando que al inicio estaría el dominio del mayor poderío, la fuerza bruta o intelectualmente fundamentada. El paso hacia el Derecho habría surgido a partir de la asociación de varios débiles contra el que ejercía la fuerza bruta “L’union fait la force”. Sería el poderío de los unidos el que representaría el derecho, pero para que pudiera efectuarse este pasaje de la violencia al nuevo derecho, tendría que ser una unión duradera. “La comunidad debe ser conservada permanentemente; debe organizarse, crear preceptos que prevengan las temidas insubordinaciones; debe designar organismos que vigilen el cumplimiento de los preceptos –leyes– y ha de tomar a su cargo la ejecución de los actos de fuerza legales. Cuando los miembros de un grupo humano reconocen esta comunidad de intereses aparecen entre ellos vínculos afectivos, sentimientos gregarios que constituyen el verdadero fundamento de su poderío.”[5]
Pero, diría Freud a Einstein, a pesar del surgimiento del Derecho, el poderío siempre es dispar, por lo tanto, esa propuesta de convivencia, prontamente se fracturaría por la desigual distribución de poder entre sus miembros. Si la desigualdad es muy grande, el grupo con mayor poderío podría comenzar a oprimir a los menos fuertes. El horizonte no ofrecería salida de la lucha constante pues siempre se estarían buscando alianzas para ubicarse del lado de la mayoría: la del amo u opresor. Dada esa disparidad estructural e irremediable del poder y dada las pulsiones agresivas y de muerte que sostienen las desmesuras humanas, Freud plantearía otro horizonte de evolución legal: el desarrollo cultural de los miembros de la colectividad. Tres cualidades tendría esa actitud cultural: el fortalecimiento del intelecto, el trenzado de lazos afectivos y la interiorización de las tendencias agresivas, con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas. El texto ¿Por qué la Guerra? era un claro análisis de lo que se venía sobre Europa: el peso devastador del poderío de Alemania sobre aquellos los países que le habían humillado, pero también la mas sistemática demostración del alcance del odio humano sobre minorías que fueron destruidas: los judíos, los gitanos, los homosexuales, los comunistas. Algunos de los jefes de Estado implicados en el Holocausto fueron juzgados como criminales de esa guerra, en el afán de hacer valer el Derecho Internacional y determinar responsabilidades. La lección de los juicios de Nuremberg fue que aunque puede haber gobiernos criminales, son los sujetos que han cometido los actos criminales los que tienen que aparecer ante la ley: la responsabilidad no puede ser transferible.
Ahora bien, sabemos que no es lo mismo ser culpable, sentirse culpable, asumirse culpable y ser declarado culpable por algo. Tampoco es lo mismo ser responsable que reconocer y asumir la responsabilidad por lo que uno ha hecho o dejado de hacer. Pero lo quiera o no, lo reconozca o no, lo acepte o no, le caiga el peso de la ley jurídica o no, el sujeto es siempre responsable de sus actos y debe responder por ellos, frente a los otros (sus pares, el juez) y ante la voz de su más íntima conciencia moral, el superyo. La responsabilidad es un asunto estrictamente humano, en tanto no hay inscripción de una ley natural que regule el comportamiento de la especie. Por tanto es importante interrogar los registros de la ley que incumben al humano, ¿cuales son esas vertientes de la ley que le sujetan y le humanizan? ¿cómo se trenzan y permiten dar cuenta de las ocurrencias de nuestra época cada vez más refractaria a las regulaciones y a los límites, con su corolario de desmesuras, odio absoluto, impunidad y desamparo? ¿de que maneras el discurso capitalista y el neoliberalismo exacerban los escenarios dominados por la impunidad? ¿dónde queda la responsabilidad en estos tiempos?
Las incidencias de la Ley
Una de las aportaciones esenciales del psicoanálisis permite aclarar que para el humano, su relación con la ley resulta del interjuego de la ley social, ley jurídica, y de la ley simbólica de cuya incorporación resulta la condición deseante del sujeto. En el texto Totem y Tabú[6], Freud reconduce el origen mítico de la ley a “una hazaña memorable y criminal”, el asesinato del padre primordial, seguida del consentimiento de los hijos de acusar la culpabilidad por el crimen, revocando su acto e instaurando las prohibiciones fundadoras de la cultura y el pacto social. Incorporando al padre asesinado, sellaban el compromiso de renunciar al goce sexual que les había estado impedido. La condición del cumplimiento del pacto social era dejar vacío el lugar que había ocupado el padre, es decir, dejar vacío el lugar de aquel a quien la prohibición y la ley no le aplicaban. Todo humano estaría entonces sujeto a la prohibición y al peso de la ley simbólica, ley del lenguaje, Nombre del Padre, que le ampara, le abre paso al deseo y ordena el goce bajo la forma de la ley de castración, prescribiendo los posibles modos sustitutivos de gozar. Pero esa misma ley delimita un goce-fuera-de-la-ley, un dominio para el que la ley no alcanza, un goce interdicto que empuja al quebranto del pacto social. Es la prohibición inherente a la ley simbólica la que lleva al sujeto hacia el desborde de los límites pues en cada cual late el empuje a la transgresión y a conseguir la satisfacción prohibida. Lo que le detiene generalmente es el miedo al castigo, el sentido del deber o el temor a perder la protección y el amor del Otro.
Es la incorporación de la ley simbólica la que permite el acceso a la ley social pues es por estar sujetos a esa ley subjetiva, que podemos arreglárnosla con el eje objetivo de la ley y ajustarnos mal que bien a sus normas. La incorporación de la ley simbólica es la que nos humaniza, nos distingue de otros seres vivos y a la vez nos hace responsables éticamente de nuestros actos pues tenemos una cierta libertad de elección. La ley jurídica se añade al proceso de humanización y supone aportar al sujeto el reconocimiento de un lugar social y el estatus de ciudadano ante la ley, volviéndole responsable legalmente de sus acciones. La ley subjetiva implica la interiorización de los primeros ideales, las primeras identificaciones, las primeras palabras y significantes, las marcas de los primeros vínculos, las primeras satisfacciones y las prohibiciones fundamentales. Es la ley que permite al sujeto historizar sus experiencias, inscribirse en una lógica filiativa y reconocer las diferencias más allá de la especularidad. La ley jurídica aporta nuevas reglas, nuevas prohibiciones, nuevos lugares, nuevas protecciones, derecho a la justicia y derecho del sujeto a usar su palabra para salir del lugar del infans. Es también la ley que se impone y supone imponer el cuidado de lo común, sus memorias y su legado.
Ambos ejes de la ley se entrecruzan de distintas maneras. Por ejemplo, cuando falla la ley simbólica, buscamos que la instancia jurídica se encargue de establecer la función de límite. Cuando la ley objetiva falla, la ley simbólica tendría que sostener los límites para evitar el colapso de lo singular y lo colectivo. A veces ambas vertientes de la ley se conjugan para lo peor: una dando paso al desborde de la transgresión vuelta acto sostenida por una voluntad de goce y la otra legitimando o encubriendo dicha acción humana.
Podríamos decir que el espectro de las relaciones que el sujeto establece con la ley y que van del desconocimiento absoluto a la insensata sumisión, están impactadas por el discurso que domina la época en la cual se vive. Así también, el alcance, las deformaciones e incluso las perversiones de la ley jurídica y de las instituciones que la sostienen se trenzan con las características del discurso dominante. Desde ese discurso se perfilan los modos de definir el alcance de los derechos humanos y su potencial quebranto. En el caso de nuestra época el discurso dominante es el discurso capitalista formulado por Jacques Lacan.
La Ley y el Discurso Capitalista
Para el psicoanalista francés, un discurso no es un lenguaje sino una estructura que subyace a la palabra, y que regula los lazos sociales y los modos de goce permitidos. Incluye cuatro lugares, el del agente (lugar dominante del discurso), el del Otro (aquel a quien se dirige el agente), el de la producción (donde se hace presente el resultado de esa relación) y el de la verdad (que es el lugar que soporta cada uno de los discursos), e incluye cuatro elementos: el sujeto S, el significante amo S1 , el saber S2 , y el objeto a.
Dependiendo el lugar en donde se ubiquen esos 4 elementos nos encontramos frente a uno de los cuatro discursos formulados en 1967[7]:
Luego de mayo del 68, Jacques Lacan haría su propuesta del discurso capitalista. Trenzado entre la subversión del discurso del Amo, la fuerza del neoliberalismo y los atractivos de las tecnociencias, el discurso capitalista parece no tener límites, a diferencia de los otros discursos que encuentran en la circulación de sus entramados un límite al horizonte de sus despliegues: lo imposible de gobernar, lo imposible de educar, lo imposible de analizar, lo imposible de hacer desear. “Locamente astuto”, el discurso capitalista se ha ido imponiendo como referente, impregnando la subjetividad de la época con sus significantes amo, con sus innumerables objetos de consumo y con sus falacias, espejismos, mandatos y quebrantos. Con él se ha normalizado la idea de que cada sujeto sea motivado por el ansia de provecho de la acumulación, para lo cual se construyen ideales de combatividad, empresarismo, rivalidad y éxito. Esa motivación se ha vuelto poco a poco un imperativo de tener para ser, que por supuesto nunca logra cumplirse pero tiene como corolario la exacerbación del sentimiento de falta.
El discurso capitalista es el único que deshace y fragmenta los lazos sociales y aquello que hace posible la convivencia. El lugar y el valor del otro como partenaire, socio, amigo, enlace, compañero, se diluye para ser sustituido por el individualismo furioso y agobiante de nuestros tiempos, por la falacia del self-made-man que no le debe nada a nadie y por tanto no necesita ni de la historia, ni de la filia, ni de la memoria. Parecida a la adicción, su horizonte es la búsqueda de satisfacción, la búsqueda del complemento, que no se dirige a los otros sino al objeto, pero, distinto a la adicción, en el discurso capitalista no se elige un objeto particular pues todos los objetos son sustituibles, descartables, desechables. Ningún objeto tiene valor en sí y la satisfacción que puede aportar es siempre incompleta y efímera. Y en ese menú inagotable, el semejante puede entrar en la serie de los objetos a ser utilizados para obtener un plus de goce.
Uno de los efectos del individualismo feroz es el quiebre de los espacios para la convivencia y el intercambio pacífico que supondría no solo el reconocimiento del otro sino de sus exigencias de goce singulares. El discurso capitalista produce además un socavamiento de las organizaciones políticas y sociales que apuestan por el lazo social y una desnaturalización del uso y el alcance de las palabras. La felicidad como bien común que proponía Saint Just se estrella con lo que el discurso vehicula como mandato: la satisfacción de cada cual, al precio que sea, con la salvedad que esa satisfacción está atravesada por modos homologados de goce que el propio discurso genera. El despliegue de los excesos y el quebranto de lo común son más que nunca sostenidos por el discurso capitalista que cual tsunami arropa y devasta todo lo que encuentra a su paso, ya sea de orden cultural o natural: los extremismos, la violencia sin tregua, el calentamiento global, la creciente desigualdad, el capitalismo salvaje, el individualismo, la ignorancia, la impudicia y la impunidad trenzadas en tantas partes del mundo. Se trata de una vorágine de acciones y de reacciones cuyo límite no hemos aún acabado de atisbar pero que han llevado a la bancarrota de múltiples naciones y al quebranto de las condiciones mismas de poder habitar en el planeta. En ese contexto los derechos humanos apenas se respetan pues no cuentan con el soporte necesario: el deseo que permitiría sostenerlos, la responsabilidad para asumirlos, la tolerancia de la alteridad y la apuesta por el bien común. El individualismo se trenza con el aislamiento y con la suspicacia y amenaza del otro. En este contexto ocurre lo que Boaventura de Sousa Santos[8] ha definido como fascismo social, caracterizado por distintas formas de marginación (apartheid social, fascismo de la inseguridad, fascismo paraestatal, fascismo financiero) de extensas masas de población que quedan excluidas de toda forma de contrato social: jóvenes de guetos urbanos, campesinos, trabajadores del postfordismo).
En ese contexto también ocurre lo que Colette Soler ha llamado el narcinismo[9], oscuro hibrido del narcisismo y del cinismo que abre el camino a la impunidad y al desamparo pues es un régimen que adolece de causas que trascienden al individuo, y a falta de solidaridad de clase, cada quien no tiene más causa posible que sí mismo. Es un régimen que arrasa con la dimensión de lo político, de lo cultural y de lo histórico y apunta al desanudamiento del sujeto a la ley simbólica, con su corolario de excesos y desbordes. Bajo su manto, la escena política actual se presta al cinismo de una obscena procacidad. Los políticos eligen ocupar posiciones que poco tienen que ver con el beneficio común, y sus voraces intereses se trenzan con la pretención de obtener el reconocimiento de sus seguidores por la vía de una identificación narcinista. Las consecuencias del trenzado de la impudicia y de la impunidad son múltiples y contribuyen a la corrosión del ya frágil tejido social y a la erosión de las dos vertientes de la ley, la objetiva y la subjetiva. La única ley que pareciera dominar es la ley del mercado que no implica ni la responsabilidad, ni la vergüenza y menos aún el límite.
¿Qué efectos tiene la sensación de impunidad sobre la representación que el sujeto se hace de la protección que debería asegurarle su inserción en la legalidad? ¿cómo repercute en la relación que los jóvenes tienen con el trabajo y con la ley, el hecho de que la justicia sea administrada en detrimento de aquellos que carecen de recursos suficientes para influir su decisión? ¿Cómo orientarse y tomar posición en este escenario? ¿cuál es el legado para las nuevas generaciones? ¿cómo ampararlas y con qué?
Los estragos del trenzado de la impunidad y el desamparo
Aunque hay cada vez mas ejemplos que ilustran la impunidad en nuestro tiempo, uisiera compartir dos situaciones que ilustran los estragos del trenzado de la impunidad y el desamparo en los tiempos que nos ha tocado vivir[10].
La primera incumbe directamente a la profesión de la psicología y a los modos en que ha podido estar al servicio de lo peor. Se trata de un escenario recientemente descubierto de la complicidad entre agencias de gobierno y prominentes psicólogos norteamericanos para la implementación de interrogatorios de prisioneros (dentro y fuera de territorio norteamericano) durante la primera década del Siglo XXI. El contexto es el período subsecuente al ataque de las torres gemelas en Nueva York que dio paso a la creación del Patriot Act, del Home Land Security y de la Guerra total contra el terrorismo. En esta coyuntura se trenzaron los objetivos de protección, seguridad, defensa e inteligencia del estado, para lo cual se convocó el apoyo directo o indirecto de universidades e instituciones, así como de cientificos de múltiples disciplinas. en particular de peritos de las ciencias del comportamiento. El espectro de los enemigos del Estado llevados a prisiones se amplió exponencialmente, dando paso al despliegue de espacios de interrogatorios en los que las técnicas psicológicas ocuparon un lugar de privilegio.
Alfred W. McCoy en su libro A Question of Torture, Jane Mayer en su libro Dark Side así como artículos periodísticos del New York Times entre otros, han documentado los modos en que las agencias del gobierno americano encargadas de la inteligencia, la vigilancia y la seguridad, han utilizado durante décadas, el peritaje psicológico de “científicos de la conducta” para desarrollar formas de quebranto de la personalidad y de sometimiento del deseo y la voluntad de personas privadas de su libertad. Un artículo publicado en el New England Journal of Medicine en 2005[11], señalaba que la evidencia proveniente de fuentes diversas incluyendo el Pentágono, indicaba que en los interrogatorios realizados en Guantánamo se habían utilizados medidas agresivas contra los detenidos incluyendo: privación de sueño, aislamiento prolongado, posiciones corporales dolorosas, sofocación simulada y palizas; incluso se documenta el uso de técnicas conductuales diseñadas por un pasado presidente de la APA, Martin Seligman, para producir una forma de indefensión llamada indefensión aprendida.
Vinculada al maltrato infantil, se trataba de una técnica repetida de intimidación, sometimiento y maltrato que iría quebrantando las posibilidades defensivas del sujeto, llevándolo a la asunción de un comportamiento pasivo y de resignación frente a la adversidad. Se trataría de llevar al sujeto a los límites de sus posibilidades de defensa psicológica, en el terreno de la mas angustiante de las posiciones subjetivas: la de un desamparo primario, sin soporte y sin palabra y sin otro horizonte que el del padecimiento de los excesos del Otro. El descubrimiento de los efectos de estrago que el maltrato y el sometimiento infantil podían tener sobre la vida de un sujeto, fue utilizado como soporte teórico e ideológico para replicarlo como una técnica de abuso y maltrato en las prisiones norteamericanas. Las condiciones eran perturbadoras: alguien con poder –legitimado por el Estado- abusa de su posición para quebrar la voluntad de otro ser humano que no tiene ningun reconocimiento legal ni posibilidades de defensa ante el embate del abuso. Se trataba de una batalla en donde no habría adversarios, pues una de las partes, estaría sin recursos defensivos, colocado en el lugar del semejante extranjero y amenazante –el alius– a quien habría que destruir física y psicológicamente. ¿Qué pensar de aquellos psicólogos que conociendo el poder devastador de estas técnicas de quebranto subjetivo las recomienden, suscriban y enseñen a utilizarlas? ¿Qué los lleva a realizar dichas acciones o a ser cómplices de las mismas? ¿Qué es lo que ganan? ¿Acaso poder o reconocimiento? ¿Constatar la eficacia de sus técnicas? ¿Qué pensar de una Asociación de Psicólogos que frente al descubrimiento de estos excesos por parte de ciertos de sus miembros no se escandaliza ni reacciona con contundencia?
Elisabeth Roudinesco en su libro Nuestro lado oscuro, una historia de los perversosnos recuerda que “la perversión, animada por la pulsión de muerte, siempre se encuentra asociada con un negativo de la libertad: aniquilación, deshumanización, odio, destrucción, crueldad, goce” [12]. Pero la perversión a la que hace referencia Roudinesco, no se circunscribe a una enfermedad mental o a un cuadro psiquiátrico. Se trata de la perversión que conduce a la inversión de la ley para legitimar los excesos de su uso, para ciertos fines ajenos a la cultura y al respeto de la vida. Ya no se trataría de la irrupción de una pulsión indómita y solitaria que transgredería ciertas normas y principios sociales o morales. Se trata de la obediencia a una norma racionalizada pero no carente de oscuras ganancias. Con ello se perfila el alcance de lo que es la tortura como recurso del Estado y que los Nazis supieron imponer como paradigma de racionalidad. Infligir intencionalmente dolor físico o psíquico a alguien como medio de castigo o para obtener una confesión por parte de un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya o con su consentimiento o acquiesencia, es parte esencial de la definición de tortura que dio en 1984, la Convención contra la Tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes El énfasis no está en la legitimidad política o moral de su uso, sino en la intencionalidad del daño, perfilando la dimensión conciente y deliberada del acto como elemento crucial de la definición.
En el caso preciso del uso sistemático de técnicas psicológicas puestas al servicio del quebranto de lo humano en las prisiones y otros escenarios de confinación por peritos del comportamiento, se perfila no solo la cuestión de la violación de códigos profesionales sino el uso de una violencia calculada, una violencia dosificada, cuya crueldad resuena sin duda con el lado más oscuro de lo humano[13]. En dicho escenario los prisioneros, no solo son destituidos de su lugar de sujetos de derecho, sino que son llevados hacia la claudicación de cualquier esbozo de humanidad.
La puesta al descubierto de las técnicas de vejación, sometimiento y dominación utilizadas por parte de las agencias de seguridad del gobierno Americano, y que según la Cruz Roja Internacional y otros organismos internacionales de derechos humanos pueden catalogarse de tortura, generaron un intenso debate en la opinión pública y al interior de las dos APA: la American Psychiatric Association y la American Psychological Association. Sorprendentemente la APA psiquiátrica asumió una posición de contundente rechazo. En cambio, la APA psicológica decidió formar un task force, cuyo informe planteó una paradójica y reveladora propuesta: por una parte había que rechazar que los psicólogos se involucraran en torturas u otro tratamiento cruel, inhumano o degradante, y por otro lado, habría que sostener que los psicólogos podían servir en roles consultivos para procesos de interrogación y de recolección de informaciones para propósitos relacionados con la seguridad nacional. Estas dos encomiendas dejaban puesto un escenario de clara ambigüedad: un código de ética cuyas cláusulas albergaban posiciones irreconciliables y un gremio dividido en cuanto a asuntos éticos esenciales sobre su práctica. La cuestión remitía al punto mas fundamental del ejercicio profesional de la psicología: el del respeto de la dignidad, de la vida y los derechos de otros seres humanos y el debate sobre las condiciones en que dicho principio podría o no ser contorneado, transgredido, violentado de forma legítima o ilegítima.
Cabe subrayar que las posibilidades de violación de un principio ético, legal o moral resultan en parte del modo en que dicho principio se formula, se establece y se escribe. El lenguaje salvaguarda el orden simbólico. Cuando una ley, un principio o un código conlleva elementos de ambigüedad, articulados así de modo intencional o no, esto permite que se pueda dar una transgresión sin que dicho acto sea catalogado como una violación. Usada para estos propósitos, la ambigüedad es el soporte de un decir sin compromiso, es decir, un decir que puede entenderse de distintas maneras o interpretarse de diferentes formas, desdibujando su función de límite y de discriminación. Por eso, la ambigüedad puede ser una obscura aliada para el despliegue de la impudicia y de la impunidad.
El segundo ejemplo me lleva a mi tierra mexicana y a la trágica realidad de las narcofosas y las mas de 2000 fosas clandestinas, poniendo al descubierto la violencia incalculable hacia la vida pero también la violencia hacia la muerte, pues no solo se le arranca el porvenir a aquellos que son atrapados por esa vorágine de destrucción, sino que también se les arrebata la dignidad que la muerte en nuestra cultura ha implicado. Parte de la tragedia es que un número incontable de seres humanos desaparecen no solo como vivos sino como muertos, pues sus cuerpos al irse desintegrando en esa amalgama de cuerpos desprovistos de nombre y diferencias, vuelve casi imposible para sus seres queridos la recuperación de los restos mortales no solo para honrarlos.
Aunque sigue siendo un proceso natural, la muerte en la cultura es ante todo un asunto simbólico por lo que no es anónima (por eso marcamos las tumbas con nombres y fechas) ni debería conjugarse con la ignominia y la impunidad. Y aunque los muertos no tienen edad ni cumplen años, siguen marcando el tiempo de los vivos pues la vida solo es posible si se reconoce el lugar simbólico de la muerte. Cada vez que aparece una narcofosa se perfila el esfuerzo de hacer jugar la segunda muerte, la muerte simbólica, como violencia contra los vivos pero también contra los propios fundamentos de la cultura. Solo cuando se descubren las narcofosas, se exhuman los restos y los devuelven a sus familiares se hace posible un acto simbólico que pone un primer límite a la violencia de quienes las excavaron. Se trata de un acto de inscripción que permite el pasaje de la ignominia de la desaparición al lugar de lo irremediablemente perdido, condición para el trabajo del duelo que es crucial para la vida en común.
La desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa ocurrida hace 4 años, fue quizás el caso más conocido y para el que ha habido más esfuerzos internacionales para descubrir lo ocurrido y a los culpables; pero también el caso que ha puesto en evidencia el esfuerzo del Estado por encubrir e interferir para que la impunidad prevalezca. ¿cómo no pensar en la angustia de aquellos que fueron torturados e invisibilizados antes de morir? ¿cómo no pensar en ese desamparo de quedar a la merced de un siniestro verdugo ? ¿qué hacer ante el desamparo de los seres que sobreviven pero pierden una parte crucial de su vida? ¿cómo no conmoverse ante la voluntad de impunidad?
El olvido se trenza etimológicamente con amnistía, en tanto voluntad de olvidar o condonar los delitos políticos. Viene del griego amnestía que presenta una formación muy similar a la palabra amnesia (privación del recuerdo o pérdida de la memoria). No es solo un asunto de prohibir olvidar, sino de no perder las memorias que hacen del recuerdo un soporte crucial de la cultura. Ningún pueblo que pretenda tener un porvenir, puede seguir permitiendo que sus jóvenes y sus pobladores mas vulnerables desaparezcan devorados por la violencia de aquellos, cuyas acciones se nutren y nutren el oscuro y devastador trenzado de la impudicia, la indiferencia y la impunidad. Esta lección exige no solo una puesta en perspectiva sino un acto de respuesta ciudadana que permita contrarrestar dicha vorágine de destrucción de las fuerzas vitales del pais. Alexis de Tocqueville decía que cuando el pasado no logra dar luz al porvenir, el espíritu camina en las tinieblas.
Ante la debilidad del ethos de nuestro tiempo, surge el desafío de sostener la responsabilidad como pilar y eje de la vida propia y de la vida en común. Se trata de un asunto cotidiano, de una voluntad sostenida por acciones cónsonas con el respeto por la vida y por la libertad. Para ello es necesario el rechazo del auto-engaño, el reconocimiento de los límites y el compromiso consigo mismo y con los otros con los cuales conformamos eso que llamamos la condición humana. Aquí se trenza la pregunta por lo legal, lo moral y lo ético para interrogar la responsabilidad y restituirle un lugar esencial. El sujeto sigue siendo siempre responsable de sus actos y debe dar cuenta de ello.
Y puesto que la ley humana no es natural, los derechos de lo humano tampoco son naturales: son un legado, son una construcción cultural, una forma necesaria para la convivencia; y como toda institución, requieren seguirse afirmando, sosteniendo con palabras y actos que enlacen y reconozcan el valor de lo común y la singularidad de cada cual.
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[1] Ponencia presentada en el Coloquio Interdisciplinario “Derechos y reveses de lo humano”, llevado a cabo en la UPR RP el 16 de noviembre de 2018
[2] Popper, K. (1945) The Open Society and Its Enemies, volume 1, The Spell of Plato, Routledge: United Kingdom
[3] Freud, S. (1927) El porvenir de una ilusión. Obras Completas XXI, Argentina: Amorrortu.
[4] Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, Naciones Unidas. Bajado de internet el 9 de noviembre de 2018. http://ap.ohchr.org/documents/dpage_s.aspx?si=e/cn.4/2005/102/add.1
[5] Freud, S. (1932) ¿Por qué la guerra? Obras Completas, Vol XXII, Argentina: Amorrortu
[6] Freud, S (1914) Totem y Tabú. Obras Completas, Vol. XIII, Argentina: Amorrortu
[7] Lacan, J. (1967) El Seminario XVII: El Reverso del Psicoanálisis. Paidós: Argentina
[8] Santos, B. (2003) Crítica de la razón indolente. Contra el desperdicio de la experiencia. Bilbao: Desclée de Brouwer, p. 315.
[9] Soler, C (2004) El discurso capitalista. En Intervalo 0, Foro del Campo Lacaniano de Puerto Rico. San Juan, Puerto Rico.
[10] Ambos ejemplos han formado parte de columnas anteriores de la autora, en la Revista 80grados..
[11] Bloche, G. & Marks, J.H., M.A., B.C.L. Doctors and Interrogators at Guantanamo Bay, N Engl J Med 2005; 353:6-8, July 7, 2005DOI: 10.1056/NEJMp058145
[12] Roudinesco, E. (2009) Nuestro lado oscuro, una historia de los perversos, Argentina: Anagrama
[13] Viñar, M (2005). Especificidad de la tortura como trauma. El desierto humano cuando las palabras se extinguen. 44 IPAC, Rio de Janeiro, Julio 2005