Entre la ciencia y la ironía
ESPACIOS DE COLOR CERRADO
Según José Luis González, cuentista y ensayista inolvidable, la literatura puertorriqueña privilegia los géneros breves. Si tenía o no razón el escritor es tema de discusión para los especialistas en la materia. Lo que resulta incuestionable es que, como la poesía, el cuento ha alcanzado en Puerto Rico un nivel sostenido de producción y de calidad.
Me remito a la nómina cuentística de los últimos seis años. Desde el 2007 hasta la actualidad, hemos visto un desfile de excelentes libros de cuentos que combinan el impacto del contenido con la destreza del oficio. Y eso -en una época de vacas flacas editoriales y libreras- es muchisísimo decir.
Los cuentistas, no obstante, son una especie delicada, por no decir amenazada. Algunos despuntan como soles en el horizonte literario y desaparecen como cometas Halley después del primer libro. El cuento les sirve de trampolín para el salto (en ocasiones mortal) hacia la narrativa larga. Hay quien piensa, inclusive, que la graduación de cuentista a novelista es un rito de pasaje imprescindible para medirse en la arena literaria. El cuento sería apenas un humilde ejercicio de calentamiento antes del gran debut novelístico.
Otros abandonan el género por considerarlo demasiado difícil. Y es cierto que la creación de un libro de cuentos requiere un enorme esfuerzo reincidente. Empezar cada vez en cero para construir un pequeño mundo independiente, y repetir esa hazaña para cada pieza de una colección que aspira a la unidad dentro de la diversidad, puede representar un reto agotador, quién sabe si más agotador que el de entregarse a un proyecto de largo y único aliento.
Todo esto para decirles que, con su segunda entrega, Vanessa Vilches Norat revalida su vocación de cuentista. Y la revalida con honores, apuntándose un logro nada evidente: configurar un universo que, compartiendo complicidades, e intensidades con el de su primer libro, establece unas muy distintivas señas de identidad. Dicho en pocas palabras: el segundo libro no es en absoluto un “rewind-replay” del primero.
Si Crímenes domésticos enfocaba, en general, las obsesiones femeninas y, en particular, las caras ocultas de la maternidad, Espacios de color cerrado le da la bienvenida al protagonismo del sujeto masculino. Los hombres dominan cuentos como “Autorretrato en tinta”, “El insomne escriba”, “La apertura” y “65 veces por segundo”. Pero también delatan su turbulenta intimidad dentro de la célula clandestina de la pareja, infiltrada y revelada en “El pasadizo”, “Visita de médico” o “Pasión de archivo”.
Y no es que los personajes femeninos se resignen al papel secundario. Las mujeres pretenden robar cámara y a veces –en cuentos como “La casa de la memoria”, “Informe de guerra y “Neurobiótica”– hasta dan un golpe de teatro y se quedan con el escenario.
En la onda introspectiva de los Crímenes domésticos pero con una perspectiva que rebasa los límites de la casa, Espacios de color cerrado se instala en la frontera borrosa entre la literatura y la ciencia. Desde su laboratorio narrativo, la autora/investigadora sondea sin contemplaciones los vericuetos del cerebro y los enigmas del comportamiento. Dos nociones centrales recorren el libro: la búsqueda y la experimentación.
Salpican estas páginas alusiones directas a la neurociencia, la siquiatría, la historia y la antropología, amén de los nombres de médicos y estudiosos de renombre. La ciencia oficial dice presente, pero también se hace sentir la ciencia de consumo popular, la que divulgan los expertos autodesignados y los manuales de autoayuda, la que forma parte inconsciente de nuestra educación silvestre.
Ya sé lo que están pensando, lectores maliciosos y descreídos. Pues no, señores. No se trata -por suerte- de un insufrible despliegue de erudición libresca. Aquí la ciencia no está divorciada de la acción. Todo lo contrario: conforma un entramado sicológico que motiva y hasta determina las decisiones de los personajes.
Para no dañarles las sorpresas de la lectura, me limitaré a dos ejemplos: En el cuento titulado “Neurobiótica”, doña Luci decide poner en práctica los consejos del libro How to keep your mind alive de los doctores Lawrence Katz y Manning Rubin. Y en “65 veces por segundo”, un padre encuentra en los descubrimientos del célebre neurocirujano Walter Freeman la solución radical a un incomodísimo problema de familia.
Conque la Vilches se nos ha metido a teórica, suspirarán nerviosos los nostálgicos del primer libro. Negativo, como le gusta decir a la policía. Si la Vilches invoca la autoridad científica, no es precisamente para ratificarla ni glorificarla, sino, como el tramposo lobo de la Caperucita, para comérsela mejor.
Con ese perverso objetivo, la autora pone a buen uso sus recursos literarios. Y uno muy en especial. El contrapeso que sabotea las certezas de la ciencia es nada menos que el de la ironía. Ojo: no me refiero a la ironía verbal, la de las palabras de doble filo, sino más bien a la ironía situacional, la que vira patas arriba los planes mejor pensados.
Los personajes vilcheanos andan muy ensimismados en sus proyectos de autorrealización. Para lograr esa evasiva meta, son capaces de emprender los experimentos más audaces. Pero los experimentos pueden arrojar resultados imprevistos o tener efectos contraproducentes. Tal es el caso del matrimonio aventurero de “El pasadizo”, del artista atormentado de “Autorretrato en tinta” o del grafómano desvelado de “El escriba insomne”.
En estos cuentos minados de ironía, lo que se espera nunca es lo que ocurre. Postulados científicos, premisas culturales y principios morales pueden venirse abajo en un abrir y cerrar de ojos. En “Informe de guerra”, la observadora del primitivismo ajeno se transforma en primitiva observada. El imperio de la ciencia cede ante el empuje irresistible del instinto.
Dentro de esa encerrona de verdades implotadas, sólo la escritura parece ofrecer una salida airosa. “La casa de la memoria” apuesta al triunfo del arte sobre los estragos del olvido. La ruta de la libertad, a fin de cuentas, podría estar en ese doble opaco del espejo que es la página.
Algunos lectores quisieran que todos los libros de un escritor repitieran una misma fórmula exitosa. Vanessa Vilches Norat ha sabido vencer esa peligrosa tentación. Como espero haber demostrado, la nueva colección marca claras distancias temáticas y conceptuales con la anterior. Asoman, además, dos novedades estilísticas. Una es el humor. La atmósfera del primer libro era mucho más agónica. Aquí se alterna la óptica sombría con el alivio cómico. La otra novedad es el manejo del diálogo. En Crímenes domésticos, una voz dominante se hace cargo del relato. Acá, un coro desconcertado deja oír sus timbres y acentos individuales.
Ambos recursos, el humor y el diálogo, imprimen variedad a la puesta en escena. Así, los “espacios de color cerrado” se abren a la luz de un estilo ágil, enérgicamente volcado en la indagación de los misterios humanos.
Sólo me resta saludar el nacimiento de esta nueva criatura y cerrar el bautismo con un conjuro protector. El conjuro tiene forma de deseo: que, entre novela y novela, Vanessa Vilches Norat siga activa, por mucho tiempo, en la artesanía laboriosa y exigente de la brevedad.
*Texto leído en la presentación del libro Espacios de color cerrado, el 18 de octubre de 2012, en la Librería La Tertulia de Río Piedras.