Era un buen tipo Jesús
Judas, Simón y él se conocían de sus tiempos de zelotes. Estuvieron juntos por muchos años en el clandestinaje y aunque Jesús nunca mató ni una mosca, sabía que Judas era experto en el uso de la daga corta, la sicca. Había tumbado a unos cuantos romanos y a alguno que otro judío colaboracionista del imperio. Eso lo supo después.
Jesús era otra cosa. Desde los doce años se había distinguido por su inteligencia, su oratoria y sobre todo su carisma. Tenía más labia y argumentos que los predicadores ancianos. Conocía al dedillo la historia de su pueblo y su religión y sabía transmitirla con convicción. Eso era muy importante para los movimientos separatistas que necesitaban conquistar a los judíos por medio de la religión para que se rebelaran contra el imperio romano. Jesús tenía lo que llamamos “ángel” y era un excelente comunicador que seducía con su discurso al más cínico. Por eso se le reconocía como líder y le adjudicaron muy pronto el título de maestro aún siendo más joven que el resto del liderato de los zelotes que lo reclutaron y con cuyo patriotismo demasiado ardiente tenía serios problemas. La diferencia en estilo lo llevaría tarde o temprano a abandonarlos.
Se había unido a ese movimiento político nacionalista por su tirria contra el imperio romano y el gobernante vasallo del imperio que era Herodes el Grande, hijo del otro Herodes que había hecho que la familia de Chú se exiliara en Egipto cuando él era bebé y no regresaran a Nazaret hasta que el granuja murió. Pero Herodes hijo era igual de colonialista y alzacola que el padre que se había hecho nombrar gobernante de Judea casi un siglo atrás por Marco Antonio, el triunviro de Roma que tenía a su cargo toda la región de Judea.
Por otro lado estaban los fariseos y los saduceos, la crema y nata de los judíos que eran más pitirromanos que el mismo Herodes porque lo único que les interesaba eran sus chavos y sus privilegios. Jesús los despreciaba igual que a Herodes, por eso se unió a los zelotes y desapareció del ojo público por unos quince años. Todo lo que habría de escribirse sobre él tendría este agujero negro de su vida entre la adolescencia y su reaparición como lo que llegó a ser más adelante.
No era feliz Jesús en el clandestinaje donde los zelotes lo mantenían al margen de la acción porque reconocían que el joven no aprobaría lo que hacían en las calles. Los zelotes eran la facción más violenta de los judíos separatistas. Torturaban y mataban civiles para disuadir a los que colaboraran con Herodes. En otras palabras, eran terroristas. Jesús, joven sin calle, aislado y ocupado en aprender y enseñar, tardó en sospechar la verdadera naturaleza del movimiento. Cuando lo hizo y lo confirmó, se rajó y chilló las sandalias.
Él era pacifista. Creía firmemente en que ganarían la lucha contra los romanos por la vía pacífica de la resistencia. Su mamá le había inculcado demasiado profundo que la Ley del Talión era lo que había dañado el mundo que conocían y amenazaba con dejar a todos mudos, mancos y ciegos.
“Uno tiene que tratar a los demás como quiere que lo traten a uno, Chuíto”, le repetía María. Y esa era su doctrina. Por eso tenía más amigos que los que podía contar con los dedos de toda su familia, incluyendo los de su primo Juan, el pacifista por excelencia de su estirpe.
Al dejar los zelotes, Jesús fue en busca de Juan quien lo ingresó a su secta pacifista bautizándolo en las aguas del Jordán como símbolo de que le lavaba todo su zelotismo y surgía un hombre nuevo. Jesús se lo tomó muy en serio porque realmente creía en la bondad. Quería armonizar sus ansias de libertad y justicia con las de paz y generosidad de su primo.
Se retiró por un tiempo a estudiar las prédicas de Juan que Juan llamaba conocer a Dios. Estaba acostumbrado a la soledad que muchas veces acompañó sus años de clandestinaje, era brillante y era bueno. Meditó por unos cuarenta días. No era tampoco para tanto. Un poquito más de un mes era suficiente para un tipo sabio como él. Cuando regresó sabía que su misión era morir por su causa si era necesario, pero nunca matar por ella. A Juan le dijo que conoció a Dios, por supuesto. Cosa que Juan puso en duda un poquito porque su primito seguía siendo un tarambana.
Su Dios no estaba reñido con su personalidad alegre y dicharachera. La combinación era explosiva. Jesús hablaba y convencía al mas lindo con su palabra precisa y su personalidad avasalladora. Había que salir del coloniaje y la opresión, pero con la frente en alto, agradando a un Dios bondadoso que les ayudaría siempre y cuando probaran ser gente buena y digna de un mejor futuro. El Dios de ellos no podía ser como los dioses de los romanos. Y ellos no podían ser como sus opresores porque entonces cuando ganaran se oprimirían entre ellos mismos por pura costumbre. Había otra Judea posible. Un mundo de convivencia, de justicia, de distribución equitativa de la riqueza donde todos podrían ser felices. La justicia era divina y llegaría porque así tenía que ser.
El mensaje comenzó a pegar. Hasta algunos zelotes abandonaron el clandestinaje para unírsele. Tenía una agenda más gentil, menos peligrosa. O eso creían. Su pana Simón, al que después llamó Pedro, fue el primero que se largó con él. Después se les unió Judas a pesar de las reservas de Simón, que no le tenía nadita de confianza.
A Jesús le encantó la vida en la libre comunidad y ser querido lo entusiasmaba mucho. Por eso celebraba a la menor provocación hasta el punto que sus enemigos judíos más acérrimos, los fariseos, lo demonizaban como un borrachón mujeriego y falso profeta.
Los zelotes seguían haciendo de las suyas y no le hacían mucho caso. Lo querían mucho de verdad. Nunca pensaron en castigarle su abandono. Sabían que su lealtad era a prueba de fuego y nunca los delataría. En el fondo era un pendejo sentimental y se había criado con ellos. Además, esperaban convencerlo de que regresara. Era preferible que muchos pensaran que Jesús, en el fondo, seguía siendo un zelote. La vida jaranera que continuaba llevando alimentaba esa esperanza.
Jesús estaba acostumbrado a las juergas, era tremendo anfitrión y siempre se las arreglaba para dar unos fiestones memorables. En su librito, matar era una cosa y robarle a los ricos otra. No tenía reparos en tumbarle a los fariseos y los saduceos unas cuantas cajas de vino y comida de vez en cuando.
Cuando se enamoró de María Magdalena se volvió loquito. Le hizo un tumbe a Caifás, un fariseo que estaba ranqueado con los judíos hasta el punto de ser jefe de la policía y tener almacenes repletos de vino y víveres para mantener contentos a su fuerza de choque y a sus agentes encubiertos. Judas era uno de ellos, aunque Jesús nunca lo quiso creer y le costó la vida.
La fiesta para la Magdalena fue de show. Planificó el tumbe y sus cuates llegaron cargados de cajas de vino, pan y pescado para una multitud. Marta y María, dos de sus amigotas de juerga empezaron a bromear que se trataba de un milagro –el milagro de los panes y los peces. Eso también pegó y desde entonces le decían Jesús el de los milagros.
Lo de Cristo vino poco después de lo de Lázaro, un tipo a la que la mujer lo dejó por irse a vivir con Susana, del grupete de Jesús, y quedó catatónico. Llamaron a Jesús para que le diera terapia y no se sabe qué le dijo, pero el tipo se levantó, salió corriendo y no paró hasta llegar frente a la casa de Susana y pedirle a gritos que lo dejara vivir con ellas. Le abrieron.
Los judíos siempre han sido exagerados, así que el rumor que corrió fue que Lázaro estaba muerto y Jesús lo resucitó. Entonces comenzaron a llamarle Cristo, por lo bajo y en griego, para joder a los romanos. La expresión significaba “el ungido”, “el mesías”, o algo así. Y comenzaron a hacerle campaña como rey de los judíos. No un gobernante colonial más como los Herodes, sino todo un rey de los judíos.
Esa fue la cruz de Jesús… literalmente. La de palo vino después, pero la fama como candidato a rey le costó que se fijara en él de otra manera hasta Poncio Pilato. Una cosa era el tipo simpático y carismático que a Pilato personalmente le caía tan bien porque compartía su desprecio por los fariseos, y otra era un mesías que venía a tumbar a Roma. Pilato era el prefecto romano de Judea, o sea, el fiscal que velaba porque Herodes hiciera bien su trabajo de gobernador colonial. Y no era pendejo. Un pichón de rey era otra cosa y lo sabía.
Así las cosas, la calle se le puso difícil a Jesús. Seguía haciendo sus milagros y de doce que empezaron con él como discípulos –la claque original– llegó a tener setenta y dos. Tener de enemigos a Herodes, Pilato y Caifás no era fácil. Empezó la persecución del buen Jesús y sus muchachos. Ahí fue que Caifás contrató los servicios de Judas. Hay varias versiones sobre por qué Judas se dejó reclutar. Unas dicen que tenía un vicio caro, otras que tenía deudas de juego con los gendarmes de Caifás y otras que le tenía una envidia verde a Jesús porque siendo más lindo que el flacucho insignificante que era su amigo, le había levantado a María Magdalena. Lo que fuera, la cosa es que Judas se dejó comprar y vendió a su amigo.
Aún con dificultades, Jesús seguía adelante en su misión de lograr la liberación, la democracia y la justicia para su pueblo. Se frustraba a veces, como el día que se pasó y le cayó a latigazos a los mercaderes que habían convertido el templo en una plaza de mercado. Pero se recomponía y volvía a ser el tipo pacífico que predicaba la igualdad. De hecho, a medida que pasaban los meses, Jesús se ponía más místico. Su espiritualidad se hizo evidente. Para él, Dios era otra cosa. Nada que ver con religiones vengativas y crueles. Una fuerza superior capaz de producir y manejar un mundo tan complicado y tan naturalmente bello, no podía dañar su obra. Una inteligencia cósmica responsable de la creación y del sustentamiento del Universo no se autodestruye. Dejaba que su obra se desarrollara como todo gran artista aunque sufriera viéndola decaer. Un artista cree en la capacidad de su obra.
Jesús se sentía en comunión con esa energía que era ahora su Dios. Mientras más lo pensaba, más fuerte se hacía anímicamente. Veía las cosas más claras y anticipaba los acontecimientos. Primero por intuición, después con la seguridad del conocimiento, de la ley de probabilidades, de sus enemigos, de sus debilidades, de la naturaleza humana. También –¿por qué no decirlo?– de mensajes que comenzaba a recibir de lo que finalmente reconoció sin remedio como espíritus, porque no eran de carne y hueso esas cosas que se le acercaban y le hablaban. Muchos siglos después lo considerarían espírita o un pionero del realismo mágico. En ese momento algunos pensaban que estaba sencillamente turuleco.
María Magdalena comenzaba a preocuparse porque le dio con hablar en parábolas y hacer predicciones. Pero loco no estaba. Era que las veía venir.
Mientras más lo pensaba, más convencido estaba de que la violencia no los iba a llevar a ningún lado porque siempre había quien era más fuerte y más poderoso. Si la violencia era la salida siempre habrían ganadores canallas y perdedores enconados. Siempre habría alguien arriba y alguien abajo. Había que convencer a todos de que lo único que hay que hacer en la vida es tratar a los demás como quieres que te traten a ti. Esa es la regla de oro.
Comenzó a predicar y vivir por esa regla y a tratar de que entendieran que esa era la verdadera regla del Dios que él había descubierto. Nada fácil de explicar. Eso lo llevó a las parábolas para hacerse entender mejor cada vez que se enfrentaba a una situación de intolerancia y discrimen, como lo que le pasó con la misma María Magdalena, a quien querían que dejara por puta. El mesías, el ungido, el rey, no podía ser el amante de aquella mujer.
María Magdalena no era puta. Era una mujer libre y tan brillante como Jesús que nunca se rigió por los cánones de nadie. Fue la mejor amiga, la amante y la confidente de un tipo al que consideraba su igual y viceversa. Pero esa igualdad no la entendía mucha gente, así que la consideraban una insolente pecadora.
Con el pescaíto de que MyM era una deshonra para su prestigio como mesías, trataron de que la lapidara. Pero Jesús era más listo que todos ellos juntos.
«Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra»
Se acabó el evento. Siguió con María Magdalena hasta su muerte, que se acercaba más rápido de lo que pensaba. Los enemigos se cerraban contra él y lo sabía. Él se la pasaba hablando de libertad y esas cosas aunque fuera en parábola.
Fue entonces que decidió dar un discurso público final y regresar al clandestinaje a ver si duraba un ratito más. Pero no tenía muchas esperanzas. Ya había una orden de arresto en su contra por sedicioso, falso profeta, alterador de la paz y otras lindezas.
El discurso de despedida fue un bótate que le llamaron el sermón de la montaña porque se trepó a un monte por si tenía que salir corriendo a esconderse en una cueva que tenía vista. Después le pondrían muchas palabras en su boca para acomodar todo lo que los demás querían decir, y que quizás ni dijo, pero en esencia habló de la lucha por la igualdad y la justicia. Por un mundo posible de paz y buena convivencia cuando se lograra la igualdad y la justicia.
Fue un discurso complicado si nos dejamos llevar por los que lo transcribieron después. Con mucho idealismo y muchas contradicciones. Después de todo: (1) era un hombre de treinta y pico de años nada más y (2) no hubo una grabadora que nos confirmara que todo lo que dicen que dijo lo dijo como dicen que lo dijo.
Lo cierto es que Jesús acabó viviendo y predicando vivir por la regla de oro y pasaría a la historia como un ser extraordinario. Su ejemplo fue más elocuente que palabras que no estaremos nunca seguros si dijo o no dijo. Pero vivió como hablaba según los testigos de su época, amigos y enemigos.
Después del famoso discurso, planificó una cena para el grupete original de los doce en la cueva mentada donde acamparía su nuevo clandestinaje. Desde allí iba a dirigir una toma pacífica del Templo de Jerusalén. Iban a recuperar el templo de manos de romanos y pitirromanos. Les había advertido que iban a recibir palos, pero confiaba en que su gente lo seguiría y se quedarían con el templo para restaurarlo como centro comunal de oración y cultura. Ese sería el golpe más grande que recibiría Roma, durara lo que durara.
Pero se dio un par de copas de más y no valieron los ruegos de María Magdalena para que mantuviera cerrada la boca delante de Judas. Ya Simón (Pedro) les había advertido que Judas era agente de Caifás. Aún así lo invitó al paraje secreto y hasta le dijo que sabía que era agente.
“Oh, my God!”, exclamó María Magdalena cuando lo oyó. Se le aguaron los ojos y se fue al fondo de la cueva. Su marido moriría por la boca.
Lo demás ya lo sabemos. Judas le fue con el chisme a Caifás y al tribunal de sumos sacerdotes o jueces del supremo –el sanedrín. El mismito Judas llevó la guardia a buscarlo y hasta le dio un besito de despedida, el muy cabrón.
Después vino todo lo que el mundo Cristiano conmemora con una semana de llantén y remordimiento.
Lo conmemoran todo con lujo de detalles que no sabemos si son ciertos, pero vamos. Desde que se le ablandaron las aceitunas a Pilato y se lavó las manos por la muerte de Jesús, por si acaso era de verdad el mesías y lo dejaba sin trabajo. Aún así trató de canjear su crucifixión por la de otro líder revolucionario que se le había chispoteado matar un romano y lo cogieron: Barrabás. Pero el flaco de Jesús no había matado a nadie, bendito sea Dios. La gente que había llegado al palacio de Pilatos a vociferar contra Jesús la trajo Caifás desde todos los barrios de Judea en carretones repletos de comida y vino. Jesús no tenía chance.
Lo demás está ya en video. Y es triste, triste. Porque la verdad es que mataron a un gran tipo.
Algo que debe quedar claro es que Judas no se suicidó por remordimiento. Lo mandó a matar Caifás por rata.