¿Es posible democratizar la policía? Parte II
Las sentencias penales de ese proceso fueron revocadas, pero la situación de hechos que se vertió en la decisión es tan cruenta como paradigmática. Antes de las decisiones de Escobedo v. Illinois y de Miranda v. Arizona, las cuales durante la década de 1960 le impusieron al Estado mayores límites y garantías procesales durante los interrogatorios a personas sospechosas de un crimen, era práctica habitual utilizar la fuerza policíaca para obtener confesiones de personas afroestadounidenses mediante la tortura. Uno de estos mecanismos fue la simulación de linchamientos, un fenómeno extrajudicial vinculado al sistema penal cuyo mayor auge ocurrió desde las postrimerías del siglo XIX a las primeras décadas del XX. David Garland (2005) denomina public torture lynching a aquel acto de punición extraoficial cargado de violencia extrema que adopta métodos y rituales propios de una manera de castigo penal, mediante una notable tolerancia social y con objetivos claros de dominación racial. Para este autor, eliminar esta forma de punición colectiva de la historia sobre la evolución de los medios de sanción penal modernos es un error metodológico que no se sostiene.
A tales efectos, esta modalidad de tortura, utilizada casi exclusivamente contra la población afroestadounidense durante gran parte de la era Jim Crow, fue una manera de punir que retó la aparente sensibilidad que se iba desarrollando en la Modernidad respecto al exceso de violencias físicas y simbólicas que contenían los métodos de castigo penal más tradicionales. La tolerancia social que advierte Garland sobre este fenómeno, a grandes rasgos, indica su aceptación como forma socialmente legitimada de vindicar el supremacismo blanco en un escenario atestado de racismo tanto sistémico como estructural. Según Skolnick (2004), la función del linchamiento durante esa época era doble: por un lado afirmar la superioridad de la raza blanca mediante falsas interpretaciones dogmáticas, y por otro intimidar a aquellas personas afroestadounidenses que pudieran retar dicho orden social construido en virtud del racismo.
En los estados el sur, particularmente, el linchamiento, con su correspondiente ritual público de violencia física y simbólica, influyó notablemente en la relación entre la policía y los sectores racialmente discriminados. El ejemplo de confesión mediante tortura en Brown v. Mississippi es muestra de cómo este fenómeno fue un método adoptado por la policía para resolver casos notorios en los que se pretendía reafirmar la alegada criminalidad innata de la raza negra (propensos naturalmente al homicidio, a la violación mediante la fuerza, a la rebelión, etc.) y defender el sistema de segregación racial que refrendaba la norma legal. Incluso luego de los avances democráticos y antisegregacionistas provocados por el movimiento de derechos civiles, como advierte Roberts (2008), la policía continuó utilizando y tolerando mecanismos de tortura contra afroestadounidenses que se presumían criminales.
Está muy bien documentado, por ejemplo, el uso sistémico de estos mecanismos de violencia en determinados barrios de Chicago durante las décadas de 1970 a 1990. Según Conroy, bajo la dirección del teniente de la policía Jon Burge, se obtuvieron docenas de confesiones de crímenes mediante golpes, amenazas con armas de fuego, tentativas de asfixia por la colocación de bolsas plásticas en la cabeza de las personas sospechosas o el uso de descargas de electrochoques en las orejas, nariz, dedos o genitales. Como afirma Bandes (1999), esta era de “terror racial” en algunos barrios habitados mayormente por afroestadounidenses fue condonada y tolerada por fiscales, jueces y médicos forenses durante años en esa ciudad del norte. No es muy difícil percatarse de las semejanzas y causas comunes que existen entre las patrullas de esclavos (slave patrols), los linchamientos de la era Jim Crow y la llamada brutalidad policíaca contemporánea contra minorías raciales. Es un patrón de violencia sistematizada que muta según las circunstancias, pero cuyo sustrato continúa fundándose en el supremacismo de la denominada raza blanca.
Si bien el racismo ha protagonizado importantes momentos en la historia de la policía –circunscribiendo el escrito al ámbito estadounidense y, en lo pertinente, al puertorriqueño– también el clasismo, inseparable del primero, ha sesgado las dinámicas policíacas y las corrientes político-criminales hegemónicas durante mucho tiempo. La perpetuación normativizada y fenoménica de la marginación socio-económica de amplios sectores minoritarios no sólo se fundamenta en la creación de hegemonía e ideología que propenda a la subyugación voluntaria, sino en la coerción y en la violencia, tanto física como simbólica, que sirven de garantía para la conservación de un sistema basado en la opresión y en la –desigual– competencia. La marginación racial –y étnica– se imbrica con la marginación socioeconómica, lo que provoca la perpetuación de ciclos de discrimen que son normativizados y normalizados a través del sistema legal y de la “reproducción cultural”. Ese sistema normativo se ancla en la obligatoriedad y obediencia, la cual pretende solidificarse mediante la intimidación y la violencia.
La coerción sobre el arbitrio y el cuerpo mismo de una persona se traduce modernamente en un sistema legal de mínimos para conservar determinado orden social. No como única fuente de obediencia a la norma de carácter vinculante, pero sí como instancia extrema de amenaza de sanción ante su incumplimiento. En Estados Unidos –y no sólo allí, por supuesto– el sistema económico ha crecido de la mano del incremento de las instituciones que generan, promocionan y perpetúan el racismo (y el patriarcado). No es difícil atisbar que el sistema legal haya traducido esos intereses y categorías en su contenido vinculante, siendo un sistema eminentemente conservador que condiciona bilateralmente otros sistemas sociales. Desde la legalización de la esclavitud como orden patrimonial/económico atribuido al derecho privado, hasta la selectividad en la creación y ejecución de normas penales con fines muy lejanos a la cohesión y conciliación social, la norma legal ha sido tanto puente como límite al poder de violencia que ostenta el Estado y que delega en sus funcionarios.
El derecho reacciona a la política/economía y viceversa, constituyendo una dialéctica tan compleja como impredecible y espontánea. La correlación de fuerzas en la arena política repercute en el diseño de normas legales que propenden a viabilizar una idea de orden social que en pocas ocasiones proviene de un consenso real o suficientemente democrático. Las normas penales, por ejemplo, pese a su aparente neutralidad respecto a la autoría y a la conducta penada, suelen reproducir con potente sagacidad una idea de orden social donde el castigo no significa una respuesta de reproche proporcional a un fin democrático. Por el contrario, la tendencia punitivista hegemónica y generalizada muestra un interés tanto en una retribución sin límites de proporcionalidad en la respuesta de sanción, como en una instrumentalización de la pena con fines eminentemente neutralizantes o incapacitantes. La pena, bajo esta perspectiva, no es neutral ante el orden social basado en la desigualdad, sino un instrumento más, y quizá el más extremo, de su reproducción.
El trabajo de Loïc Wacquant sobre el sistema penal en el ámbito angloamericano –y países similares– desvela interesantemente esta función de reproducción de desigualdad social en virtud del significado de la pena en el período neoliberal. Para el autor, la función del sistema penal en el neoliberalismo no es la de complementar la arcana idea de Estado de bienestar –y sus fines tradicionales, sino la de co-conspirar sobre una reproducción social basada en la estratificación por sectores socioeconómicos debidamente delimitados. La función del sistema penal va más allá de la atención efectiva del crimen, como lo pretendía tradicionalmente la disciplina de la Política criminal desde su origen decimonónico. Ante el cambio drástico en la forma de entender el trabajo, por causa del quebrantamiento del mercado laboral industrial urbano –el cual solía proveer ocupaciones remuneradas a grupos minoritarios y marginados– y la reducción casi asfixiante del Estado de bienestar a mínimos democráticamente poco funcionales –en contraposición al creciente mercado económico desregulado– el sistema penal y penitenciario funge como dique de contención de los efectos sociales conflictivos producto de dicha transformación estructural.
En esencia, bajo este criterio el estado penal sustituye gradualmente al estado social mediante una conjunción entre la obsesiva desregulación del mercado laboral y la mayor intrusión y expansión del aparato penal. Una paradoja que parece desvelar cierta perversidad sistémica. De esta manera, la desregulación de los mercados es correlativamente inversa a la expansión del poder punitivo en áreas más propias del ámbito civil y administrativo (e.g. “administrativización” de la norma penal). El afianzamiento del Derecho penal simbólico, concretizado y exportado eficazmente en las décadas de 1980 y 1990 en Estados Unidos, ha tendido a lo que Jonathan Simon denominó como governing through crime. Con antecedentes claros en la Política criminal dominante durante el periodo de la “Guerra contra el crimen”, la tesis principal esbozada por Simon es que el cambio de paradigma en el sistema penal estadounidense conllevó que éste se expandiera e instrumentalizara con el fin de atender aspectos antes amparados por el Estado de bienestar, como son, por ejemplo, la educación, el empleo o la salud. La respuesta al drogodependiente o al enfermo mental pobre, al estudiante de escasos recursos o al desempleado desesperado es, grosso modo, la provista por el aparato penal/penitenciario. El sesgo de sector socioeconómico o clase es, como se ve, decisivo.
Mediante la utilización de narrativas que generan mayor temor social al fenómeno criminal, idea que también se encuentra en la tesis de la “cultura del control” de Garland, el cambio de paradigma del “nuevo punitivismo” acentúa una concepción –e identificación– idealizada de víctima del crimen, una gobernanza mediante mayores herramientas penales –como el aumento indiscriminado de penas, reducción de beneficios penológicos, creación de registros post-condena– y una fuerte idea libertaria sobre la responsabilidad individual por la comisión delictiva. El riesgo, según Simon, se convierte en un factor elemental a la hora de atender político-criminalmente conflictos sociales. Esto crea un círculo cerrado que opera de la siguiente manera: (1) sobre-exposición mediática de un crimen; (2) una respuesta pública reactiva y pasional, y (3) una reacción inmediata –y demagógica– de agentes político-institucionales que resulta en el incremento en la severidad de la respuesta penal, ignorando las raíces criminógenas que lo produjeron. La percepción de riesgo creada mediáticamente, y la identificación casi exclusiva con un ideal de víctima de delito, generan una respuesta tan inmediata como contraproducente.
Muchos de los fondos empleados en esas políticas punitivistas podrían invertirse constructivamente en aquellas áreas que generan focos criminógenos, pero se emplean, como está estudiado desde hace décadas, en la creación casi obsesiva de otros espacios criminógenos como son las prisiones y, claro está, en la institución de la policía. Ruth Gilmore ha evidenciado empíricamente, por ejemplo, cómo el Estado de California, que es un paradigma de encarcelación masiva, ha utilizado la prisión desde la década de 1980 como aparente solución a la crisis económica. En esencia, la estrategia ha pretendido redirigir el “excedente” del sistema económico hacia el llamado complejo industrial de prisiones. Mientras que de 1852 a 1964 se construyeron doce prisiones en California, de 1984 a principios de siglo XXI se edificaron veintitrés instituciones penitenciarias. Igualmente sucedió con la población penitenciaria, la cual aumentó un quinientos porciento conforme al trabajo geográfico y económico de Gilmore. No es casualidad que su libro más relevante sobre el tema se denomine Golden Gulag.
Igualmente, Micol Seigle ha documentado de forma vasta la violencia propiamente bélica que subyace en la reformulación de la policía desde la década de 1960, particularmente ante la creación del U.S. State Department’s Office of Public Safety. Una de sus conclusiones principales, de hecho, es que el entrenamiento militar gestionado por esa oficina tendió a sobrepasar los límites permitidos de una institución bajo la esfera pública y civil. Además, su tesis pretende imbricar de forma empírica los intereses económicos globales con la función militarizada de la policía, lo que es una reformulación de la institución al servicio de intereses económico-políticos dominantes más allá del Estado soberano.
Frente a esta imbricación entre el discrimen racial y étnico, la desigualdad socio-económica y el sistema penal y penitenciario, no debe causar sorpresa el auge de algunas corrientes abolicionistas que proponen un cambio radical de la policía como institución. Las propuestas abolicionistas han tenido un impacto muy fuerte en la opinión pública estadounidense en los pasados meses, particularmente después del homicidio de George Floyd a manos de un policía blanco, lo que se une a una secuela vergonzante y cruenta de racismo policíaco. Las protestas generadas a raíz de ese homicidio, que se han extendido tanto geográfica como temáticamente, colocaron sobre la mesa, entre otros reclamos, propuestas sobre la mejor distribución de fondos públicos que en estos momentos son destinados a las fuerzas policíacas. El lema “Defund the Police”, cuya caricaturización por sectores conservadores ha sido bastante reactiva, implica empezar a mitigar la falacia intrínseca del Derecho penal simbólico; es decir, la idea de que los fenómenos criminales –particularmente los delitos tradicionales, o mala quia in se– son debidamente atendidos mediante el incremento desproporcionado en la severidad de las penas.
La redistribución de fondos públicos hacia las necesidades más imperiosas de sectores infrarepresentados y sistémicamente marginados representa una propuesta tan oportuna como democrática. Atender las raíces de los conflictos sociales que devienen en delitos debería ser el objetivo principal de las políticas criminales que aspiren a la cohesión social en una democracia. Esas raíces del fenómeno criminoso no se gestionan efectivamente mediante el incremento de la sanción penal ni la mayor estigmatización del sujeto penado. Esa simbología forma parte de una peligrosa demagogia proselitista que se enraíza, grosso modo, en la acentuación de reacciones emocionales que no propenden a la transcendencia del dolor sufrido durante un crimen, sino que lo multiplican. Sin embargo, ha sido una estrategia muy útil, precisamente porque la reacción ante un daño, más aún cuando es un daño importante, tiende a ser naturalmente reactiva. No obstante, refrendar reacciones de venganza y de ira, por decir algunas muy relevantes, ni resuelve el origen del crimen sufrido ni permite la conciliación necesaria para cierta tranquilidad y paz personal y social.
A tales efectos, destinar mayores partidas de fondos públicos a mitigar los efectos más nocivos de la desigualdad socio-económica que sirve de columna vertebral del sistema económico no es arriesgar la seguridad de la población, sino preocuparse a mediano y a largo plazo por esta. Es una idea, en principio, más abierta y sincera con los principios más democráticos que deben permear nuestras políticas institucionales. El lema y propuesta general de “Defund the Police”, con sus variantes según donde surja y donde se proponga, es parte de un proceso de reflexión sobre la institución de la policía que surge del movimiento abolicionista desde hace muchas décadas.
Sin entrar de lleno en el tema, que requiere más espacio y tiempo, el abolicionismo de la policía, comúnmente ligado al abolicionismo carcelario, contiene en sí un proceso de transición entre la institución de la policía como se conoce y cuerpos de seguridad alternativos. El reclamo abolicionista, en el caso de Estados Unidos, está fuertemente influido por reflexiones antisegregacionistas que van desde W.E.B. Du Bois hasta importantes figuras contemporáneas como Angela Davis y Alex Vitale. El racismo institucionalizado ha sido un detonante por décadas para replantearse una resignificación de la policía que sea acorde con una democracia que respete mínimamente la dignidad de la persona. No debe sorprender que el movimiento Black Lives Matter utilice el lema “Defund then Police” como parte de su denuncia y propuesta antisegregacionista. Seguir destinando tantos fondos públicos a una institución con tantos sesgos de racismo institucional es ahondar en el terror racial que ya lleva siglos de historia en ese país.
Abolir la policía no significa que de un día a la mañana, como se ha repetido en incontables momentos, la institución abandone su función de garantizar la seguridad pública. Por supuesto que debe haber una institución democrática que resguarde la seguridad ciudadana y que garantice las normas legítimas que sean aprobadas por los diversos parlamentos. Sin embargo, eso no quiere decir que esa institución pública también tenga un papel contrario. Es decir, que funja como agente antidemocrático a partir de sesgos incompatibles con los principios políticos acordados; a los consensos mínimos en los que se sostiene la convivencia social. Como se ha visto a lo largo de este escrito, hay razones suficientes para creer que la relación entre la institución de la policía y las políticas criminales hiper-punitivistas no es casual, sino en gran medida causal. La institución se encarga de viabilizar y ejecutar esas normas penales que pretenden perpetuar la desigualdad social que necesita cierta idea de sistema económico-político.
El aspecto racial y étnico está estrictamente vinculado a la marginación por razón socio-económica. Un proceso de resignificación de la institución de la policía requiere necesariamente una reforma seria y profunda de la Política criminal hegemónica en nuestra contemporaneidad. No es compatible una Política criminal de expansión punitiva, con sus sesgos de selectividad desde la labor legislativa hasta su ejecución, con una función de garante de derechos fundamentales y de aseguramiento de la seguridad pública mediante métodos democráticos. Si el contenido de lo que debe ejecutar un cuerpo de seguridad ciudadana va dirigido a perpetuar la marginación de ciertos sectores conscientemente discriminados, entonces no es posible ningún tipo de resignificación real o auténtica. Dejando a un lado los sesgos culturales socialmente tolerados, que evidentemente influyen en la ejecución de las normas legales, un cambio de tuerca en la institución de la policía conlleva un cambio necesario de paradigma en nuestras políticas criminales.
La abolición de la institución de la policía como se conoce hoy puede ser un proyecto tan democrático como fértil. La redistribución de fondos públicos hacia espacios de amplias precariedades, como son zonas y sectores marginados por razón de raza, género, etnia, condición social, orientación sexual o identidad, contribuiría a tomarnos en serio una Política criminal que sea mínimamente honesta. Una que no se camufle mediante demagogia y falacia, y asuma su papel institucional de erradicar efectivamente aquellos actos socialmente dañinos de una manera eficiente, sensible y solidaria. En efecto, una que parta desde la política y no desde la violencia, desde el poder de organización y no desde la imposición mediante amenaza. Impactar positivamente pilares del casi inexistente Estado de bienestar, como son la sanidad, la educación y el trabajo, es una manera de acercarnos a una realidad a la que le hemos dado la espalda como colectivo.
Por supuesto, para esta importante tarea la lógica no puede ser la que dirige el cálculo neoliberal. Su modelo antropológico tampoco. No podemos concebir al individuo como un ser aislado y exclusivamente responsable de todos los aspectos de su condición de vida. Debemos presuponer que un individuo es parte integral de un tejido mucho más amplio que va más allá de su mero arbitrio. La corresponsabilidad social que debe permear en una democracia con contenido material tiene que aspirar a generar medidas de política pública que propendan a una mayor cohesión social con fines preventivos y, además, a mejores procesos de conciliación entre personas cuando haya ocurrido un conflicto social entre estas. Por décadas las políticas criminales expansivas han ignorado conscientemente las raíces que generan focos criminógenos importantes, y han propendido a imposibilitar la conciliación luego de ocurrido un crimen.
Muchas reformas policíacas han tendido a invertir cantidades muy elevadas de dinero público con fines de transformar esa institución en un cuerpo castrense o militarizado. Aunque sean instituciones que aun así sufran de déficits fiscales importantes, como es en el caso de Puerto Rico, el recuento de las pasadas décadas arroja luz sobre las prioridades simbólicas y poco democráticas que han dominado la inversión pública en dicha institución estatal. Tomarnos en serio el crimen también es ser conscientes de la necesidad de atender sus raíces. Seguir avalando políticas criminales con sesgos discriminatorios reafirma a la policía como una institución que ejecuta el discrimen que le sirve de causa a la norma ejecutable.
Por lo tanto, a modo de resumen, una resignificación profunda de la policía debe implicar necesariamente un cambio de paradigma en la Política criminal hegemónica que tiende a la expansión desproporcionada e ilimitada. Si no ocurre esto último, la institución de la policía seguirá siendo, con sus debidas excepciones, una herramienta de perpetuación de desigualdades sociales que son incompatibles con los principios más básicos de dignidad y humanidad en una democracia. Redistribuir fondos públicos con el fin de atajar focos criminógenos es una tarea imprescindible para generar la posibilidad de una convivencia colectiva basada en el respeto por el otro u otra. Si deseamos reducir un poco del inconmensurable dolor que crea tanto el crimen como los efectos penales y penitenciarios de este, no hay otra opción que democratizar la pretendida democracia que hasta ahora ha generado medidas superficiales para fenómenos muy profundos y complejos. Debemos complejizar nuestras políticas criminales para que tengan resonancia con nuestros conflictos sociales actuales. Solo de esa manera podremos transformar a la vetusta idea de la policía en una entidad de servicio público que tenga como fin la garantía de derechos humanos y civiles.
Referencias
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- Vitale, The End of Policing (2017)
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