Esa oportuna connivencia
Periodismo es aquello que alguien no quiere ver publicado,
todo lo demás son relaciones públicas.
-George Orwell
Me sirvo de esta reveladora definición de George Orwell para atender de manera sucinta un ángulo poco comentado en el estado de situación de la prensa en Puerto Rico: el amedrantamiento al investigador. O llamémosle bullying, y tal vez sintonizamos más rápido.
La evolución vertiginosa generada en el entramado social-virtual sirve como plataforma para el desahogo, como pretexto para decir sin conocer, necesariamente, sabiéndose solamente que “algo” molesta y puedo quejarme. Se vive cotidianamente en los “status” de Facebook y Twitter la escritura en función de desembarazo; cosa que también ocurre en los espacios de opinión, por supuesto. Sin embargo el periodismo, como recurso demandante para el ajuste de cuentas sociales, es un asunto que se efectúa distinto.
Si bien un “status” o texto de opinión, que funciona para estos efectos de manera similar –esto es: escribo lo que me da la gana– puede contener un discurso enconado o rant, limitadas veces puede atribuírsele a ese pedazo de escrito la función y las cualidades de un texto periodístico.
Dicho lo anterior, manifiesto la agradecida existencia de numerosas páginas cibernéticas que contienen la virtud de informar y analizar –periodísticas, especializadas, académicas, entre otras– y que a la vez son conformadas por perspectivas críticas personalizadas. Es decir, editorializadas. Son fenómenos mediáticos que se traducen en fértiles blogs generadores de espacios estimulantes de discusión y por supuesto de situaciones incómodas, porque el choque de ideas y de pensamientos engendra naturalmente dichas reacciones.
A título muy personal considero que a menudo estos sitios cibernéticos son la mejor sustitución hallada a una especie de periodismo sublimador de factoides y temas inconsecuentes para el bienestar público. Pero en esta ocasión mi intención no es inculpar a la prensa por no abastecer suficiente ni eficazmente al “pueblo” con el pan de su (des)información.
De hecho, lo que propongo con estas líneas es que se relativice la información que obtenemos de la prensa, pero no para desvalorizarla ni enaltecerla en todos los casos, sino como un acto de autoevaluación crítica. ¿Por qué me molesta la atención que dan los periódicos a la descriminalización de las drogas, al matrimonio gay o el cuestionamiento a la exención contributiva de las iglesias? ¿Por qué molesta la impunidad de Ana Cacho o hace rabiar la desvinculación del alcalde O’Neill en el escandaloso e inmoral esquema de su municipio? ¿Por qué incomoda que la prensa hable año tras año sobre las ausencias de los maestros y su precaria preparación educativa en las escuelas públicas? ¿Por qué exponer en los medios la subcultura perezosa de los empleados públicos es atentar contra un país?
En fin, que la calificación en cuanto a lo que la labor periodística “debe ser” pareciera estar bajo escrutinio y conveniencia del menor número de personas y no bajo la consideración de que el bien público está por encima del bien particular. Me resulta irresponsable y confabulador exigirle a la prensa rigurosidad como argucia desviante cuando lo inmoral y lo ilícito rozan nuestros pies.
Al “hablar en la red” observamos cómo se aprovecha la tribuna particular para que los seguidores cautivos que nos acompañan y (en el mejor de los casos) nos leen propinen el adulador “like”, rating efimero de nuestros tiempos. Instaurándose así diariamente la dinámica de opino luego pienso. Pero también la risible amenaza de “te elimino” si no piensas como yo.
La plataforma web permite a cualquiera ejercer su visión maniqueísta y grandilocuente de lo que cada cual entiende como libertad de expresión, como si solo eso bastara para la construcción del pensamiento y la discusión como principio (y no el fin) de un tema.
Si solamente se admiten como ideas “excelentes”, “geniales” o “acertadas” aquellos planteamientos que estimamos oportunos y cuyos matices no desentonan a nuestro favor me parece que la brecha hacia la concertación y la convivencia saludable se irá ensanchando cada vez. El diálogo inteligente se malogrará si exclusivamente defiendo fanática y violentamente –la violencia no solo se ejerce en el plano físico, también en la intolerancia y estrechez mental– lo que conozco y practico.
De hecho, lo desconocido y poco estudiado a menudo es lo que produce ganancias a la mente y el espíritu. Porque reta y estimula a asimilar la complejidad del mundo y su gente.
De este modo, y abigarrados a la modernidad “inteligente” de nuestros aparatos nos declaramos todos cibernautas obstinados en sus opiniones, con gradaciones propias de nuestro discurso del momento y comunicar lo que entendemos “valioso”.
Me permito la breve desviación del tema principal a título de apéndice complementario puesto que la función que distingue al ejercicio periodístico del relato anecdótico es precisamente la diferencia que existe entre la diatriba y el oficio.
La prensa todavía pesa de un modo distinto. Aun cuando se discute el incuestionable valor de las hazañas informativas de Julian Assange, el pecado mortal del australiano recayó en decir lo que no se quería que se supiera. Con lo cual el trabajo de la prensa aún aprieta, tensa hombros y también cuellos. Cuellos que pueden ser azules, de cualquier color pero son blancos los cuellos favoritos de la prensa. De algunos tipos de prensa, debo reconocer.
La prensa que tensa y aprieta es la que atraviesa cuanto intersticio existe y no se detiene a esperar por meras declaraciones. Declaraciones que en muchos casos son ensayadas, como si lo que tuviera peso en la práctica aceptada de hacer prensa, y de consumirla, fuera el asunto reduccionista de exponer las dos versiones, la valoración dicotómica.
Se le pide a la prensa objetividad –aunque esto es más bien un asunto de escuelas, las escuelas estadounidenses claman las dos caras de la moneda, las escuelas europeas permiten subjetivar más el asunto: editorializar– como si con eso bastara.
La prensa que investiga a menudo sabe que “las cosas” no tienen dos lados, sino muchos y complejos –y esto lo reconoce quien lo practica–. Como ejemplo las versiones fílmicas sobre estos temas pueden superficialmente acercarnos o darnos ideas del proceso investigativo. Con todo eso en la ejecución cotidiana un periodista que investiga sabe que tiene que almacenar muchísima información y “minucias” para contextualizarlas luego. Reconoce y previene que en la mayoría de las situaciones la narrativa discursiva del investigado(a) estará dirigida a soslayar ese punto (o varios) incómodo (¿inmoral?) que no desea ver impreso.
Esta actitud y defensa, me consta, la predican hasta los que abogan por una mejor prensa en el país. “Ten cuidado porque tu investigación puede hacerle mucho daño a nuestra industria”, he oído decir a varios. “Falta rigurosidad” cuando se trata de un tema que toca la fibra y el bolsillo de algún incumbente. Pero si el tema es inofensivo a la zona de confort se tilda de “superficial”, “la prensa está vendía”, “no lo cubrió como se esperaba”, entre otras. La revisión de la prensa pareciera estar sujeta o correlacionada a que mi peña no se vea afectada, porque entonces sí que revolotearán polillas antagónicas al trabajo periodístico.
Quien investiga para prensa entiende que el manejo y finalmente la decisión de dar voz a las declaraciones de una fuente que exige anonimato es un pacto que obliga a ambas partes a comprometerse con sus deberes. Se le reconoce “pacto” por definición, porque el fundamento de tales deberes se sostiene en dar voz a eso que no se quiere ver publicado, como nos advirtió Orwell.
El o la periodista tiene el derecho de sopesar el grado de importancia de la información adquirida para el desarrollo y la progresión de todos los componentes de la historia investigada. Me parece que lo anterior es una alerta bastante plana y reconocida, pero decido insistir en esto porque utilizar el espacio de la red para propinar mensajes personales que descalifican el derecho de la labor periodística parece síntoma y reflejo de quien aboga por intereses muy reducidos a los particulares. Abrazar la connivencia de actos inmorales parece medirse y justificarse en función de “yo también necesito guisar”.
Hacerse de la vista larga a la agenda escondida de la inmoralidad no es terreno de periodistas. Porque allí donde se intenta ocultar algo es donde engrana el modo crucial del quehacer periodístico.
He escuchado por decenas de años críticas serpentinas que demonizan la prensa puertorriqueña, lo poco comprometidos que están esos periodistas y los medios para los que trabajan, pero cuando la información sacude el buen nombre de mi cercano (o futuro) bienestar, se activa el dogma pueril de matar al mensajero(a).
O bien puede ser (para los que disfrutan del Spanglish como reafirmación ¿creativa?) el reconocido refrán y no menos penoso gesto de I scratch your back and you scratch mine.