Estudiantes del RUM entran al Festival de Cannes
Tras coincidir en algunos cursos y junto a algunos colegas con los que también compartieron campus universitario, dos incipientes cineastas se deciden a grabar un corto ambientado en la ciudad en la que todos estudiaron. Emprendedores sin complejos y con una apuesta a lo grande, aunque con las mismas expectativas que promete un sueño imposible, de aquellos que solo se ven en las películas mientras uno se imagina frente a la pantalla que es el protagonista, el director –de veintitrés años- y la productora –de veintidós- envían su obra a uno de los festivales de cine más prestigiosos del mundo. Mientras leen estas líneas, Ángel O. Vélez y Derly Pérez Ortega se encuentran en Cannes promocionando su cortometraje.
Sin embargo, los días previos a su aterrizaje en la ciudad francesa no han sido, precisamente, de vino y rosas. Como han leído, estos jovencísimos creadores y el equipo de trabajo de su corto, unos cinco amigos más, se han formado fuera de las fronteras de la zona metropolitana de la capital, donde impera una oferta cinematográfica cuya calidad es directamente proporcional a la del queso que cubre los nachos con la que se invita a la juventud a consumirla. Decididos a vigilar su salud cultural y la de quienes les rodean, optaron por el camino de la autogestión, esa fórmula por la que uno se decide a cultivar aquello en lo que cree sobre el páramo estructural o institucional en el que le ha tocado vivir. Ante este panorama es también como fundan Derly Pérez y Andrés Arias (graduado en Teoría del Arte de la UPRM y hoy cursando Maestría en cine documental social en la School of Visual Arts de Nueva York) la sección mayagüezana de la Sociedad de Cine de Puerto Rico, una iniciativa gracias a la cual llevan a cabo la hazaña de conseguir que se proyecte en su municipio la programación de festivales como el de Sundance, a la vez que corren con la gestión de otros grupos locales enfocados en la promoción del séptimo arte. Sobre el costo mental, físico y de tiempo que conlleva la factura de esta autogestión frente al gigante institucional, mejor no empañar la magia de la proeza que les estaba narrando.
El talento de estos y otros jóvenes, que ahora se encuentran realizando estudios de postgrado para dedicarse a diferentes profesiones asociadas al cine en prestigiosas universidades en distintos puntos del mundo, no es fruto de una azarosa generación espontánea. Tras una factura de similar de fatiga mental, traducida en siete años de gestiones burocráticas, la profesora del Departamento de Inglés del mismo recinto, Mary Leonard, es una de las semillas académicas de estudiantes como los que ahora representan a Puerto Rico en el festival francés. Creadora del Certificado en Cine -puesto que estos jóvenes ni siquiera cuentan con un grado de bachillerato en la materia-, ella misma revela el hecho de que este minor acoge a estudiantes que cuentan con la calidad suficiente como para culminar con tal broche de oro un año de logros académicos que incluye también otros premios en festivales como el de Rincón.
Mientras la prensa llena sus páginas comentando cómo el color de labios de Eva Longoria combina con la alfombra roja y las cadenas de televisión se enfocan en la rubia melena de Brad Pitt, mientras se embuten portadas con atrocidades y banalidades varias, el hecho es que Puerto Rico está representado en Cannes con otros dos cortos más, uno dirigido por Miguel Díaz, que también se presenta en la sección Short Film Corner, y otro que compite oficialmente por una de las Palmas del festival y que es obra de un joven director boricua de treinta y dos años, Álvaro Aponte Centeno.
Si Ángel Vélez y Derly Ortega, ambos recién graduados en Inglés por el recinto mayagüezano de la UPR, lograron sacar adelante a Laila, el sugerente nombre con el que titulan su película, con un presupuesto igual a cero, el viaje a Francia para su presentación mundial en la selección de Cannes Court Métrage también contaba prácticamente con tan lamentable cifra. En el intento de recaudar fondos para el traslado y el alojamiento de estos dos brillantes talentos, que gracias a la invitación extendida por el festival tendrían la oportunidad de mercadear su obra ante productores de elevadísimo rango, Leonardo Flores, profesor del mismo Departamento y además Decano Asociado, ejerció de orientador y de canalizador de propuestas institucionales para financiar la estancia en el célebre evento, el cual sería una inversión inmejorable de cara a la promoción del recinto. Tras semanas de intenso trabajo y un fundraiser colegial junto a otros colegas, con el joven director ya aterrizado en Francia, pero sin auspicio para la productora, que fue el alma gestora de la aceptación en el festival y es pieza clave para lidiar allá con potenciales auspiciadores para ese y otros proyectos, las posibilidades de lograr que la joven consiguiera al menos cubrir sus gastos aéreos se esfumaba como las pavesas del celuloide en llamas.Con las esperanzas al límite de la frustración y a punto de desistir de poder culminar la gesta que emprendieron meses atrás, puesto que el festival ya estaba corriendo desde hace siete días, entra en escena Matthew Landers, profesor del Departamento de Humanidades del mismo recinto. Por iniciativa personal, éste logra recaudar a través de las redes sociales casi mil quinientos dólares procedentes de donativos de la comunidad colegial y de personas que de nada conocen a los estudiantes, pero profundamente inspiradas por su hazaña incluso desde fuera de las fronteras de Puerto Rico. En una sola jornada épica que culmina con el doble de lo recaudado por instancias institucionales a lo largo de semanas, y dando vida a una escena digna de las mejores películas de Luis García Berlanga, Derly Pérez Ortega logra reunir lo necesario para comprar un pasaje aéreo de última hora y poder ver culminado, entre lágrimas, aquel sueño solo reservado a las estrellas de la gran pantalla.
Lamentablemente, no ha sido posible rescatar algún comentario de la joven promesa de las artes cinematográficas para darle más vida a estas breves líneas. Y es que, por suerte, mientras las escribo, ella sobrevuela el Atlántico en vísperas de cumplir la experiencia más inolvidable de su vida.