Éxodos
Las retóricas dominantes sobre la diáspora puertorriqueña están impregnadas de fuertes connotaciones emotivas, que sirven de soporte a un discurso político e ideológico ajeno a la compleja realidad que la constituye. Dentro de este discurso se suele evocar la condición colonial como matriz mítica del drama, donde la emigración aparece como una suerte de calamidad; el “éxodo” como destino fatal al que irremediablemente y durante más de un siglo se han visto forzadas a someterse muchedumbres puertorriqueñas.
Según el censo estadounidense de 2010, la población residente en la Isla era 3,725,789, mientras se estima que más de 4.1 millones de origen o descendencia puertorriqueña están dispersos, transitoria o permanentemente, entre los cincuenta estados. La versión predominante atribuye como causa principal de la presente odisea migratoria la prolongada e inconclusa “recesión” o “crisis” económica. La población emigrante aparece representada como víctima, y la opción de residir en territorio continental como un mal sin remedio ante el cuadro de pobreza y desempleo que se sufre en la Isla.
La propaganda estadista sostiene que la motivación principal del emigrante boricua es la de “buscar un mejor porvenir mediante una ciudadanía plena.” Esta versión contrasta con la cruda realidad: la ciudadanía no garantiza acceso a “mejor calidad” de vida. Más de 46 millones de ciudadanos estadounidenses viven bajo el nivel de pobreza; la población desempleada sobrepasa los 14 millones y cerca de 50 millones de ciudadanos ni siquiera tienen cobertura médica. La utopía estadista se revela como una farsa ideológica…
Por otra parte, el lamento nacionalista local achaca la emigración “forzada” al colonialismo, que habría imposibilitado sistemáticamente el “progreso sostenible” en la Isla, provocando el éxodo de mano de obra y la fuga de profesionales, de talentos y cerebros. Está lógica -ingenua por demás- supone que una vez resuelto el asunto colonial el modelo económico regente en Puerto Rico podría retener e integrar toda la fuerza laboral de la que dispone; y que, armonizado el modo de producción con la soberanía política, al fin podrían retornar los cuatro millones de infelices expatriados.
El número de inmigrantes legales residentes en los Estados Unidos asciende a más de 40 millones, y se estima sobre 10 millones los ilegales. Pero los puertorriqueños emigran como ciudadanos estadounidenses, con igualdad formal de derechos políticos, económicos y sociales. La condición político-jurídica de Puerto Rico posibilita el desplazamiento masivo y facilita asentamientos virtualmente irrestrictos. Además, las diferencias culturales e identitarias han sido integradas efectivamente dentro del sistema; y los hábitos y costumbres, creencias religiosas, aspiraciones económicas y lealtades políticas de los puertorriqueños son afines con los requerimientos formales de la ciudadanía estadounidense. Hoy a nadie extraña que Mark Anthony cante el “Star-Spangled Banner” para la NBA y entone “Preciosa”, sin censura, empuñando la monoestrellada y bajo auspicio del Banco Popular. Nadie pondría en tela de juicio su “puertorriqueñidad”.
La emigración contemporánea responde a motivaciones psico-sociales de múltiples órdenes, y los intereses económicos que la animan no pertenecen al registro de la necesidad vital. En parte, responden al modelo de necesidad artificial producido y manipulado por la sociedad de consumo y las lógicas del mercado.
Pero muchos se van porque pueden hacerlo, porque quieren; y se van con miras a quedarse, y no interesan regresar sino de pasada. Así sucede en todas partes del mundo. Las motivaciones singulares que hoy animan a la emigración no tienen sus raíces más profundas en problemas exclusivamente económicos. Dentro de las fronteras de un mismo país las personas se mudan de sus pueblos natales, seducidas por los atractivos de las grandes ciudades, no sólo por razones de empleo o por hacer más dinero. Así mismo se mudan de sus países de origen, huyéndole al hastío y al aburrimiento; escapando de líos en la calle o con la ley; o procurando desenmarañarse de chismes hostigadores o bien despojarse de un mal de amores.
El apego a la madre patria no está inscrito en la naturaleza humana. Igual que las fronteras nacionales, ambos son artificios humanos, por ende alterables y revocables. Es al goce de la libertad singular y sus ilusiones que muchos deben el ánimo de exiliarse voluntariamente. A fin de cuentas, más acá de las patrias y sus fronteras, habitamos todos un mismo planeta…
El autor es Doctor en Filosofía