«Femenino», palabra masculina
Presentamos a continuación el ensayo que ganó el Primer Premio en el Certamen Literario de Humanidades, Recinto de Río Piedras de la UPR, edición 2014
Qué cosa más extraña, pensarán muchos, cuando lo que la costumbre denomina como normal se diluye en lo diferente y surge de esta fusión aquello que ardía desde el principio. Resulta que, como dicen los filósofos, no era una cosa generada desde la Nada, pues la Nada no puede ser, sino que estaba latente ya, estaba en potencia y no en acto, y sólo a través del contacto con la diferencia pudo surgir como realidad actual y vivida. Sin embargo, no se trata de un latido escondido que debía ser descubierto por el tiempo. Al contrario, ese momento de transformación no es para nada una transformación, pues lo normal y lo diferente son la misma cosa, divididas en el inicio por la costumbre, por la equivocidad del lenguaje y por un mundo que se beneficia de las disyuntivas y no de las conjunciones.Nuestros juicios sobre lo que es o no es diferente están enraizados en nuestras ansiedades, pensamientos, conocimientos y suposiciones, todos estos provenientes de las relaciones filiales, sociales y políticas que gobiernan nuestras vidas y ayudan a forjar nuestro carácter. Estamos sujetos a un desenvolvimiento de fuerzas sociales y devenires que poco a poco, con el paso del tiempo, se convierten en rutina y falsas expectativas. Nuestro encuentro con lo diferente, que ontológicamente es normal aunque no lo sea epistemológicamente, atenta romper con el ciclo. Hay quienes invitan esta ruptura con la mayor tranquilidad, pues se trata meramente de la realidad revelada. Otros la rechazan y hasta la combaten, pues no pueden pensar un mundo donde sus prejuicios son polvo, donde casi literalmente el mundo se les viene abajo. Ni hablar de aquellos que han construido toda una vida material de opulencia basada en las arboledas de la apariencia y el delirio.
Estas fuerzas que se oponen al desvelar de la realidad no se reducen a a la misma fuerza. Tienen formas complejas de aparecerse en nuestras vidas y como todo, forman parte de ella. La costumbre, como un gobierno policial, constantemente se espía a sí misma para forzar la diferencia hacia afuera. Todo comenzó en un tiempo inmemorable cuando la costumbre decidió definirse como tal y llamar ciertas cosas bajo el nombre de “diferente”. Es el Adán para todas las cosas que aceptamos sin cuestionar, como si fuera evidente que las descripciones de las cosas las definen en sí y por sí. Para continuar las imágenes bíblicas, que sé que tanto gustan, Caín y Abel, a pesar de ser hermanos, se encuentran como diferentes, como opuestos, tanto en sus intereses como en el favor divino, que en última instancia definirá el ser de cada uno.
Es de esta forma que la mujer y el hombre se encuentran, hermanos y adversarios, lo primero por naturaleza, lo segundo debido a la lucha contra la realidad. Resulta que uno de ellos, ya sea el Caín de su Abel o el Abel de su Caín (quien sabe, pues hasta allí llega mi interés en la analogía bíblica), un día decidió crear la realidad del otro, a partir de la suya propia. Como Dios no existe, no hubo una substancia divina, indivisible y eterna que pudiese romper el velo del lenguaje en ese momento. Pero, así se arreglaron las cosas, así Adán se volvió plenamente hombre, netamente masculino, y decidió qué era la mujer para él y qué era él para la mujer.
Claro está, que así no ocurrió en cada universo posible. Es menester, sin embargo, quedarnos en el universo actual, en el que es y que llamamos “la realidad que nos ha tocado vivir”. En otros universos, se han dado otras configuraciones, donde es ella quien lo definió a él y otras donde ninguno define a ninguno, pues no son metiches.
Qué cosa más extraña, dirán muchos, cuando quien es nombrado por la diferencia, o sea, quien la sufre, convierte a la diferencia en parte de su voluntad. Pero esa voluntad no es voluntad del todo, pero en todo caso es la única voluntad real que existe y no es sino un escoger entre opciones igualmente malas. Pero, diría yo, tan extraño no es, puesto que entre opciones malas, no hay opción del todo. Así ocurre cuando la mujer, verbo de la diferencia en el mundo del hombre, su sujeto, abraza la manera en que ha sido definida por otro y no por sí misma. Digo yo, repitiendo, que no es para nada extraño, pues el que pone el nombre gobierna el universo.
Este gobierno es absoluto.
Cuando la mujer definida se encuentra con un hombre indefinido, la apariencia no hace obvio cuál es cuál. La mujer se convierte en hombre a manera del discurso del macho y el hombre se convierte en mujer, sobre todo en mujer indefinida, cuando rechaza el acto mismo de la definición. Ella le exige a él que debe acoplarse a la definición, que él tiene que ser hombre y ella mujer. Pero este mismo acto de violencia semántica la convierte a ella en mensajera del hombre adánico, patriarca de la humanidad diferenciada.
Cuando la mujer se vuelve hombre, su contacto con otros hombres devela el sexo que le han inculcado y no con el que nació. Su deseo, torcido por un deseo que no puede penetrar, que no puede hacer concreto, le exige al hombre la hombría, como el cazador le exige la muerte a la presa o el rico le exige trabajo al pobre. A través de ese ejercicio de poder, la mujer/hombre escribe en piedra el lenguaje que los somete a ambos, pero que es diseñado para someterla a ella.
Este poder acorrala al hombre indefinido por dos lados. Por un lado están sus pares, aquellos hombres con los que pierde el tiempo en el trabajo y con los que gana tiempo en el bar. Por el otro lado, la mamá, la chica con la que está saliendo, la novia, la novia de la novia, la hermana, la prima y la sobrina. De niño, la mamá le decía, cual amoroso agente del patriarca, que tenía que conseguirse una noviecita, aprender a coquetearle y darle besitos en la boca. Nunca entendió bien porqué debía actuar de esa manera. ¿Porqué no podía en vez conseguirse un noviecito y besarlo a él en la boca?
Cuando la mamá le hablaba a la hermana, el cantar era otro. Le decía que ella era una señorita, que los novios eran cosa de adultos y que tenía que darse a respetar y ser correcta, lo cual la hermana aprendió desde muy joven era equivalente a ser una ñoña aburrida. Pero esto siempre confundió al hombre (aunque era niño). Siempre se preguntaba, si a los niños les decían que debían conseguir novias pero a las niñas les decían que no podían andar de novios, ¿quiénes eran las novias que conseguirían los niños? Con la madurez, no sólo de la consciencia sino del falo, fue comprendiendo la semántica de la diferencia y vio que el mundo estaría a sus pies. No habría distancia alguna por mar, aire y tierra que su pene no alcanzara. Es así como la sabiduría de mamá caló hondo en su ser y comprendió porqué tenía que conseguirse a la noviecita: mamá lo estaba preparando para dominar el universo, como dicta la costumbre.
La novia también quería que dominara el mundo, que mostrara su masculinidad, que defendiera el honor de ella y que la tratase toda como su reina. Cómo no, si él era el rey. El problema es que nuestro hombre indefinido era pobre, cobarde y le importaba muy poco la percepción que otros tuviesen de él.
Obviamente, se quedó solo. Pero esto no pudo durar, especialmente cuando la revelación lo tomó por sorpresa al descubrir que la clave estaba en renunciar a los hombres. Así como el blanco que se siente culpable, pero trasciende la culpabilidad y renuncia a su blancura en nombre del pasado y del futuro, nuestro hombre tenía que renunciar a la hombría. Entendió que estaba sumergido en la homosexualidad del poder: como hombre, buscaba otros hombres, aunque fueran hombres con vaginas y senos. Debía renunciar a ese tipo de poder, pero qué cosa más extraña, que cuando se renuncia al poder la humanidad aparece y te da un fuerte abrazo, pues te había extrañado desde el Vacío, en dónde nada se genera y de donde nada se deduce.
La definición de lo masculino a partir, no de la realidad, sino de la experiencia de los hombres, puede tomar varias formas. La mujer puede partir desde esta definición, que no va con sus experiencias, pero que aún así hace suyas. Entonces el hombre indefinido, que es igual a la mujer indefinida, sufre la definición de manera análoga que la mujer indefinida. Digo análogamente pues las analogías tienen límites. La experiencia del hombre indefinido no es idéntica a la de la mujer indefinida. Aunque la indefinición los asemeja así como solidariamente, la vida dentro de la definición se manifiesta de forma distinta en cada uno, aunque sea una diferencia de grados y no necesariamente de categoría. La definición parte del hombre para definir a la mujer. El hombre también se define, en cierto sentido, por él mismo, partiendo de su propia experiencia (mas no de su realidad), mientras que a la mujer le es negado definirse a sí misma ni por su experiencia ni por su realidad.
Existe una diferencia, que aún muchos más encontrarán extraña, entre experiencia y realidad. Fue la experiencia la que le dio a Adán ese ímpetu de someterlo todo a su vocablo. No se trata del acto mismo de nombrar, siendo el lenguaje tan indispensable para la vida humana. Pero es para la vida adánica mucho más importante cuando el lenguaje cobra un doble filo. Con un filo, corta como mantequilla los arbustos del jardín para encontrar su casa, pero con el otro se corta a sí mismo para dejar un rastro de sangre que lo haga regresar si fuese a perderse o, aunque él no lo admitiría, si le da miedo lo que encuentra. Ese lenguaje, que es un arma, un machete, no pudo ser controlado o dominado en tiempos bíblicos. Se debe dar, primero, el giro lingüístico. De no ocurrir así, se confundirá el azar con el orden, lo unitario se verá como diferenciado. Esto es lo que nos ha ocurrido y hemos perdido el rastro de sangre.
No es claro con todo esto si el lenguaje es nuestro enemigo o somos nosotros los enemigos del lenguaje. Lo primero implicaría que nuestra mejor arma epistémica fue un engaño, quien sabe si de un genio maligno o de una mente cósmica, mas no por Dios, pues ni es engañador ni existe. Ahora bien, si somos nosotros los enemigos del lenguaje, entonces el lenguaje tiene una realidad que hemos cubierto con el velo de la confusión. El lenguaje sería una herramienta mal usada, sin ninguna guía que nos indique su uso. Con certeza se puede decir que el enemigo más temible no está en el lenguaje, como podríamos pensar, sino en una configuración particular del mismo. Como género de esta configuración encontramos a la humanidad adánica, cuyo terrible instrumento lingüístico fue desprovisto de sus cualidades curativas y se utilizó como veneno en contra del resto de la humanidad. Esto no es otra cosa que el poder, y es en el poder donde encontramos la más tajante diferencia entre la experiencia y la realidad.
El lenguaje es interpretación de la experiencia. Es una doble copia. Primero está la realidad, casi intangible, seguida por la experiencia, siendo ésta nuestra percepción de la realidad y luego viene el lenguaje como una interpretación de la percepción. Es una copia de la copia. Bajo estas condiciones, otros más podrían argumentar que la humanidad toda, sea adánica, mesiánica, dicotómica o sintomática no tiene otra opción que no sea caer en los engaños de su propia experiencia, pues quién podría tener clarividencia tal que pudiese romper con el ciclo de la apariencia. Atrapados como estamos por los sentidos y el lenguaje, no es de extrañarse que la realidad se mantenga impenetrable. Esto asume una cierta esclavitud de nuestra persona, siendo la apariencia nuestro amo. Debemos recordar que el lenguaje es un machete y con ese machete la realidad puede sangrar. Puede que no tengamos percepción directa de ella, pero cual científico forense, podemos hacerle análisis de azúcar y de ADN.
El lenguaje se redime cuando es utilizado contra sí mismo, puesto que como arma de doble filo, contiene todo lo necesario para desvelar la realidad como para mantenerla en estado catatónico por siempre.
Hablar de la realidad no es tan fácil, pues sería como hablar de un paciente del que sólo tenemos sus plaquetas. Con esa información no sabemos dónde vive, si es un hombre indefinido o una mujer definida o si es Adán mismo (quien sabe si es Eva, quien tal vez sobrevivió la furia divina que condenó a la mujer). Aun así, podemos descubrir sus hábitos alimenticios, su rutina de ejercicios, su porcentaje de grasa corporal, entre otras cosas. Así es nuestra relación con la realidad, accesible únicamente por la ciencia, esa meta-arma mitad lenguaje mitad razón, pero como un plato muy salado, puede contar con demasiada experiencia, según quien sazone.
Podríamos definir la realidad como aquello que se nos oculta. ¿Qué mejor manera para hablar de ella que hablando de lo que no es? Gran paradoja encontramos cuando la realidad, el ser, sólo puede ser hablado en contraste con el no-ser, que no existe ni puede existir. Salimos del empate cósmico al comprender que la realidad y la experiencia sólo nos concierne a nosotros los que tenemos lenguaje, que participamos de la copia de la copia.
El no-ser domina nuestra experiencia. La experiencia de la mujer definida, en cuanto que es definida, nos revela su realidad. Aquí recordamos a la hermana, criada como “toda una mujer”, mas resiste esta definición en la adultez al no haber podido en la adolescencia. La respuesta a la pregunta, ¿quién eres?, parece para ella confusa, en cuanto su identidad es también confusa. Viviendo entre el espejismo y la carne, lucha por la segunda en contra de lo primero. No se trata de una rebeldía en contra de los valores, sino una apropiación de valores que le son negados. En esta búsqueda por lo que le fue robado, conoce a varios hombres y mujeres en distintos grados de definición. Muchos fueron los que conoció que eran la imagen viva del Lenguaje. En un mundo repleto de hombres, gritar el dolor de su esclavitud le era imposible. La pasividad la acogió, pero conoció mujeres indefinidas, mujeres que no eran “toda mujer” pero realmente mujeres. Ese grito interno se materializó entonces y se hizo sangre, del mismo tipo de sangre que el de la realidad escondida, que en este caso es la realidad negada.
La hermana entonces entendió lo que su mamá intentaba hacer. A su hermano lo convirtió en el amo del universo, mientras que a ella le dejó la desolación de vivir en un mundo gramatical siendo ella un número. El deseo de ser una letra la consumía, mientras que para su hermano el hecho era frívolo, pues sus aspiraciones se consumaban. No había forma que ella pudiese aspirar a lo que estaba fuera de su realidad, aunque el mundo de los hombres sufre transformaciones constantes. Lejos de que sus deseos se volviesen realidad (ni que fuese un hombre), le fue permitido imitar a los hombres y disfrutar de las riquezas de ellos, no como igual, sino como un enano que recibe las migajas del gigante. Pero esto ya no es así. La hermana dejó de desear las migajas y aspiraba algo más. No se trataba de querer ser como los hombres, pues esto sería buscar en vano lo que no le pertenece. Rechazando este mundo, buscó mejor la indefinición de su feminidad. Esto no es otra cosa que tomar, por la fuerza si es necesario, una semántica que le sea propia, basada en su experiencia y en su realidad.
El campo de la realidad no es, para evitar malentendidos, el campo del deseo. La realidad precede al deseo, pero puede ser interpretada de tantas formas que se confunden como si fueran lo mismo. Pero no puede ser el deseo mismo. Si fuese el deseo, los deseos adánicos estarían al mismo plano que los deseos ahogados de la humanidad periférica, como si fuesen conformados por las mismas exigencias. La realidad se encuentra en lo primigenio, en aquello que se conforma antes del lenguaje. Al no poder ver su rostro, como no podemos ver el rostro de un dios que no existe, el lenguaje intenta describir lo que no se percibe, como una sinfonía lógica que podemos asentir con la cabeza pero negar con el corazón.
La hermana entonces no buscaba ser su hermano, así como la mujer definida sufre el transexualismo del poder. Buscaba un parámetro que la guiara a trascender el esquema que comenzó todo. Fue en ese entonces que se encontró nuevamente con su hermano, el rey del mundo. Pero lo que encontró no fue a un ser galante en una carroza dorada, con mujeres desnudas como caballos tirando de ella con sus lomos. Encontró a otro tipo de hombre, uno muy parecido a ella. Encontró, por primera vez, a un hombre totalmente indefinido, que buscaba trascender las cadenas de la convención. Este hombre sabía que era Adán, no lo negaba, pero ese no era su nombre. Rechazaba ese nombre. Recordaba el nombre que le puso su madre, que no empezaba con A. Este es el nombre que usaba y al igual que la hermana, se sentía rodeado de tantos y tantos hombres que buscaban decirle quién era y cómo debía sentirse.
El hermano se sintió alegre de volver a encontrar a su hermana y ver que ahora de adultos se parecían mucho, no como en la niñez cuando el falo le estaba creciendo y le decían que debía utilizarlo. Ahora él sabe más que eso, y sabe que las monarquías cayeron hace tiempo.
La hermana estaba muy orgullosa de él, pero pensó que esto era absurdo, pues de la realidad no se puede uno enorgullecer. La realidad es lo que existe antes de que algo exista y le importa muy poco lo que la gente ha hecho con ella. Cuando eran pequeños , la hermana lo veía a él como todo aquello que ella quería ser, naciendo en ella las semillas del deseo frustrado de la adolescencia y la adultez. Pero ahora ella no le veía con ojos de envidia, sino con una mirada de añoranza como aquel que pierde su sombra y la encuentra.
Comenzó desde entonces esa relación diabólica e incestuosa que llamamos la humanidad real, la que se esconde detrás y debajo de las confusiones del poder y de aquellos que se hacen a sí mismos grandes para no sentirse pequeños.
A muchos les parece extraño, pero no lo es. Es una extrañeza extraña cuando se extraña lo que se es. Más extraño todavía cuando la realidad dormida se despierta y nos recuerda que nada es extraño. Sólo se percibe así. No hay fuerza que pueda contra lo que realmente es. Cuando la humanidad reaparece en todo su esplendor bisexual, aquello que fue construido con la mentira sólo puede temblar ante su presencia. No caerá de golpe, pues hay quienes se resisten al uso propio del lenguaje. Hay quienes prefieren, ya sea por beneficio propio, ignorancia o comodidad, hablar de la forma que hablan. Esto no parece problemático en sí mismo, hasta que el lenguaje nos comienza a dictar formas de vida, formas de pensar y formas de ser. Tampoco es problemático esto, pero sería mejor, tal vez, que en vez del lenguaje dictarnos, le dictásemos a él lo que nos exige la realidad.
No es fácil esta exigencia, cuando los estandartes de la irrealidad ondean bajo la luz del sol y crean sombras tales que ennegrecen el color.
Difícil no sería si no palidecieran las personas ante el sol y buscasen la primera sombra que encuentran. Hay algunos para quienes la sombra representa la comodidad, para otros el desinterés. Pero entre ellos hay hombres y hay mujeres, hay dominadores y dominadas. Cuando el sol se levanta y comienza a quemar, no es lo mismo el que busca la sombra para aliviarse, que el que es obligado a buscar la sombra porque no ve más remedio. Qué monstruosa mentira cuando el dominado es convencido que ante el sol sólo se puede buscar la sombra y no pasar un día en la playa.
Así ocurre en todos los órdenes de la humanidad frustrada, esa que se mantiene en el Vacío empujada desde las puertas del mundo hacia afuera. Para dejarla entrar, no se trata de dejar de empujar. Siempre habrán quienes empujen, quieran hacerlo o no. Querer y desear poca consecuencia tienen para lo que se hace. Al contrario, se debe manifestar la imagen de la verdadera humanidad, pues sólo ella puede hacer que el suelo se nos caiga por debajo de los pies para recordar que somos seres del aire, que el Vacío no significa nada y podemos volar sobre él sin miedo a desaparecer. Hemos inventado el Vacío y aunque existan, como siempre lo harán, aquellos que buscan usarlo de basurero cósmico, el desvelar de la realidad será el machete que muestre el camino. Esta vez, sin embargo, no necesitaremos dejar un rastro de sangre por si nos perdemos. Perdernos es parte de la premisa. Sólo se encuentra lo que se pierde y el sol es el mejor de los guías.
Una humanidad que no es temerosa ante los recursos que tiene, sabe que no hay hombre para la mujer que valga, ni mujer que valga para el hombre. Esa humanidad sabe que son una sola cosa, mezclada en el tiempo y que su unión no depende de géneros ni sexos, pues lo mismo será una mujer unida a un hombre, que una mujer unida a una mujer y un hombre a otro hombre. La indefinición destruye la diferencia adánica, no la diferencia real, porque esta, la real, es toda una unidad. Qué paradoja y qué extraño, le parecería a algunos. A mí no. Para mí, lo extraño es que la humanidad sea una sola cosa, cuando en realidad somos muchos.
Decíamos que el velo de la realidad esconde la unidad que tiene aquello separado por el lenguaje, la convención y el poder. Es en la identificación del hombre indefinido con la mujer indefinida que se encuentra el ser humano consigo mismo, pues la naturaleza los separa de manera superficial y no categórica. Esta es la llave del misterio del impulso anti-semántico, anti-natural, que permite que la dominación se manifieste desde el dominador y desde el dominado. Así como la presa es la llave para entender la relación entre el cazador y aquella, y el pobre la llave para la naturalización del rico y a paso la de ambos, así solamente desde la mujer se puede encontrar a la humanidad que siempre ha sido y será.