Florence Foster Jenkins
Dicen que el dinero lo puede todo y en esta amorosa película, en la que brilla el talento del elenco, vemos que puede ser verdad. Pero para conseguir algunas cosas hay que tener, además, pasión y amor por el objeto del deseo para que las cosas se den. Florence Foster Jenkins (Meryl Streep), personaje verídico (1869-1944), mantuvo el apellido de su primer marido y me parece que lo hizo por el ritmo que tiene, algo que hubiera perdido si hubiera usado el de su segundo marido, St. Claire Bayfield (Hugh Grant). Heredera de mucho dinero, huyó de su estado natal Pensilvania a la ciudad de Nueva York con su primer esposo. En su nuevo lugar fue creando una serie de sociedades privadas en las que participaba como la “primera actriz” de cuadros teatrales que con música de los grandes maestros de las salas sinfónicas y las óperas montaba con su segundo marido, quien antes había sido un actor shakesperiano.
Envuelta en trajes o disfraces fastuosos, y emperifollada con joyas hasta –literalmente- la coronilla, cantaba o actuaba ante un grupo de fieles amantes de lo que hacía. Desafortunadamente, a pesar de que cuando niña había tocado piano en Casa Blanca para el presidente (Rutherford B. Hayes) y era conocida como “Little Miss Foster”, Jenkins no podía cantar sin desafinar o violentar la melodía y el tempo. Sin embargo, su grupo de seguidores le era irremediablemente fiel porque su pasión por la música transcendía su ineficiencia como artista.
Su primer marido le había trasmitido sífilis, enfermedad, que tantas secuelas produce, y uno se pregunta cómo habría afectado sus capacidades físicas y mentales, incluyendo el control de los mensajes neurales que, además de las técnicas que tiene que adquirir una cantante, son esenciales para poder hacerlo bien.
Impulsada por su amor por la música esta mujer que padecía de un deseo de brillar con su arte tenía un maestro de canto (David Haig) de primer orden, un empresario (su marido) y un pianista llamado Cosmé McMoon (Simon Helberg) que la engañaban en cuanto a su talento, pero que la querían por su espontaneidad y, hay que admitirlo, su dinero. Ese era también el caso con algunos músicos famosos. En el filme se destaca Arturo Toscanini (John Kavanagh) ,quien quiere dinero para la producción de un concierto de Lilly Pons (Aida Garifulina). Jenkins era muy dadivosa y daba dinero para la música sin muchos titubeos.
Ya avanzada en edad decide que quiere volver a dar un concierto de canto, para lo que se está preparando con su maestro y su nuevo acompañante McMoon, a quien ha elegido de entre una serie de solicitantes que incluyen egresados de Julliard. En todo esto hay una crítica al oportunismo que rodea a famosos y ricos que sabemos que siempre ha existido. Los elogios falsos basados en la superficialidad de relaciones acomodaticias que pueblan sus vidas están a la vista en el filme.
Quienes han visto los avances saben que la voz de Lady Florence, como le gustaba que la llamaran, era atroz, a pesar de lo cual contaba con admiradores como Enrico Caruso y Cole Porter. Además, era adorada por parte de la “aristocracia” neoyorquina, tanto así que sus conciertos privados se vendían completamente.
Nicholas Martin ha escrito un buen guión que nos permite gozar de la excentricidad e incompetencia de Jenkins sin mofarnos de ella, más bien sufriendo junto a ella el pathos de su empeño. Además, Stephen Frears, quien dirigió “The Queen” (2006), “Philomena” (2013) y mi favorita entre sus películas, “Dangerous Liasons” (1998), maneja el material con una finura especial que hace tolerables las partes sentimentales hacia el final. Lo hace con una delicadeza que nos hace querer los personajes y nos ayuda a tener respeto por ellos.
La gran Meryl Streep está en su mejor forma y le imparte a lo que pudo haber sido mera caricatura unas emociones que nos ayudan a entender lo patético de un personaje enfermo física y tal vez mentalmente con una infección mortal, como lo era la sífilis en esos años. Su actuación es tan convincente que uno acepta las capas de algodón que le han añadido para que luzca gruesa y amorfa, y que ella usa como si fueran una extensión del patetismo del personaje. Uno logra imaginarse bastante bien lo que debe haber sido estar presente en un recital de la verdadera Jenkins y, para muchos tener que controlar la risa.
Hugh Grant es el marido que ha entrado a una relación que es ficticia (tiene una amante con quien también convive), pero al mismo tiempo nos trasmite el amor que tiene por su mujer y su propio amor por la música y lo que esta representa para ambos. Grant es el colmo de la elegancia y el “cool”, y se aprecia que haya vuelto a la pantalla con gran impacto tanto dramático como cómico. Además, está patente en la pantalla su legendario “charm”.
En el papel de McMoon, Simon Helberg, quien se ha hecho famoso por su papel en el programa televisivo “The Big Bang Theory”, tiene unas escenas en las que hace desaparecer a todos los demás que la comparten, incluyendo a la fenomenal Streep. En una escena muy tierna su personaje toca Chopin mientras Streep lava platos, y el trato que muestra el pianista al personaje sin talento es hecho con tanta delicadeza que nos convencemos del amor que le tiene a su mentora.
La película se desarrolla en 1944 de modo que el recital de Jenkins en Carnegie Hall, que tomó lugar en ese año, ocurrió después que Welles y Mankiewicz escribieran “Citizen Kane” (1941). De todos modos, a pesar de que siempre se ha dicho que el personaje de Susan Alexander Kane está basado en la actriz de cine y amante de William Randolph Hearst, Marion Davies, no me cabe duda ahora de que tiene mucho de Florence Foster Jenkins. La mujer de Kane es una soprano fracasada que sigue siendo impulsada por su marido a hacer un ridículo en una gira “artística” en las grandes ciudades de los Estados Unidos. Florence, que comparte parte de su nombre con Charles Foster Kane, es la incitadora de sus propias vergüenzas y, como Susan Kane, tiene también un maestro que sabe que no tiene posibilidades como cantante. Me parece casi imposible que Welles no supiera de la existencia de Jenkins, ya que era un “man about town” en el Manhattan de los años treinta. Asimismo, Mankiewicz debe haber sabido de ella. Si ese fue el caso, no en balde pudieron usar de forma visionaria lo que habría de ser una escena futura en la vida de Jenkins, y hacerla parte de su obra maestra. En su gran libro “The Citizen Kane Book” (1974), Pauline Kael no menciona a Jenkins, pero ella era una chica de California y, aunque vivió en Nueva York, no era el “bel canto” lo que le interesaba. Es evidencia del genio de Welles y Mankiewicz que en una escena de 3 o 4 minutos resumen la historia de Lady Florence. Los tramoyistas que están oyendo a Susan Alexander Kane cantar un aria nos dan un crítica sucinta de su talento: uno de ellos se tapa la nariz con dos dedos. Dijo Wilde que la vida imita el arte y, de muchas formas, Florence Foster Jenkins imita la vida ficticia de Susan Alexander Kane.
De todos modos, esta película que nos ocupa es graciosa, tierna, y contiene un ramillete de buenas actuaciones. No se la pierdan. Pasarán un par de horas agradables.