Futuro
A todos los maestros decididos a luchar
porque «la lucha es vida toda»
I
Es una historia verídica, como dicen los programas sensacionalistas en la televisión. Me la relató un testigo presencial en cuya veracidad y criterio confío tanto como en el propio. Me la contó como cuentan los niños qué pasó hoy en la escuela sin darse cuenta de la joya que constituía su relato. Me alegra haberla oído por teléfono. Quien narraba al otro lado de la línea no pudo verme llorar mientras le escuchaba. Lloraba de alegría, de admiración. Lloraba también de certeza.Voy por el mundo pensando que el futuro, a pesar del presente sin tregua, será mejor. A veces pienso que soy la única persona en el país que no solo lo piensa, sino que no lo duda ni un instante. Y sé también perfectamente cómo se renueva en mi diariamente esa idea aparentemente tan descabellada. Me la regalan sin querer y sin percibirlo los estudiantes con los que habitualmente interactúo en la universidad. No obstante, a pesar de esa convicción rara y risible de la que hasta mi hija adolescente se burla a veces con tono condescendiente, una que otra vez me topo con un pedacito resplandeciente de irrefutable evidencia. Entonces la certeza me abruma y me hace llorar. Les cuento la historia con los ligeros cambios que el medio exige y los parcos Bouncy Castle comentarios editoriales que resultan irresistibles.
II
Una maestra en su cuarta década de vida le explica a su pequeño grupo de estudiantes de secundaria por qué no participará en la lucha por la defensa de su retiro. «No creo en reinvindicaciones», les dice. «Los costos personales son muy altos. Y al final, no se logra nada.» Una estudiante con un tercio de la edad y cien veces las ganas le contesta: «Profesora, pero de qué costos nos habla. No se trata de una guerra. No le van a matar a nadie.» En su joven imaginación moral la vida, sobre todo la de alguien querido, es un costo personal a sopesar. Las hipotecas son abstracciones ingrávidas que no le parecen un obstáculo de suficiente peso. A pesar del ambiente nacional y del leit motif del muñocismo que lleva décadas machacándonos con el mantra del progreso, la maestra no utiliza la ocasión para hablar de las maltrechas finanzas públicas o privadas e insiste en la coloratura del miedo. De todos modos, Muñoz vive. Le cuenta a sus estudiantes de su participación en la huelga de la telefónica y reitera «que aquello sí fue una guerra». La estudiante que la interrumpió era una bebé entonces y no vio las imágenes televisadas de aquellas agresiones policiales. Ha visto otras, pero cree haber visto más. Conoce la historia de la lucha en contra de la Marina en Vieques. Sabe de los arrestos y encarcelamientos a cientos de desobedientes. Recuerda claramente las huelgas universitarias del cuatrienio pasado y a la fuerza de choque rodeando los muros de la Universidad. No confunde lo poco que sabe con una guerra. Se ha hecho una idea de lo que su maestra teme a fuerza de una corta vida de películas y documentales impuestos por el gusto político de sus padres. Sabe quien es Salvador Allende y quienes son y han sido Pepe Mujica y Dilma Rousseff. El argumento de la huelga de los maestros por su retiro como si se tratara de una «guerra» no la convence. El de la futilidad de toda lucha la indigna.
«Profesora,» responde, «¿no le parece triste que usted esté aquí diciéndole a un grupo de gente joven que no hay que luchar siquiera por ellos mismos? ¿Cómo nos van a pedir luego que seamos el futuro del país o que seamos solidarios con las demandas de los demás?» La maestra suelta el miedo como argumento y se escuda en un pragmatismo que la estudiante cree reconocer muy bien. Es una versión de la actitud recurrente de como país «somos tan chiquitos» y además «hay que pedir permiso» aunque sabemos que «no nos van a dejar.» La maestra insiste: «Vamos a perder». La estudiante responde con la fuerza de una intuición que podría ser la de Kant o la de Mandela: «Es que hay cosas que se hacen aunque uno crea que puede perder». Si tiene un poco de suerte alguien en la universidad le explicará a la estudiante que las acciones morales no son inequívocamente un cálculo de utilidad y que las luchas políticas tienen mucho de organización y estrategia y aún más de eventualidad. Por ello es que la sonrisa de Mandela es la encarnación de la frase que se le atribuye: parecerá imposible siempre hasta que se hace. Cuando pueda conversar con esos y otros muertos a lo mejor la estudiante no se sentirá tan sola como en ese salón lleno de gente.
«¡Ay mi’ja! No me digas que tú crees en el honor a lo Albizu.» Vuelan los fantasmas por el aula sin que nadie tenga edad para percibirlos. La estudiante no sabe lo suficiente de Albizu para entrar en una digresión sobre su concepto de honor. Intuye que para su maestra, como para generaciones Jumping Castle enteras, representa la futilidad del sacrificio. Ella solo siente en sus jóvenes huesos que la fatalidad no es la respuesta correcta ante la agresión. «Profesora», le explica evitando los lugares comunes de una historia que desconoce, «si mi compañero aquí al lado, que es mucho más grande que yo, me pega con suficiente fuerza a lo mejor me rompe un par de costillas. Sin embargo, usted puede estar segura que no voy a dejar de defenderme por miedo a que me mate. Si no me defiendo una parte de mí ya estará muerta. La habré matado yo.» El estudiante del ejemplo se siente aludido y responde: «Bueno, pero eso es valor y no hay que pedírselo a todo el mundo.» La estudiante asiente: «A todo el mundo no, solo a quienes dicen creer en algunas cosas, por ejemplo, en lo que es justo. ¿O es que ahora me va a decir la profesora que tampoco hay que creer al menos en la posibilidad de la justicia? Las ideas que uno hace propias tienen peso, comprometen a ciertas acciones que le son cónsonas. Si no, ¿qué puede significar creer en ellas? Si creemos que tenemos derecho a la vida, luchamos por ella. Si en la justicia, igual.»
La maestra y el grupo guardaron silencio. Allí, en esa aula, como en muchas, brotó el futuro.