Gentleman Jack: el hábito no hace al monje
1.
Uno piensa en la Revolución Francesa en los términos clásicos de “igualdad, fraternidad y libertad”, pero no que el primer sustantivo se refiera a género. Por supuesto, no se refería a eso cuando se acuñó la frase. Pero es curioso que con aquella revuelta se ayudó a liberar ciertos tabús que crecieron mucho antes. Según Foucault en The History of Sexuality, Volume 1: An introduction (Vinatge Books, NY 1980) luego de siglos de libertad sexual, en el siglo XVI surge la represión sexual junto al desarrollo del capitalismo. Con el capitalismo, el poder pasó a manos del rico y de la nueva burguesía y, con ellas, surgió el intento de controlar la forma de ser y actuar y, sí, de vestir. Hasta la revolución, las modas eran las suntuosas que asociamos con María Antonieta y Luis XVI, y que venían desde Luis XIV. El desdén por la nobleza trajo consigo un cambio de vestimenta: la ropa se hizo más simple, sorprendentemente, porque los franceses la percibían como parte de “la rusticidad de los ingleses”. No pasaron más de tres años para que los franceses acudieran a firmar el Tratado de Amiens (1802), en el que Inglaterra, más o menos, repensó el Reino del Terror y la Revolución, y reconoció la República Francesa. Durante su breve duración (un año) la paz que trajo el documento permitió que los ingleses acudieran en manadas a Paris a ver cómo vivían y vestían los parisinos. De hecho, después de Waterloo, las señoronas inglesas adoptaron el corsé, y su capacidad de empujar hacia arriba el busto, para formar ese borde de carne trémula que era parte de la apariencia en los grandes salones y las mansiones de esos años, y que conocemos a través del arte y las películas de “época”.
2.
No solo las mujeres sino los hombres alteraron su fisionomía con el cambio en la ropa y, con ello, surgió una nueva modalidad en su comportamiento. La adopción del pantalón por las nuevas clases regentes francesas —en solidaridad con las masas— fue rechazada de primera intención, pero la pieza resultó fácil de usar y atractiva, tanto para el que lo usaba como para los que admiraban al usador. El propulsor más importante del pantalón lo fue George “Beau” Brummell (1778-1840), representado en la pantalla por el elegantísimo actor Stewart Granger en 1954. Mas, como he adelantado, no fue solamente un cambio de moda. Ambos sexos comenzaron a admirar las cinturas finas, el pecho amplio del hombre o voluptuoso de la mujer, y la forma y largo de las piernas según el pantalón las delineaba. De hecho, como cuenta Paul Johnson en Birth of the Modern; HarperCollins Publishers, NY, 1991) Brummell le ponía una tira al ruedo del pantalón que iba entre el taco y la suela del zapato para hacer ver la pierna más larga. Con la influencia de una pieza que era capaz de atraer la atención de ambos sexos, se posibilitó que, públicamente, la mujer hiciera comentarios sobre el físico de un hombre sin arriesgar su reputación, y que un hombre pudiera comentar sobre la figura de otro sin temor de ser tachado como homosexual.
3.
Brummell también instituyó el uso de blanco y negro como dos de los colores más elegantes para la vestimenta de un hombre, algo que, como veremos, puede haber influido a Gentleman Jack; ciertamente su idea es el origen del frac y el esmoquin. Más importante, el dandy de la época georgiana, estableció otras reglas (algunas de las cuales rigen aún): un caballero se baña todos los días, no se embadurna el pelo con lociones aceitosas, se recorta y se afeita, hace ejercicio para mantener una buena figura, que es lo que permite que la ropa se vea elegante.
La mujer también comenzó a emanciparse desde el punto de vista de la moda. Temprano en el siglo XIX mujeres como Manuela Sáenz, la última amante de Simón Bolívar, vestían como hombre. Manuelita, como cariñosamente le decía Bolívar, cuando montaba a caballo, también vestía de hombre a sus dos esclavas y, como si no fuera suficiente, llevaba espada y pistola. Aunque entre otras mujeres que practicaban el travestismo había una connotación lésbica, no siempre ese era el caso. Lo sabemos porque la travesti más famosa de la época, Aurore Dupin, mejor conocida como George Sand, no lo era. La escritora se vestía de hombre, no por su orientación sexual ni sus inclinaciones amorosas (incluyendo a Prosper Mérimée, Alfred de Musset y Chopin) sino porque no tenía el suficiente capital para estar en “la corriente de la moda femenina” en Paris. Según fue pasando el tiempo, ya bien fuera por despecho o envidia literaria, algunos hombres trataron de difamarla diciendo que era lesbiana, pero no tuvieron éxito, ni hay prueba de tal cosa.
4.
En la cresta de la fama de George Sand, Anne Lister, quien nació en 1791, ya tenía 40 años y hacía mucho que había desdeñado la ropa de mujer: vestía de negro y usaba sombrero de copa como los hombres, y había embarcado en una lucha contra las convenciones sociales para tener la libertad de mantener relaciones con otras mujeres. Es posible que habría leído o escuchado las “reglas” de Brummell y que George Sand la haya visto en los jardines de Luxemburgo luciendo sus atuendos masculinos. Desde muy joven, su actitud y apariencia hombruna habían causado desasosiego entre los mayores que la conocían, y en su familia. Su primera experiencia sexual fue con una compañera, Eliza Raine, que fue enviada por las maestras a vivir con Anne en el ático de la escuela a donde fue desterrada por su familia. Las juntaron porque Eliza, que era mitad india y la hija ilegítima de un cirujano inglés, era considerada otra paria en la sociedad estructurada llena de reglas y prejuicios de Inglaterra, específicamente de York. Lejos de su natal Yorkshire, Anne ya había decidido que viviría como deseaba. Lanzadas juntas, las jóvenes de 15 años embarcaron en un apasionado affaire justo debajo de las narices de sus maestras.
En el programa televisivo de HBO esas aventuras tempranas de Lister no aparecen. Más bien entramos a su vida cuando ha sufrido el gran desengaño de ser abandonada por un gran amor, Marianne. En el programa ella explica que desde entonces ha vestido de negro (pero, como he dicho, la moda masculina tiene que haberla influido). Una especie de luto por el quebranto de un amor que, cuando lo explica el personaje, nos sobrecoge. Ya entonces, Lister (Suranne Jones) había comenzado a escribir un diario que compulsiva y detalladamente llevó toda su vida. Porque en él contaba sus múltiples encuentros sexuales y seducciones (era en la vida real más promiscua que lo que revela la miniserie), lo escribió en clave usando griego, el zodíaco, términos y formulas matemáticas y otros símbolos. Acumuló 26 volúmenes con detalles de los primeros testimonios que se conocen de la vida de una lesbiana. Los diarios son un documento histórico que incluye detalles de lo que ocurría en su país y los problemas de sus negocios. Los diarios sirvieron para escribir el guion de la miniserie y para comprobar la brillantez de quien lo escribió.
En la serie, gracias a la actuación superlativa de Suranne Jones se “comprueba” lo que muchos comentaban sobre Anne. Era fascinante, brillante, amorosa (si no la fastidiaban), buena negociante y, dentro de los cánones de vida de su época, dadivosa con sus empleados y sus familias, y con la suya. Pero lo más que llama la atención en el desarrollo de la trama es que su nuevo amor, Ann Walker (Sophie Rundle, que aparenta ser un pajarito indefenso), a quien, como a Marianne, también le propone matrimonio, tiene pesadillas de que van a ser ahorcadas o quemadas en la hoguera.
En esa época (y hasta bastante entrado el sigo XX) las relaciones sexuales entre hombres eran un delito serio en Inglaterra, probablemente en parte por la confusión de incluir en la ley la pedofilia como “una expresión homosexual entre un hombre y un niño menor de once años” (A History of Private Life; Part IV. Michelle Perrot, Editor; The Belknap Press of Harvard University, 1990, p. 642). Se debe entender que el término “homosexual” no existió hasta 1808 y que tardó en ser claramente definido. Sin embargo, las relaciones sexuales entre mujeres eran “impensables” y no estaban sujetas a ser castigadas por la ley. Esa tensión que se interpone como una pared entre el amor de Anne por Ann y su felicidad, y que ha sido fabricada por la falta de entendimiento y el prejuicio, es lo que ambas tienen que sobrepasar para ser felices.
5.
Ann Lister es una líder en la libertad humana de amar a quien uno quiera. En cierto sentido, ya que no se reconocía así en su época, fue la primera “lesbiana pública”. El término “lesbiana” no evolucionó hasta el siglo XX pues, como dije, era impensable y se consideraba una aflicción mental. Pero Ann amaba las mujeres —lo dice en su diario muchas veces, llena de júbilo— y no le importaba que le llamaran Gentleman Jack detrás de sus espaldas, que le dijeran “hombre” cuando pasaba por la calle, ni que pensaran en ella como una “aberración”. Su determinación férrea de casarse con la mujer que amaba la convierte en pionera del matrimonio entre iguales. Aunque el suyo con Anne Walker fue simbólico, tomó lugar en una iglesia siguiendo las pautas impuestas por el hombre (sí, el hombre) de jurarse fidelidad y amor imperecedero “en presencia de Dios” y duró hasta su muerte.
Curiosamente, por lo menos en la miniserie (y presumimos que fue casi así en realidad) en vez de blanco, en su boda iba de negro riguroso y, a su lado, además de su futura pareja, estaba su negro sombrero de copa. A la boda de Marianne, también asistió vestida de negro con una gran pluma de avestruz del mismo color en su sombrero, que le da un aspecto de cuervo en busca de fruta a la actriz Suranne Jones, quien, no solo se ve perfecta en esas ropas, sino que refleja en su rostro el luto de ver a su amada caer en la trampa de la “prostitución legal”, como llamaba al matrimonio arreglado a base de fortuna y posición social. El diseño de los atuendos en la serie fueron logrados por Tom Pyne luego de extensa e intensa investigación. El de la boda de Marianne es un invento de él para la serie y está basado en un cuadro de Ingres de la reina de Nápoles. Ya que hay pocas imágenes de Lister, usó grabados y pinturas (cuadros) de la época, descripciones que hizo Ann en su diario (donde las palabras corsé y enaguas, aparecen con frecuencia) y admite, que exageró el tamaño del sombrero. Cuando se lo puso a la actriz se dio cuenta que era lo que tenía que usar para enfatizar su altivez, la fuerza de su carácter, y su arrojo social. Como la serie cubre los años de 1832 al 1834, no pudo usar imágenes mucho más tardías pues, en 1837 subió al trono la reina Victoria y con ella llegaron cambios en el vestir, decir y pensar en la nación inglesa.
6.
En la reciente y estupenda exhibición sobre “Camp” del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, basada en el ensayo de Sontag e influenciada, a través de ella, por Oscar Wilde, vi que la influencia de Anne Lister sobrevivió su muerte y la época victoriana. Anne Lister era bastante “camp”. No cabe duda que su panache lo era, y que su actitud de desafío lo enfatizaba. Si usamos las ideas de Susan Sontag en su famoso ensayo Notes on “Camp”, Lister cabía en su concepción del término perfectamente:
“Camp se basa en una verdad del gusto en su mayoría no reconocida: la forma más refinada de atractivo sexual (así como la forma más refinada de placer sexual) consiste en ir contra el grano de nuestro sexo. Lo que es más bello en los hombres viriles es algo femenino; Lo más hermoso en mujeres femeninas es algo masculino.”
Pero Lister también lo expandía ya que lo masculino en ella era lo que la hacía atractiva —muchas veces irresistible— a su propio sexo. Además, como dijo también Sontag, el gusto por lo andrógino del “camp” es algo que parece bastante diferente pero no lo es: es un gusto por la exageración de las características sexuales y los gestos de la personalidad. Suranne Jones ha desarrollado esos gestos. Incluyen su andar, los movimientos de las manos, cómo se baja de un coche antes de que su criado corra a ayudarla, su manejo del bastón, cómo se enfrenta a hombres que la menosprecian física e intelectualmente. Ese conjunto, enfatiza que ella (su personaje) es la manifestación absoluta del ser masculino que habita su cuerpo.
7.
Lo que sorprende de la exhibición en el Met es que Lister no aparece en ella. En 1964, cuando se publicó Notes on “Camp” no se sabía de sus diarios, que no vieron la luz hasta que Helena Whitbread publicó dos volúmenes, en 1988 y 1992. Su naturaleza gráfica hizo pensar que no eran auténticos y más bien constituían un engaño literario, pero su autenticidad se ha corroborado. Dudo que Sontag no estuviera consciente de ellos, pero había pasado mucho tiempo desde su escrito. Los curadores del Met decidieron ceñirse al ensayo, pero dudo que quienes han visto el programa de HBO, no piensen que por allí ronda la presencia de Anne Lister, junto al reinado de Luis XIV, Oscar Wilde y los modistos del siglo XX.