Gerónimo y Garibaldi
Un hombre cansado y de gruesos lentes se baja del autobús que lo deja cada noche cerca de su casa al salir de la fábrica Mercedes Benz donde trabaja. Como siempre, son aproximadamente las 8:00 pm. Tiene aun que recorrer un pequeño tramo antes de llegar a la calle Garibaldi donde lo espera su mujer y sus hijos. A escasos metros de la parada un puñado de hombres se arremolina en torno a un auto que parece averiado. El transeúnte cansado pasa. El hombre que está en el asiento del conductor intenta encender el motor del auto. El ruido ensordecedor ahoga los gritos del transeúnte cuando es lanzado dentro del vehículo. Salen sin encontrar obstáculos. Una semana más tarde, el sujeto secuestrado que no volverá a su casa, aborda un avión de la aerolínea israelita El Al. Está drogado y disfrazado de sobrecargo. Los hombres que aparentan ayudarle lo excusan diciendo que se pasó de copas. Vuelan en primera clase con destino a Tel Aviv. Al aterrizar, la Mossad está a punto de concluir el operativo «Garibaldi» cuyo objetivo era identificar, capturar y presentar ante una corte israelita a Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS a cargo de la sección IV B 4 de la Oficina Central de Seguridad del Reich, dedicada a los «asuntos judíos» durante el gobierno nazi en Alemania.
El 11 de abril del 1961, hace poco más de medio siglo, comenzó el juicio contra el encargado de la logística del Holocausto. Algunos colegas y algunos partes de prensa internacional nos lo han recordado. La fecha ha sido ocasión de varias primicias. Yad Vashem, la Autoridad Nacional para el Recuerdo de los Mártires y Héroes del Holocausto, en colaboración con los Archivos Estatales de Israel, colocó doscientas horas del famoso juicio en un canal especializado de Youtube. Antes de un mes ya había recibido más de 87,000 visitas. En Berlín ha abierto una exposición fotográfica conmemorativa: «Enfrentando la justicia: el juicio de Adolf Eichmann». La exposición, hasta el 18 de septiembre, está albergada en el Centro de Documentación ‘Topografía del Terror’, localizado en las antiguas oficinas en Berlín de la Gestapo, las SS y la Oficina Central de Seguridad del Reich. Incluye, a modo de instalación, la urna de cristal a prueba de balas que protegió a Eichmann durante el largo juicio.
Uno de los objetivos de esta exposición es matizar la metáfora con la que Hannah Arendt se refiere a Eichmann: a cog in the machine, una «rueda dentada» en la máquina demoledora de carne del régimen nazi. La exposición de Berlín intenta retar esa versión de Eichmann que lo representa anclado a un escritorio y alejado tanto intelectual como físicamente de los horrendos crímenes en los que participó. Un mapa en la exposición resalta sus viajes de «negocio» a Auschwitz, Sobibor y Treblinka. Eichmann podía haber sido solo una pieza, pero se trataba de un peón en un juego de ajedrez, una pieza con libertad de movimiento, capaz de haber traspasado sus propios umbrales y haberse mirado en los ojos de las víctimas de la empresa de la cual era parte.Sigue sin cuestionarse el que Eichmann fuera un funcionario puntilloso. Supervisó con diligente eficacia la puesta en marcha de la llamada «solución final» y sólo una vez no envió un tren lleno de detenidos directamente a su lugar de exterminio. Tan inusual fue el desliz que sus superiores le defendieron. Como le correspondía por su cargo, fue él quien envió las invitaciones y sirvió de secretario en la infame Conferencia Wansee, en la hermosa mansión a orillas del lago en Berlín donde se discutieron los lineamientos de la «solución final» y que Eichmann recordaba como el primer momento en el que alternaba socialmente con toda aquella gente. En su defensa, sin embargo, sostuvo que era aquella misma gente quienes decidieron por todos el Holocausto. Entre ellos, sus superiores, el Reichsfuehrer, Heinrich Himmler; el temido Reinhardt Heydrich y, claro está, el propio Hitler.
Lejos de ser una tabla salvavidas, la madera del escritorio de burócrata de Eichmann pesó como una piedra al cuello en el juicio que enfrentó hace medio siglo. Ninguno de sus superiores inmediatos compareció a ningún tribunal por los crímenes con los que Eichmann se enfrentó después de más de una década siendo Ricardo Klement, vecino de la calle Garibaldi en el barrio bonaerense de San Fernando. La resistencia checa asesinó en Praga a Heydrich pocos meses después de que anunciara en Wansee el genocidio sistemático que el régimen nazi pondría en marcha. Himmler fue apresado en Alemania al final de la guerra tratando de escapar con papeles falsos. Fue entregado a un alto oficial de la inteligencia británica para ser interrogado y murió sin hacer declaración alguna tras morder una cápsula de cianuro que llevaba. Curiosamente, en febrero de este año la agencia de noticias EFE anunció que la foto que tomaron los captores británicos de su cadáver iba a ser subastada por la casa inglesa Dreweatt junto a una fotocopia de la declaración del oficial a cargo del importantísimo prisionero de guerra. No hace falta narrar las últimas horas del Füehrer.
Fue Eichmann, el menos importante de ellos, el de las invitaciones y las actas, el eterno advenedizo, el que sorprendió a todos los que le escucharon testificar con su absolutamente humana mediocridad, el que compareció ante un tribunal israelita por los crímenes contra los judíos. Como en los juicios de Nuremberg, la defensa de Eichmann la pagó el estado que enjuiciaba. Parece haber evidencia, no obstante, que el gobierno alemán hizo gestiones para asumir el gasto, una de las muchas iniciativas conducentes a controlar las posibles repercusiones negativas a las que podía verse expuesto por las declaraciones de Eichmann durante el juicio. En una serie de artículos recientemente publicados por Klaus Wiegrefe en Der Spiegel, («A triumph of justice: on the trail of Holocaust organizer Adolf Eichmann«, marzo 31, 2011 y «The long road to Eichmann’s arrest: a nazi war criminal’s life in Argentina«, abril 1, 2011), se reseña con cuidado las medidas tomadas por el gobierno de Konrad Adenauer para asegurarse que la atención del mundo, y en particular la de Israel, se centrara exclusivamente sobre el detenido y no indagase sobre los colaboradores nazis que ocupaban diversas posiciones en el gobierno alemán de la pos-guerra, alguno de ellos en las más altas esferas políticas. Entre las estrategias de relaciones públicas y control de daños se incluyeron 240 millones de marcos otorgados en ayuda militar al gobierno de Israel en agosto de 1962. Ni hablar, por tanto, de la posibilidad de haber utilizado la ocasión para indagar acerca del paradero de los 200,000 perpetradores alemanes que, según el historiador israelí Saül Friedlander (Nazi Germany and the Jews, the years of extermination, 2007) fueron directamente responsables de actos criminales. Eichmann cargó con el peso judicial de un crimen colectivo. A nadie sorprendió que fuera hallado culpable en diciembre del mismo año en el que comenzó el juicio y sentenciado a morir ahorcado el verano siguiente, sólo un par de meses antes que los alemanes contribuyeran tan generosamente a la defensa del territorio de Israel. Sus cenizas fueron esparcidas en el Mediterráneo, fuera de las aguas territoriales del Estado de Israel, sin más ceremonia que la presencia de algunos supervivientes del Holocausto.
Eichmann nunca claudicó en representar sus acciones como acciones de estado. Según una entrevista que le concedió a un reportero nazi en los años de su clandestinaje en Alemania y publicada en Life, a pesar de los esfuerzos del gobierno alemán por evitarlo, consideraba a sus camaradas enjuiciados en Nuremberg como traidores y se identificaba a sí mismo como un idealista que no tenía de qué arrepentirse. Advertida de la seducción de este razonamiento que le permitía a Eichmann defenderse de las acusaciones criminales, con la distancia y la oficialidad que le conferían rango, título y escritorio, la Carta del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg, constituido al finalizar la Segunda Guerra mundial, establecía que el orden en la jerarquía que ocuparan los detenidos, fueran estos oficiales de gobierno o aun Jefes de Estado juramentados en el deber de defender a sus ciudadanos, no los liberaba de la responsabilidad moral individual ante las víctimas, ni servía para mitigar las condenas en caso de ser hallados culpables. El artículo 8 de la misma Carta especifica que no se tomaría en cuenta el hecho que las acciones bajo juicio respondieran a las órdenes de un superior puesto que esto no libraba a ningún acusado de responsabilidad individual. A lo sumo, podría considerarse un atenuante en caso que el Tribunal determinara que así lo requería la justicia. Eichmann mostró una sorprendente consistencia pública. Se dice que sus últimas palabras fueron: «Tuve que obedecer las órdenes de la guerra y mi bandera. Estoy listo”.
Con esas palabras, banas según el juicio moral de los vencedores, se cerró el proceso judicial contra el responsable de la logística del «crimen del siglo», durante el siglo que Badiou ha caracterizado, precisamente, como «el siglo del crimen». Si fallido fue el evento jurídico por poner en culposos, pero endebles hombros lo que debía distribuirse entre muchos hombres, el juicio moral admitió de unas sutilezas sorprendentes e inapelables. Quien hiciera de la arcilla frágil de Eichmann un caso de estudio excepcional fue la filósofa judía Hannah Arendt, nacida el mismo año del acusado y expatriada por la persecución desatada por hombres y mujeres como el acusado. Arendt, quien gozaba ya de cierto prestigio por su análisis del totalitarismo, asistió al juicio contra Eichmann y publicó un reportaje en The New Yorker que fue posteriormente ampliado en su conocido libro Eichmann in Jerusalem (1963). Para Arendt, la estrategia de la fiscalía, manipulada por influencias políticas internas y externas, oscureció los aspectos más reveladores del juicio. Lejos de ser un monstruo Eichmann era el paradigma de un sujeto cada vez más común: una mezcla de grandes cantidades de interés propio, loable dedicación y una alarmante estrechez de miras morales. Como muchos otros, Eichmann, cumplió órdenes, con asco o sin él, con convicción o sin ella, pero en este hecho no radicaba ni el origen del mal ni la posibilidad de absolución. Lo que condenaba a Eichmann, como a muchos otros, fue el que sus acciones, más que las de un hombre de estado fueron las acciones de un ser irreflexivamente social.
Esa irreflexibilidad, cultivada por mil artimañas personales y colectivas, permitió la monumentalidad del Holocausto. El intento de contestar cómo fue éste posible, qué explica la corriente humanidad de Eichmann vis à vis la escala de su complicidad, constituyen una invitación permanente a desmontar cualquier atrocidad en cientos de miles de acciones individuales aparentemente banales cuando se consideran en sí mismas, cuando se contemplan desde la perspectiva irreflexiva del individuo que las realiza. Fugaces, inconexas, cotidianas, bien intencionadas, diligentes, escurridizas: así percibe sus acciones el hombre que no ha sido condenado a muerte. Trágicamente, toda la reflexión ética occidental privilegia precisamente la mirada del hombre actuante sobre su propia acción, sin darle voz a la víctima (potencial) de la misma. Arendt llama banal al mal desde esta perspectiva sancionada por siglos de reflexión. Ningún sello, ninguna firma, ningún gesto podía calificarse como tal desde la mirada del que puede ser sentenciado a muerte por uno de ellos. Quizás la mejor ética esté aun por hacerse: desde la indefensión de la víctima y no desde la potencia y el ánimo del actuante.
La capacidad de reconocer los sutiles contornos de esta responsabilidad pixelada no implica la anulación de la responsabilidad individual de nadie. Todo lo contrario. Acentúa la dimensión moral del individualismo liberal denegándonos para siempre el argumento de que actuamos según «lo que se esperaba de nosotros» o peor aún, como mero apéndice de una voluntad ajena o difusa. La reflexión moral pos Eichmann, y pos Arendt nos conduce a enfrentar la pregunta sobre el drama colectivo del que somos parte. Lo terrible de esa invitación filosófica es la sospecha, como la fraseaba Howard Zinn, de que ninguno de nosotros puede ser neutral en un tren en movimiento. La primera pregunta moral a la que nos invita la reflexión moral después del juicio de Eichmann es: hacia dónde vamos. La segunda sería: ¿quiero ir? La tercera nos solicita considerar cómo enfrentar las consecuencias, entre las que se encuentra siempre la mirada del otro.
II A modo de codaHoy domingo 8 de mayo del 2011, los artículos de opinión del New York Times se dedican a dar explicaciones. Intentan explicar porqué los jóvenes celebraron frente a Casa Blanca el asesinato de Bin Laden (Haidt, «Why we celebrate a killing«), porqué no hay razón para sentirse mal (Dowd, «Killing evil doesn’t make us evil«), porqué la ley islámica permite apresuradas y múltiples sepulturas marítimas (Halevi, «Watery graves, murky law«) y porqué, después de todo, no hay porqué angustiarse tanto (Kepel, «Bin Laden was dead already«). Lo que nadie explica hoy es porqué hay tantas explicaciones. A juzgar por las celebraciones, las encuestas de popularidad de Obama y los comentarios de nuestro Secretario de Estado y de la señora notario que ocupa el puesto de primera dama, la Operación Gerónimo fue todo un éxito. ¡BBC Mundo hasta la comparó con la Garibaldi! Dowd le confirió un toque libidinal. La llamó un bienvenido «display of effortless macho.» Hasta las focas (SEALS) van ya en camino a la Casa Blanca.
Medio siglo, sin embargo, no pasa en vano. Ante la atrocidad no podemos recuperar nuestra inocencia colectiva buscando y matando al malo. Perdemos la ocasión de rectificar lo equívoco del juicio de Eichmann. Tal vez por eso nos lo saltamos. Demasiado quaint eso de la evidencia, los interrogatorios, los testigos. Ahora las preguntas las hacemos nosotros. Al gobierno de Pakistán, a los vecinos del barrio. Lo de Eichmann nos resulta muy complicado. Mejor hacer de la vida moral una película de Batman. Como en toda película taquillera, nos han asegurado una secuela. El archienemigo estará muerto, pero recórcholis, la paz no volverá a Ciudad Gótica. Por eso, en la única foto que nos mostraron esta vez, el Presidente le ha cedido su puesto a Marshall B. Webb, Jefe del Comando Conjunto de Operaciones Especiales. Obama mira como un chiquillo ansioso desde el filo de un asiento ajeno. Al menos sabemos a quien le ha cedido la silla, quien reza el rosario y quien sufre de alergias. Peor para todos. La primavera aún no ha comenzado.