Guernica o la mostración incómoda
Era la tarde del 5 de febrero de 2003. El general Colin Powell, por entonces Secretario de Estado estadounidense, se presentó firme y locuaz ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Su objetivo era denunciar ante la ONU que el gobierno de Irak no había cumplido los requerimientos de seguridad impuestos por la organización, que tenía armas secretas y, por ello, justificaba la invasión inmediata del territorio iraquí. El protocolo observa que, tras la comparecencia, los ponentes deben conceder una rueda de prensa ante las cámaras en una sala preparada a tal efecto. El azar le jugó una mala pasada al general, pues la pared de fondo está decorada con un tapiz del Guernica de Picasso donado por los herederos de Nelson Rockefeller en 1985. Días antes de la comparecencia de Powell, la réplica fue ocultada temporeramente tras una tupida cortina azul. Las fuentes oficiales lo justificaron en términos de fotogenia sin dar demasiadas explicaciones: el color ultramar de la tela entonaba mucho mejor en televisión.
Esta no era la primera ocasión, sin embargo, en que el Guernica se convertía en objeto de mostración incómoda. De hecho, la ha experimentado en la mayor parte de su historia, apenas desde el momento en que Picasso lo sacó de su estudio parisino de Les Grands Augustins para exponerlo en el Pabellón de la República española en la Exposición internacional de París de 1937. Tras el peregrinaje por distintas ciudades europeas, el autor decidió dejarlo en préstamo indefinido al MoMA hasta que en España se instaurase un régimen democrático. Allí se quedó en un exilio impuesto en el que pudieron disfrutar directamente de ella los jóvenes artistas del expresionismo abstracto. Y allí estuvo expuesta sin demasiados sobresaltos, con excepción de su uso como telón de fondo para una de las intervenciones político-artísticas de la Art Workers’ Coalition (AWC), que en 1970 mostró fotografías de la crueldad bélica en Vietnam delante del cuadro, y de la oportunista acción vandálica del futuro galerista de Keith Haring, Tony Shafrazi, que en 1974 se sintió impulsado al uso del spray para criticar presumiblemente la política estadounidense cuando, en realidad, lo que buscaba era la autopromoción.
La urna
Siete años más tarde (ahora se cumplen tres décadas y por ello se suceden en Madrid varias actividades conmemorativas), el lienzo llegaba a una España deseosa de soltar lastre con su pasado. El acontecimiento tuvo dimensiones épicas. Hasta entonces, el cuadro presidía como un emblema totémico los hogares de muchos españoles, un afiche colgado en la pared que dejaba patente la clandestinidad ideológica de su propietario. Era, además, un objeto nostálgico que conjuraba un doble sentimiento de pérdida: el de la obra en sí y el de la derrota del legítimo gobierno republicano. Todo eso cambió con su llegada en 1981, pues así se recuperaba materialmente un artefacto preñado de libertad, trofeo de la recién estrenada democracia.
Pero el regreso del exilio no impidió la exhibición parcial del Guernica. Por evitar actos vandálicos de origen psicológico o político, durante la década en que estuvo expuesto en el Casón del Buen Retiro (dependiente del Museo del Prado), se le protegió con una urna trapezoidal de gruesos marcos metálicos y cristales blindados, además de la custodia permanente de una pareja de guardias civiles armados con metralletas. Huelga decir que antes de acceder a la sala era obligado pasar un control de seguridad y un detector de metales. Esta parafernalia ampliaba con contundencia el fetichismo del cuadro desde lo político hacia lo cultual: la bandera de España en uno de los laterales y la presencia de los guardias civiles provocaban la lectura de la instalación como si fuera la capilla ardiente de una celebridad o, en términos más religiosos, la representación laica de Cristo en el sepulcro vigilado por los soldados romanos.
Así pues, el público debía observar el tormento de los personajes desde una solemne lejanía (la que separaba el cuadro de la urna, sumada a la de ésta y la distancia de seguridad establecida por los guardias), de modo que era imposible acabar engullido por el enorme espacio compositivo y, como consecuencia de ello, empatizar con el asunto del cuadro. A veces he llegado a pensar que el vidrio antibalas y los guardias civiles en realidad nos protegían a nosotros del contacto total con la obra, como si aún no estuviéramos preparados para contemplarla a pecho descubierto. Podíamos ver a los personajes, pero no podíamos escuchar sus gritos. Y la bombilla-sol que los fosilizaba desde arriba, metáfora de las bombas que cayeron sobre la localidad vasca en un día de mercado, estaba demasiado lejos para poder intuir su calor mortífero.
A ello cabe añadir un detalle que muchas veces ha pasado inadvertido. Es obvio que la elección del Casón como espacio expositivo del Guernica había respondido a razones de seguridad, pero en términos museológicos no pudo haber sido más inadecuada. Si ya resultaba difícil mantener la vista clavada ante una tragedia muda contemplada a distancia, la tarea era apenas posible cuando desde arriba llamaban nuestra atención los colores jugosos de la bóveda pintada por Luca Giordano. Y con ello se producía un efecto que nos colocaba en una posición éticamente incómoda; debíamos debatirnos entre sufrir las atrocidades del infierno con los habitantes pétreos de una república en blanco y negro, o gozar en un cielo monárquico con los personajes voluptuosamente etéreos pintados en technicolor. En realidad esa desazón carecía de sentido, porque todo lo sólido se desvanece en el aire.
La vitrina
En julio de 1992, el cuadro sufrió una peregrinación más (la última por el momento) para ser instalada en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. A fin de mantener el nivel de protección y seguridad necesarios, se habilitó una sala del museo que quedaba aislada en uno de los espacios laterales de la segunda planta. Familiarmente se la conocía como el grano debido a su aspecto de ábside cuadrado, lo cual permitía cerrar la entrada estrecha completamente con un vidrio plano, amortiguando así el efecto inquietante de la urna trapezoidal.
A los responsables del cambio, influidos quizá por el pensamiento posmoderno, les pareció que era ya el momento de sustituir la metáfora del fetiche político y deslizarla hacia el terreno del simulacro. Como detalle innovador, pero funesto para la contemplación de un original, se ocultó el bastidor detrás de una moldura con el fin de evitar las sombras proyectadas en la parte inferior del cuadro. Con ello a mí siempre me dio la impresión de que no estaba viendo el Guernica sino su proyección desmaterializada. En su instalación previa, la presencia contundente de los guardias civiles reforzaba la naturaleza del objeto como original al quedar investido con un aura política y cultual. Sin embargo, su sustitución por los celadores taciturnos en el Reina Sofía me hacía pensar que aquello que estaba ante mis ojos bien pudiera ser una reproducción o una fantasmagoría de sí misma.
Y esto no era todo. En otro juego posmoderno igual de perverso, la visión de la obra como simulacro solo podía resolverse por la vía de su transformación en mercancía, porque el cristal blindado parecía el colosal escaparate de unos grandes almacenes que anticipaba lo verdaderamente importante: la venta del souvenirs con su imagen en la tienda del museo. A la manera de Roland Barthes, dábamos fe de que el referente debía existir (y que lo habíamos visto en “el grano“) al comprobar el despliegue de su imagen fotográfica reproducida en tarjetas postales, cuadernos de notas o magnetos de neveras. Paradójicamente, recuperaba su materialidad gracias a su multiplicación como réplica aprehensible. Sobre este axioma parecía sustentarse también un número especial de la revista Poesía publicado un año después de su traslado al Reina Sofía: todas sus páginas eran un facsímil del cuadro a tamaño real, troceado en 532 fragmentos y acompañado de un manual de instrucciones para su correcta recomposición (si bien me consta que más de un comprador abandonó el manual, decidió encomendarse a Jacques Derrida y logró como recompensa un Guernica deconstruido).Sin cristal, al fin
Desde 1995 el Guernica se expone sin vidrio protector, tal como lo había concebido Picasso. Su mostración directa posibilita algo fundamental en toda pintura pero imperceptible hasta ese momento: somos capaces de comprobar la materialidad de su superficie mate, que el artista persiguió con obstinación y que logró con éxito usando pintura vinílica industrial. Por otra parte, los curadores han tenido el ingenio de colgar el lienzo muy próximo al suelo (siguiendo la directriz de los responsables del Pabellón de 1937); su proximidad y dimensiones monumentales acaban por devorar todo nuestro campo visual. Como resultado de ello, podemos ser arrastrados hacia el interior de la pesadilla con la fuerza centrípeta de un agujero negro.
Pese a todo lo anterior, algunos visitantes afirman que el Guernica les deja indiferentes. No hay peor ciego que el que no quiere ver.