Hacia el fin de la «guerra contra las drogas»
The enumeration in the Constitution, of certain rights,
shall not be construed to deny or disparage others retained by the people.
-Amendment IX, U.S Constitution (1791)
La enumeración de derechos que antecede no se entenderá
en forma restrictiva ni supone la exclusión de otros derechos
pertenecientes al pueblo en una democracia,
y no mencionados específicamente.
-Art. II, Secc.19, Constitución del E.L.A de PR (1952)
El Estado de ley puertorriqueño está obligado jurídicamente a ceñir sus prácticas de gobernabilidad y respectivas legislaciones reguladoras y penales dentro de los parámetros ideológicos, principios éticos y derechos políticos constitucionales (explícitos e implícitos), en consonancia con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y conforme a los preceptos imperativos del derecho constitucional estadounidense. La finalidad expresa en nuestro texto constitucional es “…promover el bienestar general y asegurar para nosotros y nuestra posteridad el goce cabal de los derechos humanos…”, a los que “…el orden político está subordinado…”. Partiendo de esta premisa, podemos afirmar que en las sociedades democráticas ninguna ley puede o debe contradecirlos o vulnerarlos; y que no consentimos que las autoridades del gobierno (ejecutiva, judicial y legislativa) se excedan en el ejercicio de los poderes delegados. Por eso exigimos transparencia en su administración y condenamos cualquier ejecutoria que desvirtúe su encargo político constitucional.
Sin embargo, advertimos serias contradicciones en nuestro ordenamiento jurídico penal. La relativa inefectividad e impotencia de las instituciones penales para concertar sus objetivos disuasivos, ejemplarizantes y correccionales, no son de naturaleza económica o gerencial. Las causales de esta condición residen en las propias leyes que definen sus objetivos y asignan sus funciones. Desde una perspectiva histórica, podemos corroborar que la Asamblea Legislativa se ha excedido en su encargo político constitucional, y la imaginería represora y punitiva que predomina en la cultura jurídica insular se ha impuesto casi de manera irrestricta y paradójica, moldeando una parte sustancial del imperio de la Ley contra principios constitucionales y derechos humanos, algunos expresados literalmente en el texto de la Ley, otros implícitos en el espíritu democrático de nuestro pueblo.
La aceptación irreflexiva y el plagio de legislaciones federales inconsistentes y contradictorias con los principios y derechos humanos agrava la situación. La reproducción acrítica de la política prohibicionista estadounidense, con el alegado objetivo de prevenir, controlar y reducir la incidencia criminal, es ejemplar al respecto. La criminalización de la ciudadanía usuaria de drogas ilegalizadas por el gobierno federal1 fue copiada al pie de la letra,2 al margen de la realidad cultural y social en la isla, sin reservas críticas ni análisis sobre sus contenidos e implicaciones. Todavía hoy retiene vigencia y fuerza de ley a pesar de sus anacronismos e incoherencias teóricas y desvirtuada utilidad social. Hasta la fecha y durante décadas, se ha drenando gran parte del erario público para financiar la “guerra contra las drogas”, a pesar de que se ha probado reiteradamente que el modelo ha fracasado y que, en última instancia, genera más problemas (económicos y psico-sociales) que los que pretende resolver.
La clave teórica para comprender la problemática en ciernes es la siguiente: la ley hace el delito. La racionalidad penal que la apareja constituye un dilema ético y un problema político permanente y no debemos obviarlo. A todas luces, la legislación prohibicionista es inconstitucional. Sus prácticas represoras y penales constituyen modalidades de intromisión estatal indebida sobre la vida privada e íntima de la ciudadanía; sus fundamentos son incongruentes y contradictorios con los principios éticos/políticos de los derechos constitucionales; y sus prácticas punitivas constituyen invariablemente castigos crueles, aunque se pretenda encubrir su violencia bajo el eufemismo de la seguridad ciudadana y la rehabilitación del condenado, aprisionado injustamente, multado o forzado a someterse a programas fraudulentos de modificación de personalidad (psiquiátricos o religiosos).3
La racionalidad prohibicionista y punitiva de la “ley de sustancias controladas” tipifica “delitos sin víctimas” y castiga severamente al ciudadano sentenciado, en menosprecio de su singularidad existencial y en desprecio de su derecho inalienable e irreducible: el de disponer libremente sobre su propio cuerpo. Es decir, vivir cada cual su propia vida sin coerciones arbitrarias, acosos y asechos irrazonables por parte del Estado. Toda legislación penal que transgreda este principio representa un abuso de autoridad y constituye invariablemente una violación a la dignidad humana. Todo castigo en su nombre es un acto de crueldad.
La salud del ciudadano no puede ser pretexto justificador de intromisiones autoritarias por parte del Estado de ley, que debe limitarse a orientar, educar y proveer servicios de salud, física y mental, no a imponerlos violentamente contra la voluntad expresa del individuo. Este principio vale para todo lo concerniente al consumo de sustancias narcóticas (legales o ilegales), así como todo cuanto respecta a cualquier otra dimensión relativa al ejercicio de la soberanía de cada cual sobre su propio cuerpo.
En lo que respecta a las drogas narcóticas ilegalizadas, el Estado debe despenalizarlas y limitarse a establecer regulaciones normativas sobre sus usos y, en todo caso, garantizar la calidad de los productos de modo similar a como lo hace con las drogas legales; las comercializadas por el imperio de las farmacéuticas y la oligarquía médica; y las producidas y consumidas en el libre mercado, como el café, el tabaco y el alcohol.
Adviértase que la desvinculación de gran parte de la ciudadanía de los preceptos del prohibicionismo pone en entredicho su legitimidad y presumido valor social. No existe un “consenso social” que justifique la criminalización y castigo (cárcel, tratamiento o multa) por lo que consumimos personalmente. El uso de drogas es una práctica social milenaria y pertenece a la condición humana hacerlo. No es responsabilidad del Estado impedirlo por recurso de su fuerza represiva, sino reconocerlo, advertir sus posibles consecuencias y tratar con debida sensibilidad a quienes lo necesiten realmente. Las legislaciones reguladoras de la vida social deben reflejar con nitidez, no los “valores” imaginarios de la sociedad para la que se legisla, sino las aspiraciones realistas de viabilizar condiciones de existencia singular y convivencia social lo más llevaderas posible.
En la actualidad, nuestro ordenamiento jurídico-penal produce efectos antagónicos e irreconciliables con su principal objetivo estratégico-político. Esto es, suponiendo que el encargo esencial del Estado de Ley es viabilizar condiciones de existencia social, singular y colectiva, que redunden en el bienestar y la seguridad de la comunidad puertorriqueña en conjunto, sin menoscabo de las diferencias individuales que le son constitutivas. El derecho de las personas a decidir sobre sus propios cuerpos es consustancial al espíritu del derecho democrático. El concepto mismo de la libertad carecería de sentido si se renuncia a este principio ético-político.
La legislación prohibicionista y criminalizadora que enmarca y orienta la “guerra contra las drogas”, no solo contrasta con las garantías constitucionales y es violatoria de la dignidad humana. Simultáneamente, se ha mostrado inútil para contrarrestar la incidencia criminal a la vez que la posibilita, la refuerza y la perpetúa. Además, los sectores “profesionales” que se prestan a refrendar sus mitos y hacen negocios con base en sus ficciones incurren en prácticas anti-éticas y fraudulentas, aunque legales.
Alternativas jurídicas contra la estratagema prohibicionista
Analizadas las racionalidades y sinrazones históricas que han moldeado el imaginario jurídico penal en Puerto Rico,4 e identificados los desafueros legislativos que han dado forma y contenido a la política prohibicionista en la Isla -en menoscabo de principios éticos y políticos constitucionales; y advertidas las consecuencias económicas y psicosociales de sus vicios represores y crueldad punitiva, es preciso rectificar las leyes relativas al prohibicionismo y ajustar sus disposiciones en concordancia con nuestra compleja realidad cultural, aun contra la voluntad dominante en el cuerpo legislativo y entre la alta jerarquía del Gobierno insular.
Plan A: Derogación de ley prohibicionista y despenalización regulada
Ante este estado de situación, estimo prudente actuar fuera del atolladero político en el que está entrampada la Asamblea Legislativa insular. Pienso que sería oportuno estratégicamente, en la lucha por la despenalización y en defensa de los principios y derechos democráticos, radicar una demanda ante el Tribunal Supremo de Puerto Rico para derogar la legislación prohibicionista (Ley Núm. 4 de 1971) y atemperar sensiblemente las regulaciones legales sobre narcóticos a nuestra realidad cultural y necesidades psicosociales como pueblo.
Derogada la ley (suprimido el delito y anuladas sus penas) mediante la autoridad del Tribunal Supremo, el uso de sustancias narcóticas quedaría despenalizado. Procedería de inmediato orden de cese y desista a cualquier práctica de intervención represiva y estigmatizadora contra la ciudadanía usuaria; y, en el contexto carcelario, la extinción de las penas y la liberación incondicional de los confinados, incluyendo los recluidos (in)voluntariamente en programas de modificación de conducta (rehabilitación moral) dentro o fuera de la cárcel -según dispone el Art. 4. del CP.
Plan B: Amnistía general: despenalización regulada
En caso de que el Tribunal Supremo de Puerto Rico se abstenga de acoger la demanda para derogar las leyes prohibicionistas, y prevalezca la racionalidad dominante en la Asamblea Legislativa, resta proponerle la consideración de una medida alternativa que no represente un antagonismo irreconciliable entre ambas autoridades y se oriente hacia fines cónsonos con los derechos civiles y el encargo político de la autoridad constitucional. A tales fines, propondría la implementación de un periodo de amnistía general, de un mínimo de diez años, en que se despenalice el consumo de sustancias narcóticas ilegalizadas y se establezcan medidas de seguridad y regulaciones legales racionales, similares a las que rigen sobre los usos del alcohol, el tabaco y demás drogas legales. Durante este periodo se realizarían estudios científicos pertinentes y, finalmente, se analizarían y evaluarían los efectos económicos y psico-sociales con base en la realidad objetiva y la misión reguladora del Estado de Ley en una sociedad democrática y protegida por las garantías constitucionales.
Plan C: Amnistía General e Indulto
En caso de que el Tribunal Supremo desestime la demanda despenalizadora y sus enmiendas alternativas, resta emplazar al Gobernador a que atienda nuestros reclamos y, en el ejercicio de su autoridad,5 imponga el periodo de amnistía propuesto y ejerza su poder de indulto o “clemencia ejecutiva” a la población sentenciada, encarcelada y/o sometida involuntariamente a programas de “rehabilitación” moral, de base psiquiátrica o religiosa. Asimismo, el Gobernador asumiría la responsabilidad política y legal de salvaguardar los preceptos fundamentales de la Constitución, por encima de las negligencias, yerros y desidias de la Asamblea Legislativa y del Tribunal Supremo de Puerto Rico.
Plan D: Despenalización regulada de la Marihuana
Si bien el proyecto de ley 517 es, en principio, un paso de avanzada en este contexto, su valor histórico para la sociedad puertorriqueña no reside en sus medidas inmediatas y concretas, relativas a la despenalización regulada de la marihuana. Más allá de sus delimitaciones formales, se han abierto a la discusión pública las incoherencias y graves implicaciones de la política prohibicionista en conjunto. El saldo general de las vistas públicas ha sido favorable en este sentido, pero las presiones políticas de poderosos sectores influyentes le han dado un giro impregnado de contradicciones incompatibles con su intención original, y han distorsionado los imperativos pragmáticos del referido proyecto para amoldarlo a los prejuicios e intereses de los beneficiarios de la prohibición, dentro y fuera de la Ley.
Desvirtuado el proyecto 517 al retener las mismas ficciones criminalizadoras que pretendía contrarrestar y enmendar, queda refrendada la ideología prohibicionista. Las disposiciones penales, aunque moduladas, siguen materializándose en la violación de la dignidad humana y derechos constitucionales de la persona, perseguida y acosada, juzgada y condenada al pago de multas injustificadas y bajo constante amenaza de ser sometida a tratamientos “rehabilitadores” (in)voluntarios, por una condición de peligrosidad criminal imaginaria o un problema de salud mental o enfermedad inexistente.
1. Reconociendo la fragilidad generalizada en la voluntad política de operar cambios sustanciales en las leyes sobre narcóticos ilegalizados en la Isla, así como advirtiendo la poderosa influencia de los sectores beneficiarios de la política prohibicionista, es pertinente radicar una demanda paralela ante el Tribunal Supremo de Puerto Rico y emplazar al Gobernador a que interceda contra la inconstitucionalidad de las leyes penales regentes sobre usuarios y usos alternos de la marihuana en la Isla.
La racionalidad de esta demanda sería idéntica a la radicada contra la política prohibicionista en general, pero ajustada pragmáticamente al objetivo inmediato de suprimir el delito relativo a la tenencia y consumo de marihuana. Las premisas jurídicas, éticas y políticas, serían también las mismas, a saber:6
- que no existe concordancia entre la legislación existente y la realidad cultural puertorriqueña, así como en relación con las aspiraciones sociales de seguridad, bienestar y goce de los derechos humanos;
- que la prohibición de la marihuana y consecuente criminalización de usuarios se materializa en prácticas penales estigmatizadoras, crueles, injustas e injustificables, violatorias de la dignidad humana;
- que se ha probado inútil para combatir el crimen y más inútil aún para contener las condiciones pisco-sociales de las violencias criminales en general; y que en todo caso las preserva, reproduce y agrava;
- que los ciudadanos usuarios no constituyen peligro alguno para sí ni para la sociedad, y las penas que sufren carecen de fundamentos científicos; y están arraigadas en la ignorancia, prejuicios culturales y religiosos, e intereses económicos de los beneficiarios de la prohibición -dentro y fuera de la Ley-
- que la marihuana no es una sustancia adictiva y, salvo algunos casos excepcionales y condiciones particulares, los usuarios de marihuana no son “adictos”, por lo que no pueden juzgarse como tales según define la ley regente desde 1971;7
- que la legislación existente y el orden de sus penas no protegen a la sociedad, principalmente porque se trata de un mal imaginario, de un “delito sin víctima” y sin relación de causalidad con la incidencia criminal en la Isla. Por el contrario, propicia la delincuencia y la violencia, la corrupción y el fraude en múltiples dimensiones sociales e institucionales, públicas y privadas;
- que, a sabiendas de que las propiedades narcóticas de la marihuana no inducen trastornos psicológicos generalizables ni conductas criminales o peligro alguno al sujeto usuario y la sociedad, la pena de “rehabilitación” constituye un eufemismo de una práctica despótica de manipulación y subyugación psicológica, antagónica a los principios éticos y derechos civiles en las sociedades democráticas;
- que la ley atenta contra la singularidad existencial del ciudadano y restringe de manera abusiva e ilegítima la libertad y el derecho de la persona a disponer de su propio cuerpo, salud y bienestar físico y mental…
En este contexto, la criminalización de la ciudadanía consumidora de marihuana, estimada en 535,000 personas (según informe de ASSMCA), constituye una práctica de menosprecio a la vida, al bienestar y la seguridad de estos seres humanos.
2. Paralelo a las gestiones propuestas con relación al carácter inconstitucional de la política prohibicionista, solicítese a la Secretaria de Salud que, en el ejercicio de su autoridad legal, elimine la marihuana de entre las clasificaciones de la ley de sustancias controladas porque no reúne los requisitos para retener su inclusión -según dispuestos en la misma.8
3. Cónsono con las tendencias despenalizadoras internacionales, y en armonía con los principios constitucionales y conocimientos científicos actuales, el Estado de Ley puertorriqueño debe reconocer el poder discrecional a la autoridad médica para prescribir marihuana con fines clínicos, y que su potestad al respecto quede sujeta dentro del marco de regulaciones aplicables a cualquier otra droga o tratamiento de enfermedades o condiciones de salud. En tal caso, el Secretario de Salud insular cuenta con el hecho de que su uso medicinal es aceptado y legal en un creciente número de jurisdicciones estatales en los Estados Unidos.
Conclusión
Es preciso repensar críticamente nuestro ordenamiento jurídico penal en conjunto, revisar las legislaciones que antagonizan con los preceptos constitucionales relativos a los derechos humanos, en consonancia y en función de sus objetivos centrales (la seguridad, el bienestar y el goce de los derechos humanos y libertades civiles). La autorización del Gobierno federal a tratar el asunto de la despenalización regulada de la marihuana de manera autónoma no se limita a la instancia de la Asamblea Legislativa. La potestad jurídica para enmendar nuestras leyes y ajustarlas a nuestra realidad cultural, económica y social, también recae en el Tribunal Supremo, que tiene el poder y la autoridad legal para garantizar su concordancia con las garantías constitucionales, enmendar sus contradicciones y suprimir delitos incongruentes con los derechos civiles y humanos. También el Gobernador de Puerto Rico tiene la responsabilidad y el poder legal de hacerlo, en caso de que el cuerpo legislativo y la alta rama judicial se desentiendan de sus obligaciones constitucionales.
La criminalización de los usuarios de marihuana, trátese de consumidores, productores o comerciantes, es uno de esos errores y excesos legislativos que debemos enmendar radicalmente. La despenalización regulada es el primer paso para enmendar los yerros legislativos que amenazan con agravarse en el porvenir. La despenalización, en este sentido, no solo representa los valores constitucionales sino que, visto desde una perspectiva criminológica, contribuyen a paliar las violencias callejeras provocadas por la prohibición, así como las corrupciones y fraudes que gravitan en su entorno.
Pero más allá de la marihuana, comprendamos que la “guerra contra las drogas” ilegalizadas hace más daño a la sociedad que su comercio y consumo. La evidencia histórica nos ha dado la razón y contamos con argumentos jurídicos, éticos y políticos sólidos para ponerle fin en definitiva. La novena enmienda de la constitución estadounidense, ratificada en 1791, y su versión puertorriqueña (Art. II, Secc.19), de 1952, no son enigmáticas ni carentes de sentido y pertinencia actual. Por el contrario, son pilares éticos y políticos fundamentales para fortalecer y amplificar el horizonte de los derechos humanos y principios democráticos en nuestra sociedad. De nuestra parte queda hacerlos valer…
Ponencia presentada en el foro público Crimen y Castigo en Puerto Rico, auspiciado por el Movimiento Unión Soberanista (MUS), celebrado en el Colegio de Abogados, miércoles 4 de noviembre de 2013.
- “Ley Federal de Sustancias Controladas”: Título II del “Comprehensive Drug Abuse Prevention and Control Act of 1970 ”, Pub. Law 91-513, aprobada el 27 de octubre de 1970. [↩]
- Ley de Sustancias Controladas de Puerto Rico (Ley Núm. 4 del 23 de junio de 1971). [↩]
- Sued, Gazir; Del Derecho Penal y la (sin)razón carcelaria, 80grados, 15 de noviembre de 2013. [↩]
- Sued, Gazir; El espectro criminal: reflexiones teóricas, éticas y políticas sobre la imaginería prohibicionista, las alternativas despenalizadoras y el Derecho en el Estado de Ley; Editorial La Grieta, San Juan, 2004. [↩]
- La Constitución atribuye al Gobernador el poder de: “Suspender la ejecución de sentencias en casos criminales, conceder indultos, conmutar penas y condonar total o parcialmente multas y confiscaciones por delitos cometidos en violación de las leyes de Puerto Rico.” (Art. IV; Secc. 4). [↩]
- Gazir Sued, El imaginario prohibicionista y la despenalización de la Marihuana, ponencia presentada ante la Comisión de lo Jurídico, Seguridad y Veteranos del Senado de Puerto Rico, en las vistas públicas sobre el P. del S. 517; 20 de septiembre de 2013. Publicada en 80grados el 10 de octubre de 2013; y Marihuana: un mal imaginario, 80grados, 28 de junio de 2013. [↩]
- “Adicto” significa todo individuo que habitualmente use cualquier droga narcótica de forma tal que ponga en peligro la moral, salud, seguridad o bienestar público o que está tan habituado al uso de las drogas narcóticas, que ha perdido el autocontrol con relación a su adicción. (Art. 102, Ley de Sustancias Controladas). [↩]
- La ley de sustancias controladas sitúa la marihuana bajo Clasificación I.: (A) La droga u otra sustancia tiene un alto potencial de abuso. (B) La droga u otra sustancia no tiene uso medicinal aceptado en los Estados Unidos. (C) Ausencia de condiciones aceptadas de seguridad para su uso bajo supervisión médica. El Secretario de Salud debe ceñir la exclusión de la marihuana del registro de sustancias prohibidas porque: 1. no representa potencial de abuso real que pueda generalizarse indiscriminadamente a todos sus usuarios; 2. y el conocimiento científico actual sobre sus efectos narcóticos evidencia que no existe riesgo para la salud pública, ni riesgo de crear dependencia psíquica o fisiológica que, salvo excepciones singulares, dañen la salud de la persona usuaria. [↩]