“Haga patria, mate un chileno”
Estaba en Bahía Blanca porque, como los isleños, quienes hemos nacido al lado de la mar, siempre la necesitamos y podemos renunciar a mucho solo por tener la mar al alcance de la mano. Me habían ofrecido estudiar en Córdoba o Bahía Blanca. Córdoba es una ciudad más grande, industrial, con una historia de lucha enorme, supuestamente con mejores universidades y en constante movimiento, pero no tiene mar, tiene montañas y el clima que necesitó Ernesto Guevara para su asma y que hizo que su familia se mudara de Rosario, pero no tiene lo que necesito para vivir: la mar.
Bahía Blanca es una ciudad más bien provinciana, que camina con ritmo lento, y muy conservadora desde el punto de vista político. Las luchas sociales en la calle eran casi inexistentes. Su universidad, la del Sur, tenía una tranquilidad pasmosa y a veces hasta irritante. A esto se suma que es el primer puerto militar de las Fuerzas Armadas y en ese momento la Marina era manejada por un individuo que sería tristemente célebre en los próximos meses, Emilio Eduardo Massera. Así le gustaba que lo llamaran, Emilio Eduardo. El sonido de los dos nombres juntos le debía sonar a blasones, supongo.
Todo esto, y lo que sabrán ahora, es lo que me tenía la cabeza hirviendo a borbotones. Hacía ya un par de meses la triple A, que en Argentina no daba agua, como aquí en Puerto Rico, sino balazos, bailaba sin restricciones por las calles ejerciendo su poderío. Haciéndole honor a su nombre, Alianza Anticomunista Argentina, eliminaba a tiro limpio todo lo que oliera a progresista. Tumbaban a tiro limpio a todo lo que ellos asociaran con la sinarquía internacional bolchevique.
En esa irracionalidad hasta perdí un compañero de trabajos temporeros y de estudios. Al “chico” Víctor, de Temuco, los gatilleros de la triple A le arrebataron el alma con más de cincuenta balazos, después de haberlo secuestrado cuando venía, en bicicleta, a buscarme para trabajar en unos “chivitos” que habíamos conseguido para sobrevivir. Luego lo dejaron abandonado en la carretera que circunvala la ciudad.
A esto se sumaba que Chile y Argentina mantenían un estúpido pleito por tres islotes vacíos y cuasi antárticos: Picton, Lenox y Nueva. La dictadura chilena los reclamaba como parte integral del territorio nacional, que es como pomposamente se llenan la boca los milicos chovinistas. La Argentina de Isabelita, la segunda esposa de Perón, advenida presidenta de ese país –aunque todo el mundo sabía que quien gobernaba era el brujo López Rega, Ministro de Seguridad Social y cabeza visible de la triple A–, también decía que esos islotes eran esencialmente argentinos. La cosa es que las informaciones que llegaban a las ciudades era que chilenos y argentinos se estaban entrando a tiros por ese pleito limítrofe.
La gotita que terminó haciéndome explotar la cabeza fueron los rayados que empezaron a aparecer en Bahía Blanca: “Haga patria, mate un chileno”. ¿Usted imagina un terror más obvio y artero? La primera vez que lo vi, mi respuesta instantánea a mi compañera y madre de mi hija mayor, ambas argentinas, fue: si me van a encarcelar o matar por esa idiotez, por mi madre que me arriesgo a regresar a Chile como sea. Prefiero eso, prisión o muerte por algo en lo que creo y no ‘sin comerla ni beberla’. Porque en definitiva, los problemas limítrofes en el sur entre Chile y Argentina, así como en el norte con Perú y Bolivia, me importan un carajo y son inventos que usan los soldaditos para sus jueguitos de guerra.
En medio de todas esas complicaciones se movían mis estudios y mi vida en la Universidad de Bahía Blanca cuando llegó el 24 de marzo. Nuevamente, como el 11 de septiembre del ’73 en Chile, ahora en Argentina las emisoras de radio cesaron de transmitir sus programaciones regulares para ser una sucesión de marchas militares alternadas por bandos de la “junta de gobierno” o gobierno “cívico-militar”, como se intentan suavizar los gorilas. “Ante el caos que las autoridades civiles han arrastrado a la nación, las fuerzas armadas se han visto en la obligación de rescatar a la patria antes que caiga en manos de apátridas extranjerizantes… Declaramos el estado de sitio en lo que pacificamos el país; todos los trabajadores deben acudir a sus centros de empleo y los estudiantes a sus colegios. La nación se levantará recia como la inventaron los padres fundadores”, y otras pendejadas de idéntico tinte.
A pesar de que los gorilas intentaban hacerse pasar con piel de cordero, los leí de inmediato. “Aquí no me puedo quedar, estos tipos son fascistas de nuevo cuño y vienen a eliminar todo lo que huela a librepensador, y esta ciudad, Bahía Blanca, ya hace tiempo que la tienen controlada. Es tiempo de optar: pelear o marcharse a otro país, como ya lo hacían varios familiares de la madre de mi hija ligados a la universidad. Ninguna de las dos opciones era apropiada para mí. Para luchar contra el fascismo se debía ser parte de alguna organización y la lucha admitía un solo camino: la guerra. Irse a otro país era volver a intentar arrancar de las cenizas de nuevo, así que mi tercera opción fue mimetizarme. Irme a Buenos Aires y vivir calladito hasta terminar la universidad.
El pasado 24 de marzo cumplí 38 años de esa mudanza obligada de una ciudad de un par de decenas de miles de habitantes a otra de diez millones donde, junto con el Mundial del ´78, se procreó mi hija mayor y viví cinco años más sabiendo cómo la lengua hedionda de otra dictadura se iba tragando casi 30 mil personas que “no se sabe dónde están” y otros cientos de miles se exiliaban. Mientras, en la Escuela Mecánica de la Armada, ESMA, a pocas cuadras de mi casa y a otras pocas cuadras del mundialista estadio de River Plate, iban matando de a poquito a otros miles y los militares se repartían bienes, niños y bebés nacidos en cautiverio. El resto del país, alegremente, hacía la ola celebrando otro gol del Mundial y el campeonato del mundo.