Hamilton en el cine
Entonces está Hamilton. La vi aquí en San Juan con su creador en el papel principal y confirmé, lo que ya habían dicho los críticos: es una obra maestra y establece nuevas metas para el teatro musical. En un ensayo titulado “Hamilton Redux: dejemos la vaina” (ver revistacruce.com y academia.edu) he trazado una breve historia del musical en Broadway y las contribuciones que músicos, libretistas, coreógrafos y escritores han hecho a su evolución. Además, he puesto en perspectiva la inclusión de actores de color en el teatro en general y en el musical, en particular. De modo que, para no repetirme, si esos aspectos de Hamilton les interesa, los pueden buscar allí.
Ver en la pantalla pequeña la obra convertida en un filme en el canal Disney es una experiencia magnífica que sirve de contrapunto al filme de WSS, porque está presentada, no como una película tradicional, sino como si fuera una filmación íntima de la obra según se desarrolla ante los ojos de la audiencia en un teatro e incluye sus aplausos y vítores. Desafía las antiguas versiones de “teatro filmado”, porque es evidente que se usaron técnicas de filmación que permiten tomas que serían imposibles sin la reposición de las cámaras durante la obra, lo que interferiría con la visión del escenario y lo que en él ocurre. Un secreto del filme es que se montó de tres representaciones distintas de la obra en el teatro, de modo que lo que vemos, aunque es lo que habríamos visto si hubiésemos estado allí, es, presumo, lo mejor de las tres actuaciones. A pesar de ese truco la película fluye como el Delaware cuando no está congelado, gracias a la edición de Jonah Moran. Esto, junto a la cinematografía del multipremiado Declan Quinn, hace de la cinta una delicia: llegó el momento que me parecía que estaba en una butaca a diez líneas del proscenio del Richard Rodgers en Manhattan.
En Bellas Artes, una de las dificultades que tuve a veces era entender el diálogo de rap. En la película, que tiene subtítulos, comprobé que no es el lenguaje, sino como está fraseado y acentuado lo que confunde al oído que no oye rap con mucha frecuencia. Los subtítulos y la proximidad a los actores evitan eso, de modo que uno puede seguir muy bien los diálogos y las intrigas personales, políticas y amorosas del personaje principal sin tener que siempre depender de los subtítulos. Para comprender como todas esas cosas llevaron al Hamilton histórico a su muerte, ayuda mucho si han leído el libro Hamilton de Ron Chernow, en el que está basada la obra. Pero lo que es genial, es que Lin-Manuel Miranda, ha comprendido el libro, la historia y las características de su personaje a la perfección. Sus momentos dramáticos indican que el cantante, compositor, y buen bailarín, es un buen actor que sabe que, a su alrededor, trabaja un elenco superlativo de jóvenes actores, cantantes, bailarines de alto voltaje y talento. Es, de cierta forma asombrosa, como era Hamilton con sus semejantes.
Se destacan en la cinta René Elise Goldsberry, como Angelica Schuyler, la cuñada de Hamilton quien adoraba a su hermana y bastante a Hamilton, tanto así que se sospechaba que había algo entre los dos. Su voz es espectacular y su actuación intensa y efectiva. Daveed Diggs, en el doble papel del Marqués de Lafayette y Thomas Jefferson, le trae a la obra parte de sus momentos livianos y cómicos. Christopher Jackson es un George Washington convincente: decisivo, fuerte y humilde. El funche aparte hay que hacérselo a Jonathan Groff como el rey Jorge III, quien tiene una de las melodías más recordadas y reconocibles de la obra y las canta y las actúa con gracia, pathos e ironía. También está el otro (posiblemente el peor) villano: Leslie Odom Jr., es Aaron Burr y lo interpreta como lo cuenta la historia, pero con un dejo de tristeza que posee a alguien que está condenado por el destino, como si fuera un personaje de una tragedia griega. Hay que añadir a los miembros del conjunto quienes interpretan la coreografía de Andy Blankenbuehler, quien recibió el Tony por ella en 2016 y que, muchas veces, es un balé que recuerda el del final de An American in Paris, por su variedad y su eclecticismo.
El genio de Lin-Manuel Miranda ha escrito una obra de teatro que incluye rap, jazz, hip hop, swing y jitterbug –música netamente americana, mucha inventada por quienes habían sido esclavos–, para representar la historia del principio de la nación basándose en un libro serio de historia. Un libro que celebra a un genio emigrante que ayudó en la guerra de la revolución americana y creó el departamento del tesoro del país. En hacerlo, está siguiendo la Historia y celebrando al emigrante, un ser que estos días se ha convertido en una idea colectiva que está bajo ataque por la oficialidad que controla las riendas del país. Además, la obra, que es una especie nueva de ópera, es también un poema épico que comienza augurando lo que ha de suceder. La primera canción que entona el personaje principal dice en su primer verso: “I am not throwin’ away my shot”. Pero fue lo que hizo en su duelo con Burr, y este ya había declarado en “Wait for it”, su mejor canción (aria):
Death doesn’t discriminate
Between the sinners and the saints
Indicando así que no tendría piedad contra su enemigo .
Como Hamilton, Lin-Manuel, hijo de emigrantes, les ha enseñado algo a los estadounidenses: como hizo aquel con las finanzas del nuevo país, ha cambiado el musical para siempre y les ha demostrado que, sin emigrantes, el país no progresa.