Hipócrita lector
¿Si la cultura de por sí presume algún tipo de inversión adictiva, qué exactamente es lo que tenemos contra el adicto? Cualquier cosa puede funcionar como una droga: la música, la televisión, el amor. ¿Cuándo hace su entrada la penalización, la ley, y de acuerdo a qué discurso? ¿Cómo distinguir entre las buenas y las malas adicciones?
–Avital Ronell
Hay una línea fina entre lo exclusivo y lo excluido.
–José Vargas Vidot
En La niña santa (2004), de Lucrecia Martel (les voy a contar algo, pero la tienen que ver, nada los excusa) las niñas escuchan a la maestra de religión hablar de los llamados. Dios llama. ¿Y cómo una lo sabe, se preguntan las niñas? ¿Cómo distinguir la voz de dios de la voz del diablo? Mientras la maestra habla y llora y canta, las niñas murmuran y se cuentan secretos. “¿Ya recibiste un beso de lengua?”, le pregunta la niña arrojada a la niña santa. Desde hace unos días la arrojada conoce el sexo de las mártires, per angostam viam, lo hace con su jebito, para seguir presentándose al mundo como virgen. (Ana Lydia Vega, por cierto, conoce muy bien esa economía, es autora de todo un tratado sobre vírgenes y mártires). La niña santa no ha recibido aún un beso de lengua, pero pronto sabrá lo que es recibir chino. Frente a una tienda de Salta (el pueblito húmedo, en la base de los Alpes argentinos, donde la Martel ubica su universo invisible, que se parece a Puerto Rico, por supuesto, como todos los países invisibles, diría Eduardo Lalo) un hombre juega con una máquina estrafalaria que emite sonido si se mueven las manos de cierta manera frente a un campo magnético que la máquina emite. Ahora mismo está tocando Si a tu ventana llega una paloma con los dedos en el aire, es vagamente impresionante y en este justo instante la niña siente el calor, el peso del miembro de un hombre maduro que se le empuja por la falda, un hombre que se aprovecha, como cualquier flåneur, del anonimato de la muchedumbre frente a la máquina de música.Por cierto, ¿conocen la etimología de la frase “dar chino”? Es muy divertida. Resulta que un chino es una piedrita que el agua ha ido puliendo según la roza la velocidad de la corriente en el río. Por eso se convierte en chino, porque suelta todas sus imperfecciones y se vuelve tan lampiña como un asiático. Es un chiste racista, por supuesto, como todos los que importan, y sexista también. Porque dar chino no es otra cosa que pulirle el fondillo a alguien hasta dejárselo tan lampiño como una piedra del río, o como la calva de un chino, o como la nalga de un niño. Es un chiste rural muy cercano a la naturaleza, como todos los romanticismos.
Martel vive fascinada con esas fuerzas oscuras que colindan entre el mundo de la religión y el mundo de la medicina. En ese campo magnético se cuece una espesa materialidad, una sombría naturaleza. Resulta que mientran las niñas escuchan a su maestra de religión se celebra en el hotel de Salta de la película una convención de otorinolaringólogos, nada menos, especialistas en oído, nariz y garganta. Esos son los que estudian los sonidos, los olores, los sabores que el cuerpo puede o ha dejado de percibir. Una atrofia del oído, por ejemplo, le impediría a un fiel creyente hacerse cargo de los matices de un llamado. La niña santa, la que recibió el chino, ha decidido que el hombre que la tocó va a ser el único objeto, providencialmente escogido, de su llamado a la salvación. Y se dedica a perseguirlo como una vidente, por todo el hotel donde se está hospedando. Porque el viejo verde (que, de hecho, no es ni tan viejo ni tan verde) es otro otorinolaringólogo, huésped en el hotel de la madre de la niña santa, una antigua campeona del salto al trampolín que se está quedando sorda de tanta agua de piscina que le entró por los oídos hace muchos años y también se está enamorando del mismo otorino que le da chino a su hija.
Es casi imposible contarle a nadie verdaderamente una película como La niña santa de Lucrecia Martel, porque junto a la peli de las escenas, los diálogos y los tiros de cámara hay toda otra película paralela, la del soundtrack (eso mismo pasa con las pelis de Terence Malick), una película hecha del ruido del agua llenando la pileta de una piscina, de unos pájaros que se oyen afuera del vidrio de un carro en movimiento, de un aerosol que se aparece en las habitaciones del hotel aireándolo todo a intervalos, de una respiración de un cuerpo boca abajo, un cuerpo que intenta agarrar el ritmo que conduzca al orgasmo, con su cadencia ronca y aterrada. Para esta directora lo verdaderamente lejano, el origen de todos los llamados, es lo que está demasiado cerca. Los ruidos nos llaman con su voz sorda.
Martel le es fiel a esa textura sonora, la que se pierde para el registro de las historias, la que la ciencia o la medicina tratan de sintetizar y reducir a un campo magnético de vibraciones, la que la religión organiza como la voz terrible del llamado, la orden que viene desde allá. Para Martel esa voz siempre está aquí, siempre demasiado cerca. Esa es su verdera, su única fidelidad. He ahí su poética: serle fiel a esa voz que es tan inmediata que pasa desapercibida.
Yo creo que, a veces, yo mismo la oigo, por ejemplo, (y lo admito, aunque no es fácil) en el semáforo de la parada 18, cuando el carro se detiene justo antes de cambiar la luz y se vuelve a aparecer él, es el mismo de siempre, y antes pensaba que lo que me intimidaba eran las llagas de su pierna derecha. “Bastante cerca de la gangrena”, sería el diagnóstico de los médicos debidamente colegiados, los que se merecen la bata blanca porque pasaron todos sus exámenes de rigor y pueden decir, con toda autoridad, mientras se acarician el estetoscopio: es gangrena, es cuestión de separarar, de amputar cuanto antes. Y si no le pueden amputar la pierna, porque eso cuesta, quizás sea más fácil amputarlo a él. El alcalde provee guaguas gratuitas para que movamos a esa gente a otro municipio menos turístico. Imagínense. ¡Por la parada 18 entra le tout Paris!
Pero no, no es la pierna, ya lo sé. Es el temblor de sus labios y la fijeza, la insolente dulzura de sus ojos la que me aterra. Sus labios me llaman. Lo sé. En el temblor hay un sonido, una vibración demasiado acelerada para el oído común. El micrófono de la Martel me vendría de maravillas para amplificarlo, y quizás la máquina que puede movilizar melodías con los dedos en el aire le daría su cuerpo, toda su gravedad a lo que esos labios dicen, a lo que me quieren decir. En el medio del calor sofocante del mediodía de la 18 unos labios tiritan como si estuvieran en el ártico. Ayer volví a pasar de largo, y seguramente lo vuelvo a hacer mañana. A lo mejor sazono mi salida teatral con dos pejetas.
Los artistas, los poetas, los revolucionarios, los santos, los héroes. ¿Valdrá la pena rescatar esas categorías tan desgastadas, tan ultrajadas por los idearios sexistas, machistas, mercantilistas, publicistas, beatistas y fundamentalistas del momento? ¿No son acaso ellos los especialistas en escuchar voces? No las voces que vienen del cielo que se inventó Hollywood para Ben Hur y Los diez mandamientos, sino la voz que vibra en la luz de la parada 18, las que suenan fuera del vidrio de un carro en movimiento.
Son las voces del inconsciente, diría Freud. Los sicoanalistas cobran por escucharlas. Y es bueno que se pague, porque el que quiere azul celeste, pues que le cueste. Son las voces de los muertos que conviven con nosotros, (voces que no se van convenientemente cuando logramos “tranquilizarlas”, como en las películas banales de Night Shyamalan) o el ruido de la basura que escondimos cuando pusimos la tapa, las voces, los murmullos y secretos (un ruido es una voz que clama por el sonido de su liberación, por la nota que lo eleve a la cadencia justa, justiciera, de la poesía) de los depósitos clandestinos de minerales tóxicos, los cementerios de computadoras en los arrabales de China. Esas son las voces, los fluidos, las miasmas, los ruidos que se aparecen en los cuadros desbordados de Jackson Pollock, en los performances de Eduardo Alegría y Teresa Hernández, en los cuentos de Luis Negrón, en las parábolas alucinantes de Slavoj Zizek, en los “dondes” de Eduardo Lalo. Esa misma es la voz a la vez íntima y lejana para la que aguza su oído y extiende la mano Chaco Vargas Vidot, de eso se trata su llamado. Un poeta, un revolucionario, un salubrista: un oidor de voces.
“Me llaman desde allá”, dice el arranque de El llamado de Palés. ¿Desde dónde, Mr. Palés? ¿Desde la sala de emergencia del Metropolitano en Monacillos, desde el comedor escolar de la Cervantes en Bayamón, desde Abu Grahib, desde Londres, o desde debajo del puente elevado de la Baldorioty, donde, esta madrugada, unas batas blancas han llegado muy prestas y atentas a tomar el pulso, escuchar la respiración, sostener el hombro, y decirle al muchacho: suave, mano, el temblor se te va dentro de un rato. Si te vuelve, tómate esta pastilla, bro. Yo sé lo que ej eso, mano. Vine porque te estaba escuchando titiritar desde mi casa y me tenías loco, coño. Baja la voz, que me vas a romper la cabeza. Lo tengo aquí, pegao de la oreja. El médico me dijo, un oto-ri-no-larin-gó-logo, que lo que tengo es una cosa que se llama tinitus. Creo que es incurable. Se puede mejorar, pero el sonido nunca se va del todo. Es el sonido de la adicción, de la tuya, de la mía, de la NUESTRA, hipócrita lector, mi semejante, mi hermano.