Hitchens o la libertad de la razón grosera
En una cama de hospital en Houston había un ateo menos en el mundo. Por una neumonía producto de complicaciones de su cáncer de esófago, su cuerpo sucumbió, dejando vivas sus ideas y una estela de admiradores y enemigos.Y, aunque desearía agregar que no fue “cualquier” ateo, lo cierto es que Hitchens fue todo menos un ateo extraordinario. Fue un “apologeta de la nada” –como nos tildan los creyentes a los ateos, a veces– muy ordinario en dos sentidos distintos y opuestos. Su grosería y falta de cultura filosófica, su falta de modales y su escaso manejo de los detalles de las teorías de la física a las que hacía referencia continua en sus intercambios, no eran nada poco común en los ateos de su tipo. Así como tampoco eran nada inusuales sus razones para ser ateo: por un lado, las inconsistencias internas de las religiones y, por el otro, razones externas de peso para preferir a las ciencias naturales y el secularismo. Pero no hay nada de ordinario en ser un ateo ordinario. Y es una pérdida que siente el mundo cuando muriendo un ateo ordinario, en efecto, quien muere es un ser humano excepcional.
Por una cierta casualidad, ayer hablaba con un amigo con quien suelo compartir impresiones sobre los ateos contemporáneos. El caso es que en nuestra discusión –y sin enterarme aún de su muerte–, pasaba yo juicio sobre Hitchens. Y enterado hoy, mi juicio no ha cambiado en lo absoluto. Digamos que la muerte no le debe ganar a nadie “cookie points”. Tanta era mi inconformidad con la manera de proceder de Hitchens como intelectual, que le proponía una hipérbole –debilidad ésta de los filósofos– el que si alguien con una mínima sensibilidad filosófica –con lo que tengo que admitir, me tenía a mí como referente– estuviese condenado a vivir solo en una isla y tuviese la oportunidad de escoger entre leer los libros de Hitchens o la obra de Tomás de Aquino, optaría sin la menor vacilación por el último.
Aunque no he abandonado esas palabras, ameritan ser puestas bajo una nueva luz. Porque lo cierto es que aunque bajo esas condiciones desearía tener en mano la obra del filósofo medieval en lugar de las livianas y descuidadas obras del reportero inglés, lo cierto es que si la pregunta fuese con cuál de los dos preferiría vivir, la respuesta sería sin lugar a dudas: Cristopher Hitchens. Y me complace anticipar que mis razones coinciden con el mérito más grande de este autor: el amor a la libertad. Aunque su compromiso con la última fuese tan profundo que lo llevara a desfigurarse socialmente, a convertirse en el grosero al servicio de la libertad. En fin, a vivir con la libertad de una saludable razón grosera.
II
Quien lo ha visto y escuchado en debates ha conocido a Christopher Hitchens: no hay nada en sus libros que no provenga de sus intercambios, ni conducta alguna en sus debates que no halle una mímica estilística en sus obras. Un hombre tan incómodo en los debates como amante de incomodar a sus interlocutores, la idiosincracia y el carácter de Hitchens tienen una larga historia. Un artículo en el New York Times hace un interesante énfasis en sus dos más grandes desiluciones intelectuales: su religión protestante, a una temprana edad, y el socialismo en el que militó por varios años como estudiante universitario. Aunque sus desiluciones no respondieron a las sugerentes razones de un Ciorán, no hubo nada de arbitrario en las suyas. Preocupado por las contradicciones del protestantismo en el que creció y más tarde sorprendido por el carácter altamente ideológico del movimiento socialista, Hitchens se hizo de una carrera como corresponsal, editor y columnista de los más importantes periódicos y revistas de su país y Estados Unidos. Y aunque nunca se vio forzado a cuestionar su ateísmo como lo hiciesen ateos como Antony Flew, lo cierto es que había algo de exagerado en Hitchens, un exceso en su celo por la libertad política.
Christopher fue un hombre de excesos, tanto salúbricos como intelectuales. Lo más preocupante, sin embargo, fue la coexistencia de aspectos opuestos que considero contribuyen a mi convicción de no disfrutar leerlo pero sí agradecer su conviviencia. Razones para celebrar al hombre, sin estar obligado a realizar la imposible e incómoda tarea de ensalzar sus libros. Así como hay estilos de religiosidad, los hay de ateísmo. No venimos todos en “bonche”, pagamos membrecía de alguna Internacional Atea o apareceremos, en un futuro donde sólo sobrevivan los religiosos, como una homogénea especie en el zoológico cultural. Hitchens, pues, no era el tipo de ateo que soy yo. El escritor inglés se comportaba de forma problemática en los debates, al punto que su irreverencia se volvía un pretexto para el irrespeto. El caso más reprobable me parece que fue el de su encuentro con el teólogo inglés McGrath, donde deslució intelectualmente incluso al margen de su falta de corrección política. Sus argumentos tendían a ser ad hominem; su epistemología era anacrónicamente positivista; su teoría de la historia cónsona con la decimonónica; sus chistes siempre una burla; su intención siempre la de incomodar y no la del diálogo. Cuando un moderador le insinuó que intentaba buscar “terreno común” entre él y su interlocutor, éste contestó sencillamente que no estaba en el mood de ello. Escasamente respondía responsablemente una pregunta y se podría decir que lo que sabía de filosofía lo adquirió leyendo en el poco tiempo libre que tuvo tras la universidad en su absolutamente ajetreada vida de reportero. Su libro God Is Not Great: How Religion Poisons Everything (2007), no fue sino un intento de sistematizar el compendio de sus dislocadas, un tanto ideológicas y en algunos casos conmovedoramente críticas ideas. Un ateo que no pudo disociar el ateísmo de su problemática versión humanista, se mostraba a menudo más humano que muchos de sus más letrados contendientes.
Hay, sin embargo, un estilo de sujetos que me conmueve y con los que congenio al margen de cualquier otro asunto: y Hitchens era uno de ellos. Me refiero a los que ponemos por encima de todo el valor de la libertad. Al punto, que la preferimos a ésta mil veces más que a la justicia. Y es que, aunque la Justicia desborde al derecho, como brillantemente atisbó Benjamin y extraordinariamente argumenta Derrida, lo cierto es que nuestra civilización entiende ingenuamente a la promesa en términos del último. Y en esas circunstancias, donde a “justicia” se la recicla haciéndola cónsona con la burocracia, “libertad” siempre marca un límite al discurso de las leyes. Hitchens vio tras las instituciones del Shariah, el totalitarismo norcoreano y lo que tildó de “islamofascismo”, marcas de la sistemática exclusión de la libertad. Y aunque una de sus fallas fue no ver estas limitaciones en Estados Unidos, donde residió hasta su muerte, hizo de la defensa de los derechos humanos el objeto último y siempre patente de sus críticas y fuertes palabras, felices o infelices.
Un hombre cuya grosería fue más filosófica que él, el mundo ha perdido un enemigo incansable de la irrazón y la represión política. Digo que su grosería fue más filosófica que él precisamente porque aunque no fue muy afortunado en pensar filosóficamente, fue a expensas de sí mismo, un sujeto del más elevado espíritu filosófico. Aunque objeto digno de una extensa e independiente reflexión, lo cierto es que la grosería, el incomodar al Otro, es el gesto fundacional de la razón occidental. Cuando Sócrates se vio condenado a muerte, lo único que lamentó fue que el pueblo ateniense no estuviese consciente aún de la necesidad de verse estimulado por él. Al punto que les advirtió que corrían el riesgo de que dios no les enviara a otro como él en mucho tiempo.
Y no era para menos: con Sócrates moría un hombre mordazmente irónico, políticamente incorrecto y en muchos casos gratuitamente grosero. El pensamiento comienza precisamente con la incomodidad. Y causarla es el asunto del filósofo, aunque hoy día los profesores de filosofía se hagan de la vista larga y prefieran predicar certezas. Por alguna feliz ironía, la fanática certeza tiene siempre algo de inmoral. Algo de socrático había, pues, en Hitchens, y ha muerto con él. Es con ese espíritu libertario, con el individuo consciente de la necesidad y sorprendente capacidad que tiene nuestra especie de ser solidaria y responsable, con quien preferiría vivir mil veces más en una isla que hacerlo con el teócrata de Santo Tomás. Si bien me parece que no hay en el reportero inglés una centésima de las ideas filosóficas que hay en el teólogo, lo cierto es que hay mucho más espíritu filosófico y libertario que en el último. Y si una isla en la que viviese yo solo se viera teoréticamente estimulada con las cavilaciones del Aquinante, no por ello dejaría de adquirir una clara y envidiable consciencia moral y social con un Hitchens. En el fondo, es más apremiante lo último que lo primero en los tiempos en que vivimos. No sabemos cuándo nuestra especie produzca otro Christopher; no sabemos si el juicio que ha pasado el mundo sobre él escape la ingenuidad del jurado que condenó al maestro de Platón. Pero sabemos a ciencia cierta que nos hace falta otro Hitchens, y que sin sujetos como él se nos vuelve un tanto menos incómodo el mundo. Y a mi isla le asedia una soledad demoledora, por más que esté poblada de los escritos de Santo Tomás.
Celebro, pues, la lucha de la razón de Cristopher, aún si no me ha gustado la suya, una de sus versiones más groseras. En fin, que lo realmente grosero es siempre la falta de dicha lucha.