Huyendo de Kafka en Praga
No hay manera de escapar de Kafka en Praga. Si te sales de la plaza principal de la vieja ciudad te topas con su casa natal. Cruzas el río y estás en el Museo Franz Kafka, el más original y estimulante de los museos consagrados a un escritor.
Subes al castillo y bajo las murallas está el estrecho cuarto, antiguo cubículo de guardia que Kafka alquiló por 18 meses para escribir a la salida de su trabajo burocrático. Bajas del castillo y en las paredes de la embajada americana te encuentras con una placa que dice que en un antiguo apartamento, ahora parte de la delegación, vivió Kafka un tiempo.
Por todos lados se venden sus libros traducidos a las principales lenguas europeas. Hay postales, carteles y artefactos alusivos a su obra.
No es el buen rey Wenceslao ni el alquimista Rodulfo II. No es Masaryk, Dubcek ni Havel. Es Kafka el personaje emblemático de la ciudad. Aquella urbe angustiada de 1968 se ha convertido en una metrópoli vibrante, rebosante de turistas, brotada de negocios y tiendas, viva de noche, luminosa todo el tiempo. Pero la Praga eufórica y extrovertida se representa como la ciudad de Kafka.
El excluido germanoparlante, judío y tuberculoso ha sido acogido como símbolo unificador. El escritor que pocos entendían está al centro del mito que todos celebran. Hay algo inquietante en todo esto. El bucéfalo que se resignó a ser abogado y funcionario apenas aceptó la humanidad impuesta por las normas y las convenciones de las diversas sociedades en que se encontraba insertado. Y ahora, de pronto, ante el colapso o el debilitamiento de todas las instituciones y las tradiciones heredadas, el procesado y el proscrito del castillo se transmuta en el portaestandarte de todas las posibilidades.
Praga tiene uno de los mejores zoológicos del mundo. Huyo allí para no pensar que quiere decir tanto Kafka. Uno llega por bote y el recorrido es un festival de verde en el que los hábitats de los distintos animales queda intercalado. Hay un pabellón indonesio en que los murciélagos están sueltos, para consternación de algunos visitantes y deleite de todos los demás. Está tan bien concebido que la ilusión de estar en Sumatra apenas se disipa al salir.
Los caballos mongoles, los antílopes arábigos, los pesados y torpes bisontes del Far West, los solemnes flamingos, los pingüinos juguetones, los lánguidos canguros hablan de mundos perdidos a la imaginación. Los niños celebran todo este derroche de exotismo, porque los zoológicos pertenecen a los niños que nunca han tenido jirafa.
Pero Kafka está en el zoológico de Praga, en esa lógica enrevesada que insiste que haya sábanas tras los montes y todo pueda ser visitado sobre ruedas. Aquí había águilas que nunca podrán remontar vuelo y leones que nunca cazarán su propia presa. Las reglas de este mundo ordenado insistirán en ocultar el horror de la lucha por la supervivencia, no para que los niños no se alarmen, sino para que los adultos no recuerden el absurdo de la situación universal.