Ícaro cae y cae
A veces, no siempre, las manías pagan o, al menos, tienen sus ventajas. (¿Entonces debía llamarlas costumbre en vez de manías? Así suena mejor y resulta más apropiado para estos casos ventajosos. ¿No creen?) En algún otro lugar ya he dicho, pero como viene al caso lo repito, que una de mis manías o costumbres es incluir en la portadilla de los libros que adquiero mi firma, la fecha y el lugar donde compré el ejemplar que viene a poblar mi biblioteca, biblioteca que poco a poco, como si fuera un cuento de Cortázar, va tomando posesión de mi casa: vivo en una casa tomada y el gusto por esa vida doméstica compartida con libros, libros y más libros lo aprendí de mi maestra, Nilita Vientós Gastón, quien vivía en una hermosa casa biblioteca en la Calle Cordero en Santurce.
Este dato –el de mi manía o costumbre, no la localización de la casa biblioteca de Nilita– viene al caso porque el otro día volví a leer un poema que me ha obsesionado por años y que he leído cientos de veces, “Musée de Beaux Arts” del poeta anglo-americano W. H. Auden (1907-1973). Este es un texto que me obsesiona, como decía, y que he tratado de traducir y que, aunque conozco una y cada una de las palabras que lo componen y aunque entiendo también las estrategias estéticas de las que el poeta se vale para construirlo, nunca he podido llegar a traducirlo o, mejor dicho, nunca he quedado satisfecho con las traducciones que he logrado producir. Esta vez, como tantas otras, leí el poema de Auden por el puro placer de oír en mi cabeza la voz del poeta mientras leía yo en silencio el texto, mientras iba con los ojos y con la voz interna de verso a verso. (En estos días de maravillas tecnológicas uno fácilmente puede oír y ver a Auden leyendo el poema en YouTube. Lo he leído siguiendo la voz del poeta por ese medio y recomiendo la experiencia.) Pero al leerlo esa vez me pregunté cuándo fue que descubrí esta joya. Entonces mi costumbre o manía rindió provecho. En la portadilla de mi edición de los Collected Shorter Poems, 1927-1957 aparece mi firma, con letras mucho más pequeñas y apretadas que las de ahora – desparramadas y aligeradas las de hoy – y la palabra “Princeton”, debajo de la cual aparece la fecha de VI-1975.
Esa información despertó las memorias. Recordé que éste fue uno de los últimos libros que compré antes de salir de la universidad donde me doctoré, justo antes de mudarme a Boston, a donde fui a trabajar. Creo recordar que adquirí este volumen y el de los poemas extensos de Auden como un regalo que me hice para celebrar ese cambio en mi vida, de estudiante a profesor. (Aunque estudiante nunca he dejado de ser…) Ese recuerdo me llevó a otro: me hice específicamente ese magnífico regalo –magnífico por la calidad de la poesía, no por el precio del libro– porque poco antes había leído una nota sobre Auden en el New York Review of Books, revista que me marcó profundamente durante esos años. Como no tenía dinero para suscribirme a la misma, tenía que leerla en la biblioteca de la universidad e iba con religiosidad a la hemeroteca a buscar el número más reciente. En uno de ésos del año 1973 leí una reseña o una nota donde se comentaba la obra de Auden a raíz de su muerte. Fue una de las tantas que aparecieron al morir un poeta tan importante tanto para las letras inglesas como las estadounidenses. Y esa nota fue la que me llevó a su poesía. Así fue que descubrí a este poeta y este poema que me ha obsesionado por años.
Los críticos establecen que Auden escribió “Musée de Beaux Arts” en 1938 cuando, después de haber servido en la Guerra Civil Española como chofer de ambulancia del ejército republicano (Auden era pacifista pero defendía el gobierno democrático español), de paso por Bruselas, visitó el Museo de Bellas Artes de esta ciudad; de ahí el título del poema, título en francés, lo que refleja la realidad lingüística de la ciudad. Los críticos también establecen –y así hacerlo es fácil por la evidencia interna del texto– que el poeta centra su atención en un cuadro en específico de la colección de ese museo: “La caída de Ícaro” de Pieter Bruegel (1527-1569). (En esos años princetonianos mi amigo Jim Schultz me enseñó a pronunciar correctamente el nombre de este pintor que debía sonar algo así como “broiguel”. Pero no confíen en mí, pues mi maestría de las lenguas germanas es más que dudosa y en eso de pronunciar idiomas extranjeros, cualquiera que sea, soy muy malo.)
El poema de Auden sobre el cuadro de Bruegel es un ejemplo clásico de lo que los estudiosos de la relación entre palabra e imagen llaman “ékfrasis”: la recreación o descripción de una obra de arte visual en un texto literario, tradicionalmente en un poema, aunque hoy en día ampliamos los parámetros a ambos lados de la ecuación y la “ékfrasis” no se tiene que limitar a un poema ni a una pintura o escultura. Pero, cuando les quiero explicar a mis alumnos cómo funciona esta técnica literaria, uso este poema de Auden o aquel soneto de Sor Juana Inés de la Cruz que comienza diciendo “Este que ves, engaño colorido…”, poema donde la gran poeta mexicana describe un retrato suyo y, al hacerlo, intenta y logra superar otro poema de su maestro, Góngora.
Auden no fue el único poeta que se inspiró en este mismo cuadro de Bruegel. William Carlos Williams, poetas de raíces boricuas por parte de madre, le dedicó a diversos cuadros de este pintor un libro completo: Pictures from Bruegel (1962). En este hermoso poemario hay un texto dedicado a “La caída de Ícaro” que lleva el título que algunos historiadores del arte dicen que es el verdadero de ese cuadro: “Landscape with the fall of Icarus”. El de Williams es un excelente texto que se centra mucho más que el de Auden en la iconografía de esa pintura en específico. Williams es mucho más directo y le presta toda su atención a esa sola pieza. Auden, en cambio, es menos preciso y, por ello, en su poema hay alusiones a otras obras de los grandes maestros, a otros cuadros de este artista y otros más que vio en esa visita a Bruselas de 1938. Williams, dicen los críticos, se inspiró en un catálogo o libro sobre la obra del pintor, no en la pintura misma ni en una visita al museo belga.
A pesar de mi reconocimiento de la maestría de “Landscape with the fall of Icarus” de Williams prefiero “Musée de Beaux Arts” de Auden. Quizás así sea porque conocí ese poema antes que el otro. O quizás porque la vida de un poeta me interesó y me atrajo más. O quizás – quién sabe – porque, aunque Auden se centra en ese cuadro de Bruegel, en su texto recrea la visita a un museo y, para mí, los museos son lo más cercano que conozco a una encarnación del perdido paraíso terrenal. Pero, en verdad, vaya uno a saber por qué prefiero un texto al otro. De seguro uno de los rasgos del poema de Auden que más me atrae es su estructura o su argumentación poética que va de lo más amplio – “About suffering they were never wrong…” reza el primer verso – a lo más concreto – la caída de Ícaro: “Something amazing, a boy falling from the sky…” – con lo que casi cierra el poema Auden con éste, su penúltimo verso. Y entre un verso y otro, el poeta recrea el cuadro de Bruegel y otros más de los grandes maestros flamencos, pintores que tanto admiro.
Pero además de la recreación de un cuadro o de cuadros de una importante escuela de pintura lo que Auden capta son distintos patrones de conducta humana que Bruegel y sus contemporáneos plasmaron en sus lienzos de manera ejemplar. Recordemos que la pintura flamenca tenía un marcado fin pedagógico y que, por ello, muchos de estos cuadros eran lecciones de moral ilustradas. Auden, siguiendo al viejo pintor, nos presenta esa misma lección por la recreación de su mundo de cotidianidad: niños que patinan en el hielo e ignoran que cerca de ellos los magos adoran al niño Jesús; perros que siguen su vida perruna – no necesariamente de perro – y caballos que se rascan el trasero contra un árbol mientras el mártir o los niños inocentes son degollados. Ícaro cae al agua pero el campesino sigue arando su pedazo de tierra y el barco, desde donde se tuvo que haber visto el insólito hecho de la caída del joven que intentó ascender al sol, “had somewhere to get to and sailed calmy on”, como dice el verso con el que magistralmente cierra el poema.
La lección de Auden es sencilla y profunda a la vez: lo maravilloso, lo inusual, lo insólito pasa a diario, pero los humanos nos protegemos de ese choque con lo extraordinario y, como el perro y como el caballo, como el campesino y como el marino, como los niños patinadores seguimos nuestra vida diaria, cotidiana que, en el fondo, es una forma de protección: no estamos hechos para ver y entender la caída de Ícaro. La vida del día a día nos ciega y nos protege de lo extraordinario y maravilloso. Ésa, al menos para mí, es la gran lección del poema de Auden, lección que refleja y verbaliza la que también ofrece la pintura de Bruegel. Por años, como he dicho, ese poema me ha atraído de manera muy especial. A veces, sin aparente razón alguna, voy a la estantería donde sé perfectamente bien que está el tomo que lo contiene y leo el poema y lo releo. Esa lectura es como un sedante y una pastilla de vitamina a la vez: me calma y me hace sentir más fuerte.
Conocía a Bruegel antes de leer por primera vez el poema de Auden. Lo conocí por reproducciones en libros de arte, pero, al menos, había visto una pintura suya, “Los segadores” que se atesora en la colección del Metropolitan Museum de Nueva York. Más tarde vi en El Prado otra pieza de este pintor, “El triunfo de la muerte”. Estas obras me impresionaron, pero no cambiaron mi valoración ni mi entendimiento de este maestro flamenco. Es que, como Williams, llegué primero a conocer a Bruegel por libros y no fue hasta el otoño de 2007, cuando visité Bélgica – Bruselas, Brujas, Amberes – que pude apreciar y entender mejor su obra al verla en mayor número y en el amplio contexto de su propia cultura.
Como en tantísimas otras ocasiones, la razón de este viaje a Bélgica fue un compromiso académico: participar en una conferencia sobre gastronomía y literatura que organizaban colegas de la Universidad de Amberes, bajo de dirección de mi amiga Rita de Maeseneer, y a la que me invitaron por mi interés en los libros de cocina latinoamericanos del siglo XIX. Y fue entonces, el 16 de septiembre de 2007 – lo sé por mi manía o costumbre de poner la fecha de adquisición en los libros que compro, en este caso, el catálogo del Museo de Arte Antigua de Bruselas, el mismo que visitó Auden – que pude ver, por fin, la pintura que había inspirado “Musée de Beaux Arts”, pintura que por tantos años había soñado ver.
Como en tantas otras ocasiones, la obra me sorprendió, a pesar de conocerla con relativa familiaridad por las reproducciones que tantas veces había visto, porque siempre hay una marcada diferencia entre la imagen en el libro y el original en la pared. De esa experiencia ha escrito muy certeramente André Malraux y la misma me ha ocurrido frecuentemente. Por ejemplo, la primera vez que vi “La persistencia de la memoria” de Salvador Dalí no podía creer que esta pieza fuera tan pequeña porque me la imaginaba, a partir de las reproducciones, monumental, inmensa o, al menos, mucho más grande de lo que es. Cuando la vi, “La caída de Ícaro” me pareció mucho más brillante que como la recordaba por las reproducciones que conocía. Antes veía en la obra pasajes donde se podía ver la luz como si se filtrara por un cristal, pero no fuera plenamente transparente. En cambio, ahora en el cuadro la luz dominaba e iluminaba toda la pieza. Los surcos que cortan el arado tenían para mí la consistencia de la plasticina con la que jugaba de niño y me hacía pensar en cuadros casi de nuestros días y derivados del cubismo. Las montañas más cercanas – no las del fondo del cuadro – me hacían recordar los mogotes de nuestra costa norte. El paisaje en general – recordemos que para algunos la pintura es un paisaje y la caída de Ícaro es sólo un elemento añadido al mismo: por ello el título del poema de Williams – parece inventado, no visto. Bruegel, quien viajó por Francia e Italia, en el cuadro parece imaginar o recordar el Mediterráneo desde Flandes. A pesar de su experiencia directa del paisaje italiano, el de su cuadro no es plenamente convincente porque, en el fondo, no es un pintor realista. (¿Qué pintor verdaderamente lo es?) El realismo detallista, no impresionista, que usó Bruegel le da al cuadro un sentido de falsedad o, al menos, de objeto refinado, no de fragmento vivo o real. La suma de detalles minuciosamente representados y acumulados no crea un sentido de verosimilitud sino, paradójicamente, hace que veamos el cuadro como un artefacto. El cuadro tiene la apariencia de un objeto cultural, de una máquina artística. Aunque sabía dónde tenía que mirar para hallar a Ícaro, me engañaba a mí mismo cada vez que iba a ver la pintura – fueron tres visitas y me detuve frente al cuadro por largos periodos en cada una – y trataba de observar la composición como si no conociera el detalle de Ícaro y me fuera a sorprender el descubrir las piernas del joven que cae al mar y se ahoga. Con la mirada quería preproducir la lectura del poema de Auden que cierra con el cuerpo del joven y con el barquito que sigue su rumbo sin prestarle atención al insólito acontecimiento que ocurre a su lado. La experiencia repetida resultaba única en cada ocasión y siempre que salía del museo me preguntaba si Auden se había sentido igual que yo, sin darme cuenta en el momento que era él, Auden, quien me guiaba y me obligaba a mirar al cuadro de la forma que lo hacía.
Y al salir del museo me topaba, me daba de bruces con la ciudad, con la capital de un país que no acaba de decidir qué va a hacer y qué va a ser: ¿se dividirá en dos, entre regiones de hablantes de francés y de hablantes de flamenco, o seguirá siendo una unidad? ¿Cómo será si sigue siendo un país unido? ¿Seguirá con la monarquía o cuál de los dos nuevos países la tendrá? Tras el dilema belga no dejaba de oír voces boricuas: ¿Estadidad? ¿Independencia? ¿Qué es el ELA? Es que entre Bélgica y Puerto Rico, a pesar de las inmensas diferencias que nos separan, no dejan de haber paralelismos que nos unen. Pensaba en todo eso a cada paso que daba por las calles de su capital y por las otras ciudades belgas que visité. Las consignas políticas pintadas en las paredes, aun en las de importantes edificios públicos como la Biblioteca Nacional, la presencia de nuevos emigrantes de las viejas colonias – el Congo Belga contraataca – y de otros países – la presencia musulmana se hace evidentísima – me hacían sentir muy claramente que había salido del reino del orden y la estética que es el museo a la calle, llena de vida y necesidad de decisión y de acción. Por supuesto, como turista de clase media estaba relativamente protegido del choque con ese mundo inhóspito. (El minúsculo hotelito donde me quedaba, gracias al consejo de Rita, estaba en una calle que parecía ejemplificar a perfección el orden burgués europeo.) Además estaba viajando sólo y, por ello, mis excursiones por Bruselas eran mucho menos arriesgadas que las que suelo hacer cuando viajo con Iñaki, compañero de viaje ideal. No podía “perderme”, como llamo a esas excursiones que hacemos sin un plan fijo en mente, excursiones por ciudades desconocidas que nos llevan a conocer de verdad esos mundos nuevos que visitamos. Ambos tenemos buen sentido de dirección y siempre andamos con mapas y guías. Nos gusta deambular sin plan determinado ni ritmo fijo por una ciudad que no conocemos bien.
Pero eso no fue lo que hice en Bruselas, ni en Brujas ni en Amberes donde seguí las rutas marcadas por las guías y sólo visité las partes más turísticas de estas ciudades. A pesar de ello, el contraste entre el museo y la calle se me hacían marcadísimos.Entonces mi atención se centró en la capital belga, porque Brujas es un mundo casi de fantasía: una ciudad que parece sacada de un cuento de hadas y en la que sólo estuve un día y no deambulé por otras rutas que no fueran la de los museos y las iglesias. De Amberes vi muy poco porque fue allí que se llevó a cabo el congreso que justificaba mi viaje y me dediqué allí plenamente a mis deberes académicos. Bélgica, para mí, entonces, se convirtió en toda Bruselas y al caminar por sus calles buscaba la concreción de su historia. Mis lecturas antes del viaje me informaban que ésta ha sido siempre una región geográfica de encuentros y conflictos. También ha sido una región de riquezas ejemplificada extraordinariamente por la industria textil en la tardía Edad Media y el Renacimiento y por la del diamante desde el siglo XIX. Fue también un mundo de innovaciones, como lo comprueba la industria editorial que producían y vendían libros en varios idiomas desde casi el momento mismo que se invento la imprenta. Pero la región quedó atrapada en una red de intereses creados por los países que la rodean: Francia, Francia sobre todo, pero Alemania, Holanda e Inglaterra también marcaron la historia belga que, a su vez, marcó con un fiero y cruel colonialismo la historia de inmensas regiones de África.
Caminaba por las calles de Bruselas y aguzaba el oído y afilaba la vista en busca de la evidencia de la crisis del presente, porque las marcas de la historia las veía clara y fácilmente en la arquitectura, en la comida, en el lenguaje. Pero caminaba entonces por las calles en busca de la caída de un nuevo Ícaro sin darme cuenta que Auden tiene toda la razón: Ícaro siempre cae, pero no lo vemos caer hasta que el gran artista o el excelente historiador, que también es artista, apuntan su caída. Ocurre ante nuestros ojos, pero no nos damos cuenta:
The Old Masters: how well they understood Its human position: how it takes place While someone else is eating or opening a windows or just walking dully alongYo caminaba lenta aunque no desanimadamente o “dully”, como reza el verso del poema, por las calles de Bruselas: Ícaro caía y yo no me daba cuenta de ello. Así es siempre. Si no hay una conmoción política o social, sólo el gran artista o el excelente historiador, que también lo es, pueden ver y apuntan a la caída de un Ícaro. Y sólo entonces, después de su observación, nos damos cuenta de lo que ha pasado antes nuestros ojos.
De eso sólo me di cuenta cuando volví a recordar el poema de Auden al ver el cuadro de Bruegel por última vez la tarde antes de salir de Bruselas: Ícaro cae y vuelve a caer, pero la vida nuestra de cada día no nos deja verlo ni darnos cuenta de ello.