(Im)posturas y aporías del periodismo puertorriqueño
Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.
-Declaración Universal de Derechos Humanos (Art. 19)
Parte I
Las libertades de prensa, expresión e información están protegidas entre las principales cláusulas del derecho constitucional en las sociedades democráticas. Sin embargo, la realidad dista radicalmente de sus preceptos y aspiraciones. Aunque se representan formalmente como derechos políticos de la persona jurídica (ciudadano), e incluso se enuncian entre los principios fundamentales e inalienables de los derechos humanos, el acceso a la información está fuertemente controlado y restringido para el común de la ciudadanía, tanto en la dimensión de lo público como en el ámbito de lo privado. Las libertades para indagar sobre asuntos sensibles a la vida personal o al interés social, e investigar sobre temas concernientes a la voluntad de saber y al derecho de cada cual a informarse, están, si no prohibidas con fuerza de ley, sujetas a condiciones que hacen virtualmente imposible ejercerlas efectivamente y obtener la información deseada.Aunque cada persona singular (sujeto de derecho) está facultada constitucionalmente a procurar para sí la información que estime pertinente a sus propios intereses, la legislación estatal regente la ha despojado arbitrariamente de sus derechos. De una parte, el Estado se reserva para sí la potestad de ejercer control absoluto sobre la información relativa a sus ramificaciones gubernamentales, agencias e instituciones públicas. Las corporaciones privadas, por su parte, son fortalezas impenetrables e inmunes a las consideraciones éticas y libertades políticas relativas a los derechos civiles a saber, investigar y obtener información sin trabas arbitrarias e injustificables.
A la privación sistemática de estas libertades constitucionales le sigue el acaparamiento del poder de prensa por el capital privado. El ejercicio de la libertad para obtener información de fuentes primarias está reservado como privilegio exclusivo al gremio del periodismo “profesional”, autorizado legalmente por el Estado para ejercer sus funciones y contratado al servicio de alguna empresa privada e inscrita para tales fines. Los principales medios de “información” son corporaciones privadas y, aunque amparadas en los mismos preceptos constitucionales, administran sus dominios en función de sus propios intereses, aun cuando se representen a sí mismos como servidores del “interés social” y celadores de los derechos civiles.
En el contexto puertorriqueño, la libertad de prensa e información no existe de manera absoluta, a pesar de las garantías constitucionales. Está monopolizada por un puñado de corporaciones privadas y sujetas a sus racionalidades gerenciales, intereses económicos/comerciales, ambiciones políticas e inclinaciones ideológicas. Esta es la realidad, aunque entre sus prácticas informativas también suelen ejercer un inmenso poder fiscalizador que beneficia, directa o indirectamente, a la ciudadanía en general. Esta es la impresión generalizada entre su clientela, confiada y habituada a conformarse con la información divulgada; sin cultivar mayores exigencias ni expectativas.
Al parecer, las corporaciones privadas que acaparan la información periodística satisfacen las demandas de sus consumidores. Sus negocios se mantienen a flote, no solo porque la gente compra lo que le venden, sino porque, al hacerlo, legitiman su existencia, sus dominios y sus términos. Así, la conformidad generalizada le sirve a la industria del periodismo como garante ideológico y, a la vez, como estabilizador político y sostén económico.
En la actualidad, se presume la existencia de un consentimiento tácito por parte de la ciudadanía al dominio corporativo privado sobre la libertad de prensa e información. Quizá, porque se confía ciegamente en que -al margen de sus intereses lucrativos- ejerce su poder en defensa del interés “público” y del bienestar general; ya contra los excesos del Estado de Ley o contra las insensibilidades y abusos del capitalismo; porque denuncia los actos criminales, corrupciones y fraudes de funcionarios de gobierno, empresarios privados o sujetos particulares; condena la inmunidad y exige justicia retributiva para las víctimas; porque se solidariza con las iniciativas de autogestión comunitaria y las gestiones asistenciales a los empobrecidos y marginados; o porque favorece el respeto de los derechos civiles formales, a la vez que propicia una cultura consumerista, entretiene y favorece a los segmentos más privilegiados de la sociedad. De este modo, a pesar de que la industria periodística privada controla selectivamente la información de “interés social” y regula los contenidos de lo que divulga y circula masivamente, constituye un pilar fundamental en las sociedades democráticas y goza de una suerte de autoridad relativamente infalible.
Pero, más allá de su gestión informativa y fiscalizadora, la industria periodística ejerce una poderosa influencia ideológica que orienta la atención del ciudadano dentro de su propia lógica gerencial. Es decir, no se limita a enunciar el material informativo (a indicar qué, quién, cómo, dónde, cuándo y por qué) sino que, al hacerlo, reproduce las condiciones ideológicas que posibilitan su preservación, sostenimiento y perpetuidad corporativa. Sus dominios constituyen parte integral del imaginario social dominante y ejercen una poderosa influencia en la vida política, económica y social isleña. Asimismo, sus lineamientos editoriales suponen representar los valores culturales de la sociedad puertorriqueña, a la vez que los interpretan y modulan a imagen de su particular visión de mundo.
No obstante las condiciones históricas y psicosociales que lo han posibilitado, la ciudadanía nunca ha delegado el poder de control sobre la información a la maquinaria reguladora y censora del aparato estatal, ni ha cedido sus derechos a investigar e informarse a los medios corporativos privados. Este arreglo ha sido impuesto históricamente sobre toda la población isleña, sin consulta previa ni pacto alguno de consentimiento firmado. Desde la perspectiva de los derechos civiles y humanos, puede alegarse sin remiendos que las libertades de prensa e información son de carácter ficcional en nuestra sociedad. A pesar de las virtudes propias del periodismo (“profesional” e “independiente”) en Puerto Rico, las restricciones legales de acceso a la información y, a la vez, la concentración del poder investigativo e informativo en unas cuantas corporaciones privadas, constituyen una afrenta a los derechos civiles y un fraude a los principios de las libertades democráticas.
Es responsabilidad ética y política del ciudadano informarse por todos los medios que pueda disponer, y advertir las limitaciones propias de los medios informativos existentes, tanto de los oficiales como de los marginales; descifrar las estratagemas de sus propagandas corporativas y aguzar el intelecto para discernir sobre la veracidad e (im)parcialidad de sus divulgaciones, así como para captar sus omisiones…
De la “realidad objetiva” y la “verdad de los hechos”
La diversidad de medios informativos en competencia (conservadores o liberales, de izquierda o de derecha) matiza el contenido de la información divulgada desde la perspectiva de sus respectivas gerencias, y es preciso advertirlo en todo momento. Invariablemente, todos se atribuyen informar “la verdad de los hechos” y (re)presentar la “realidad objetiva”, en función de los intereses del Pueblo. Pero al margen de sus estrategias retóricas y su imagen publicitaria, en la prensa insular se plasma con nitidez el carácter ilusorio de la verdad absoluta o de la realidad objetiva como unidades íntegras de sentido y reducibles al orden de la representación mediática.
No es difícil rastrear en los medios informativos rasgos estructurales que le son comunes, a pesar de las variantes ideológicas de sus gerencias. De cierto modo, puede hablarse de una prensa puertorriqueña, pero no reducirla al orden idealizado de sus respectivas propagandas corporativas. Desde una perspectiva sociológica, es preciso advertir que el periodismo insular está inmerso en un océano de contradicciones ideológicas y de ambivalencias morales, así como de equívocos históricos e incoherencias teóricas, generalizables a la dimensión sociocultural puertorriqueña en conjunto.
No obstante, esta realidad no enuncia un contrasentido irresoluble. El carácter paradójico de la información divulgada por la industria periodística le es constitutivo de manera generalizada. De hecho, conforma una parte sustancial del discurso informativo en sus diversas modalidades mercantiles (noticias, anuncios, artículos de opinión, comentarios, reportajes y editoriales). En este sentido, algo de la realidad escapa de los controles impuestos a la información, y trasciende las ansias empresariales de contenerla de manera objetivada y definitiva en el marco de sus divulgaciones. La industria periodística, lo ignore o lo advierta, opera sus negocios como si satisficiera una demanda general de coherencia informativa y sentido unívoco, aun cuando la realidad se lo imposibilita.
Pero la información periodística es un producto mercadeable como cualquier otro, y el negocio consiste en venderlo. A tales fines, la gerencia corporativa encarga selectivamente el objeto de la cobertura periodística y dispone calculadamente los términos de sus contenidos. La redacción impresa le da forma precisa al material recopilado por el periodista; moldea y ajusta la información al orden de sus criterios y le inscribe la perspectiva deseada. La verdad prometida es fabricada; la realidad objetiva, confeccionada…
De la función (in)formativa
La finalidad de los medios informativos no se limita exclusivamente a informar masivamente. Le apareja una función social formativa. Informar es formar, “educar”. La industria periodística opera como bastión de educación popular y, en cierta medida, como refuerzo de las instituciones educativas del Estado (públicas y privadas). Los periódicos y las revistas periodísticas inciden en los modos como se percibe el orden de lo político, lo sociocultural y lo económico, y ejercen un poder influyente en la construcción de la opinión pública, informándola y educándola al mismo tiempo. En este sentido, el ejercicio del poder (in)formativo de la Prensa no es imparcial. Se proyecta hacia determinados fines, y orienta sus contenidos en el marco de sus valores morales, sus creencias, intereses e ideales. Algunos medios lo aceptan de manera explícita y otros evaden hacerlo, pero todos lo manifiestan de manera tácita en el contenido de sus publicaciones (editoriales, reportajes, columnas o artículos, etc.).
El objetivo pedagógico implícito entre las funciones periodísticas juega un papel determinante en las sociedades democráticas. De una parte, aparenta dejar en manos de los lectores la libertad de analizar por cuenta propia la información divulgada. De otra, menos perceptible al común de la gente, procura encuadrar a su clientela dentro los cercos ideológicos delineados. De este modo, a veces con calculada sutileza y a veces sin reparo alguno, el poder (in)formativo se convierte en autoridad doctrinaria y la información divulgada en mecanismo de encuadramiento ideológico.
La exaltación de los rasgos distintivos que nos igualan como pueblo no ha perdido su atractivo publicitario en el gran mercado de la información periodística. Sin embargo, en la actual condición de época, el atractivo de mayor efectividad publicitaria está centrado en lo que nos diferencia. Las mismas lógicas de la competencia en los mercados comerciales parecen aplicar al comercio de la información periodística, de modo similar a como habitúan hacerlo los estrategas ideológicos del poder de Estado. Todos dicen existir en función de las demandas del pueblo, la ciudadanía, la clientela. Todos invocan su nombre para justificar sus dominios, incluso a sabiendas de que se trata en realidad de una ficción idealizada e ilusoria. Sin embargo, así como el orden de las leyes estatales, la información periodística proyecta creencias compartidas o compartimentadas; ideales e ilusiones deseables e indeseables; temores fundamentados o irracionales; prejuicios confundidos con valores morales; ignorancias tenidas por conocimientos, y mentiras creídas como verdades.
Los contenidos periodísticos, invariablemente, develan la condición inaprehensible del reino de lo real, y construyen un mundo de representaciones simbólicas que lo suplantan y que, a la vez, propulsa infinidad de realidades, muchas veces incongruentes y conflictivas entre sí. La diversidad de interpretaciones de la miríada de lectores de una misma noticia lo evidencia. Al decir de una derrota le sigue su revés; a una injusticia, su justificación. Así, cualquier “verdad” enunciada en la prensa está sujeta de inmediato a los matices subjetivos de su clientela, que la enjuician, la analizan y la confrontan; la creen o la desmienten.
La práctica tradicional del periodismo puertorriqueño cultiva la impresión de que contiene la realidad objetiva y la verdad de los hechos. Alega que posee un método infalible para hacerlo, y no vacila a la hora de publicitarlo. Las corporaciones que acaparan la industria periodística no dejan de sacarle partido a esta creencia, generalizada entre su clientela y que, por su parte, se presume que demanda que así sea. La “profesionalización” del periodismo insular opera como condición matriz de esta creencia, compartida entre la gerencia corporativa y el gremio de periodistas “profesionales”, pero menos por su relación con la realidad objetiva o la verdad absoluta que por su valor como atractivo publicitario y garante legitimador de sus negocios.
Parte II
Límites de la prensa tradicional / periodismo “profesional”
Absolute truth is a very rare and dangerous commodity in the context of professional journalism.
-H. S. Thompson (1973)
Las prácticas narrativas del periodismo “profesional” puertorriqueño están sujetas a férreas regulaciones editoriales y condiciones contractuales que, por lo general, imposibilitan integrar análisis rigurosos y críticos sobre las temáticas abordadas y publicadas. El gremio de periodistas “profesionales” está inmerso entre las lógicas gerenciales de la empresa para la que trabajan y su poder de censura ideológica, aunque se represente a sí mismo como celador de la verdad y garante de la “realidad objetiva”. La libertad de prensa no existe de manera absoluta en nuestra sociedad, y la clase periodística labora como intermediaria entre la verdad y lo que le es permitido contar de ella.
De una parte, el periodista “profesional” se ve constreñido a satisfacer los requerimientos comerciales de la empresa para la que trabaja y, simultáneamente, a acoplar su cobertura a las presumidas demandas de objetividad de su clientela. Es decir, que su tarea se reduce al encargo de “informar” neutralmente sobre los asuntos asignados, aun al precio de invisibilizar, ignorar o distorsionar partes sustanciales de la realidad.
El saldo de la información publicada en los medios tiene el efecto ilusorio de hacer creer que representa la verdad absoluta de los hechos, y que la profesionalidad se manifiesta exclusivamente en el decir de las cosas “tal cual son”. Pero la mirada irremediablemente selectiva -tanto de la autoridad que asigna el objeto de la cobertura como la del enfoque particular del “informante”- socava esta ilusión mítica. De la misma forma, las omisiones calculadas, la superficialidad de la cobertura y la trivialización de sus contenidos, develan el carácter ilusorio e ilusionista de las presunciones profesionales de objetividad e imparcialidad política.
Esta creencia pertenece, más bien, a la imagen publicitaria de los medios informativos; responde al cálculo gerencial de sus propietarios y a la influencia de los beneficiarios de sus ficciones ideológicas y regulaciones normativas. El periodista “profesional”, en estos términos, es un funcionario corporativo al servicio del empleador; y su relativa libertad discrecional en el ejercicio de sus funciones en propiedad (investigativas e informativas) está restringida de antemano por la autoridad patronal. Esta relación de poder jerárquico está estructurada en idénticos términos para la prensa liberal o conservadora, de izquierda o de derecha.
La autoridad patronal o la gerencia editorial velan por garantizar las condiciones que sostienen a flote su negocio y en competencia en el gran mercado de la información, cualquiera que sea su contenido. Sin embargo, el poder regulador y sus funciones censoras (ya en lo que ponen énfasis, ya en lo que excluyen; a lo que dan voz o a lo que silencian) operan dentro de un campo de dinámicas políticas sumamente complejas y es preciso advertirlo.
La situación laboral del periodista “profesional” (investigador e informante) no se trata de una simple relación de subordinación contractual o vasallaje a la voluntad patronal. De una parte, el patrono/editor alega que obedece a la demanda comercial (real o imaginaria), y que para satisfacerla debe fijar estrictos controles y regulaciones que garanticen la calidad del producto a mercadear. Como medida preventiva, precisa sojuzgar la libertad intelectual de sus empleados y refrenar sus especulaciones subjetivas, cargas morales o intereses personales que pudieran viciar el abordaje de la noticia o tergiversar arbitrariamente la información. En este sentido, la finalidad de las prácticas de control informativo aparentan ser de naturaleza pragmática o administrativa, no política. Sin embargo, la efectividad del control sobre la información a divulgar está condicionada por la efectividad de los mecanismos de control operados sobre el informante. La “calidad” del producto, desde la perspectiva gerencial, está sujeta al nivel de acondicionamiento psicológico del periodista, a su disposición anímica a ceñirse a los requerimientos pactados y a demostrar lealtad incondicional a la política patronal.
Desde esta óptica, el censor oficial no interesa menoscabar la “libertad” de prensa sino garantizar la calidad de la información, el profesionalismo del informante y, sobre todo, proteger la imagen de la empresa. A tales efectos, restringe las libertades intelectuales del ejercicio periodístico con el fin de minimizar las inclinaciones personales del periodista; posibles calumnias o difamaciones, favoritismos políticos, económicos o religiosos u otras perspectivas prejuiciadas, que pudieran minar la credibilidad de la empresa o encarar cuantiosas demandas legales. Al periodista “profesional”, pues, le está prohibido formalmente tomar partido, opinar o ejercer análisis crítico sobre el asunto asignado. Debe limitarse a reportar el hecho e informar sobre el acontecimiento de manera imparcial (objetiva y neutra); o al menos aparentar hacerlo.
De otra parte, el periodista en nómina -aunque haya quien se lamente- suele percibirse a sí mismo en los términos prescritos por el patrono y considera como “profesional” encuadrarse en el orden de sus requerimientos formales. La función del periodista “profesional” queda reducida a la de mensajero de noticias asignadas o informante. El grueso de las coberturas mediáticas se limitan a eso, y se considera que el periodista “profesional” es el que no guarda reparos al respecto ni ostenta mayores pretensiones de hacer más de lo que le es requerido y permitido hacer.
Sea por conveniencia laboral o comodidad personal, por formación académica, programación ideológica o convicción, el periodismo “profesional” en Puerto Rico opera habitualmente sin mayores recelos intelectuales o aspiraciones de trascender en el análisis de la inmediatez asignada. La información publicada en los medios informativos suele ser insuficiente e insustancial, superficial y trivializadora. Pero, más allá de las restricciones impuestas por la gerencia editorial, la pereza intelectual, la ingenuidad política, la ignorancia histórica y la mediocridad teórica del periodista agravan el estado de situación del periodismo “profesional” en la Isla.
Estas condiciones convergen simultáneamente con las limitaciones a las libertades intelectuales, las presiones de tiempo para el cierre de la edición y las restricciones editoriales al espacio de redacción, ajustado y apretujado entre la publicidad comercial, que ocupa el grueso del contenido impreso en los periódicos isleños. Pero la gravedad de esta realidad, acentuada por consideraciones ecológicas, es un mal menor dentro del contexto de las implicaciones políticas y psicosociales del periodismos “profesional” en Puerto Rico. Del análisis sobre el contenido de las publicaciones en los medios informativos (impresos y digitales) pueden inferirse, por ejemplo, las carencias intelectuales del periodista promedio. En principio, debiera asumir la responsabilidad de informarse previamente sobre la temática a cubrir, pero no lo hace. La redacción final de la cobertura publicada informa, entre líneas, la incompetencia del informante.
Esta realidad se materializa en la omisión de información sensible, que si se hace con premeditación constituye una modalidad de encubrimiento; de falseamiento de la realidad; un engaño; una impostura. Esta práctica es perceptible en las coberturas saturadas de repeticiones insustanciales, de citas sacadas de contexto o en la exaltación de trivialidades. Paralelo a las exigencias de estilo de la redacción, a la brevedad del espacio previsto y la prisa por someter el encargo a tiempo para la imprenta, la desidia intelectual del periodista desvirtúa la calidad de la información en múltiples dimensiones. La insuficiencia de lo “informado” no siempre se debe a la escases de datos, a la ambivalencia o parquedad de las fuentes, sino a la carencia de interés del informante. El periodista “profesional” no solo renuncia a la libertad de ejercer un análisis crítico y reflexivo sobre el objeto de su encargo. Abdica, a la vez, de la responsabilidad de investigarlo a profundidad, y se conforma con cumplir lo mínimo requerido por la empresa para la que trabaja. Esta denuncia puede corroborarse a diario, tanto en los reportajes más extensos como en las columnas habituales.
El periodista informante (reportero, investigador o redactor) se conforma con citar textualmente fuentes de “autoridad” sin constatar siquiera la veracidad de sus discursos. Pero el espacio designado para contener “la verdad de los hechos” no se limita a las repeticiones acríticas e irreflexivas. También suele inflarse con tácticas retóricas como la dramatización de nimiedades o exageraciones alarmistas. Trátese de autoridades corporativas o institucionales, científicas o religiosas, privadas o gubernamentales, el contenido impreso y en circulación constituye así una modalidad de la propaganda; el periódico sirve de plataforma publicitaria a sus intereses y el periodista se convierte en su vocero.
Esta práctica no es casual u ocasional. Se ejerce rutinariamente y sin reservas. Lo vemos reiteradamente en la reproducción de discursos oficiales o comunicados de prensa, parafraseados a veces por el informante, como si se tratase de una síntesis analítica o conclusión propia. Así sucede, por ejemplo, con la repetición de datos estadísticos y la “interpretación” oficial de “especialistas”, “profesionales” o demás fuentes “fidedignas” o autoridades de “entero crédito”. Lo mismo con relación a agencias de gobierno o empresas privadas, así como a favorecidos singulares por la desidia o comodidad del periodista.
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La impresión dominante en los medios (in)formativos es que existe una demanda generalizada de brevedad, “claridad” y concisión que debe ser satisfecha, aun al coste de la calidad de la información divulgada. La premisa que la sostiene es que el público lector, es decir, la clientela, no tiene tiempo que perder y prefiere invertirlo en informarse en términos generales antes que en profundizar sobre las ramificaciones o complejidades de los asuntos cubiertos. La ilusión que se estimula, es que en el breve espacio designado a contener la información se dice todo lo “relevante” que hay que decir sobre el tema. Entre líneas se confiesa que la cultura de consumo de información en la Isla es, en esencia, poco exigente, conformista y mediocre, y si no sufre de déficit de atención, carece de preparación o disciplina intelectual para entender temas más abarcadores o complejos.
Pero el periodista “profesional” tampoco puede darse el lujo de “perder tiempo” indagando más allá de la asignación inmediata. La competencia entre las empresas informativas por decirlo primero abona a la mediocridad de la cobertura, y las presiones para entregar con “urgencia” el encargo a imprenta imposibilitan guardar mayores expectativas. La lógica de fondo es puramente comercial y no tiene otra razón de ser. La prensa escrita no puede competir con las cadenas radiales, televisivas o los portales digitales, que por su naturaleza pueden transmitir directamente desde el lugar de los hechos e incluso cubrir simultáneamente el devenir de los acontecimientos. La mayor parte de la información circulada en los periódicos impresos ya ha sido cubierta y divulgada previamente en otros medios de exposición masiva. Sin embargo, a pesar de su relativo retardo, circulan como si se tratase de una primicia exclusiva, y sus contenidos (in)formativos suelen ser idénticos a los publicados en radio, televisión y otras redes de (in)formación/comunicación social.
Salvo por la particularidad de los reportajes especiales asignados, la cobertura diaria en los medios impresos suele ser reciclada y repetitiva; y no abunda ni profundiza sobre la información ya divulgada masivamente. A lo sumo, intercala “testimonios” de relacionados con el asunto o comentarios acotados de algún “especialista” en la materia, pero sin cautela sobre los méritos o credenciales de la fuente, ni prueba de la veracidad de lo atestiguado. Lo mismo sucede cuando se integran citas de posiciones disidentes o comentarios de opinión tomados al azar y sin consideraciones ulteriores. Por lo general, el saldo de esta práctica periodística desmerece la calidad de la cobertura a cambio de producir la impresión de que se ha auscultado el parecer o el sentir del pueblo, o que el informante se ha informado debidamente consultando “especialistas” o autoridades pertinentes.
La mayor parte de la cobertura noticiosa diaria en los principales medios (in)formativos del País se limita a reproducir los “comunicados de prensa” enviados a los rotativos por agencias gubernamentales o empresas privadas. El informante copia al pie de la letra la información provista y, si acaso, retoca su redacción y moldea el estilo para mercadearlo. De este modo, se toma la libertad de poner énfasis en lo que interesa explotar comercialmente de la información, dramatiza su retórica o saca de proporción determinados aspectos de la noticia. El estilo y montaje sensacionalista destacan en esta práctica periodística. Virtualmente, cualquier acontecimiento puede ser convertido en objeto de escándalo público, y sus figuras protagónicas condenadas, humilladas y difamadas o bien entronadas artificialmente solo para vender la noticia. La imparcialidad es una virtud de la que no puede jactarse el periodismo comercial.
A esto se suma la dependencia insular en información extraída de medios extranjeros para informar sobre temáticas internacionales. La prensa isleña recicla selectivamente la información publicada en otros medios, pero carece de recursos para corroborar sus contenidos y deposita su confianza en el prestigio de la fuente citada o su matriz corporativa. Los criterios de selectividad, sin embargo, no se dan en un vacío. Por lo general, los textos reimpresos coinciden o nutren los lineamientos editoriales de la empresa que los divulga. La parcialidad en este contexto puede inquirirse comparando la cobertura local, -que repite textualmente la información seleccionada- con las coberturas internacionales, muchas veces contradictorias entre sí, ya porque consideran otras perspectivas o porque integran detalles relevantes pero ignorados por la cobertura enlatada.
Nota: Mi próxima columna será la tercera y última parte de este escrito.