In memoriam… a la distancia de quince años
Cada sábado salíamos atravesando parques, callejones, aceras, y matorrales avituallados con buen vino (El Canario) para «caer» en los “parís” y quinceañeros bailar con las nenas y comernos los entremeses. No había violencia extrema, pero si la necesaria para invadir el territorio ajeno (colarnos), mearlo y marcarlo (con nuestras colonias fuertes y aliento espiritoso por todas las mesas), ocuparlo (bailando), y alborotar y aullar espantando a otros machos del lugar. La noche que conocí a Linda fue en una de esas incursiones, justo el día de su cumpleaños. Yo vestía unos »bodrogos» color negro (zapatos grandes y pesados), pantalones continental style amarillos color mierda de bebé (es decir, pantalones sin correa, con una trabilla para ajustarlos, y acomodados por encima de la cintura -casi en la barriga-y el ruedo desbordado por debajo del tobillo), una camisa de algodón sin cuello, abotonada en la mitad del pecho, estilo hindú, color marrón con un diseño estampado con el símbolo de la paz. Terminaba mi atuendo una enorme boina marrón en corduroy, echada a un lado de la cabeza, y una toalla rosa colgando del bolsillo derecho de mi pantalón continental. Es decir, sartorialmente era un pastiche formado compuesto por los elementos esenciales de John Lennon, Willie Colón y Roberto Roena.
Temprano en 1972 la clase graduanda de mi escuela, Don Miguel de Cervantes Saavedra, realizó una función de cine para recaudar fondos. Para ello presentaron una película de ciencia ficción en el Teatro Carmen, cine que se ponía ese día otra cara para servir a la comunidad. El Carmen daba películas de tono subido a principios de semana, a mediados de semana los filmes del espadachín manco y cualquier otro filme de violencia china, y en los fines de semana los estrenos de películas mexicanas y estadounidenses. Un martes en la mañana, justo antes de las películas XXX, llegamos cientos de escolares para asistir a la función. Esta sería la primera vez que yo acudiría a un cine con el único pretexto de aprovechar la oscuridad de la sala para intercambiar besos, abrazos, caricias y todas esas cosas que los jóvenes novios intercambian en ese lugar.
Linda se había convertido en una cómplice de este proyecto, y estaba deseosa de estar allí en la oscuridad, lejos de la escuela y de la verja de su casa, en un lugar donde pudiésemos tocarnos las manos, jurarnos amor eterno, besarnos tiernamente y abrazamos en cada escena de terror intergaláctico. Lejos de la verja, pues debido a una imprudencia mía en una fiesta familiar me prohibieron la entrada a la casa. Yo apenas tenía diecisiete años, ella quince, los cuerpos llenos de ilusiones, endorfinas y un mar de hormonas a chorros. Esa función se constelaba como una Arcadia, como una utopía, como un nuevo espacio de ensueño y de eros,
Recuerdo ese día como si fuera hoy. Entramos al cine con aquella tropa de escolares y empezaron los primeros besos, pellizcos y abrazos que acompañaron a los consabidos tráilers, hasta que se apagaron las luces y comenzó la dichosa película de ciencia ficción y terror espacial. De pronto, como quien por primera vez observa el Paraíso, El Yunque o el mar, mis ojos quedaron asombrados y convocados a una nueva magia cinemática, cuya oscuridad, colores, espacios y objetos redefinían y reemplazaban a toda una estética fílmica previa que desde entonces me pareció anquilosada, fallida, predecible y barata. El detalle. El más mínimo detalle de las naves, su trayectoria en ese vacío, y su única presencia en ese universo de espacio y estrellas llenaba la pantalla con las formas más exactas y hermosas que jamás vi.
Yo era entonces un fanático del cine. Desde pequeño los recorrí todos: el Rialto (en el viejo San Juan), el Metro, el Metropolitan, el Paramount, el Cinerama, el Santa Juanita y el Matienzo, y los nuevos cines de Plaza. Había recorrido solo, con mis padres, o con mis amistades todos los cines y vi todas las películas posibles en un Puerto Rico todavía dividido entre Marisol (la española) y James Bond, entre Rocío Durcal y Mary Poppins (o Julie Andrews).
Sin embargo, aquella poesía visual que se derramaba ante mi era otra cosa. En el fondo, tocando fuerte, los valses de Strauss acompañaban a aquella coreografía espacial que nos dejaba asomar a una forma única de narrar. La apertura del filme contaba con la sinfonía titulada Also Sprach Zarathustra, de Richard Strauss, que homenajeaba al increíble texto de Federico Nietzche, que a su vez nos regalaba toda la poesía que le provocaba la posibilidad de un hombre [sic] nuevo, de un superhombre sobre la faz de la tierra, capaz de superar la moral de rebaño y la circunstancias de su vida cotidiana. Para llegar a un nivel superior, la sociedad tenía que superar la historia, cómo aquella partitura superaba en forma, sonidos y melodías las partituras de su época.
Yo, desde entonces, tenía una obsesión y una profunda preocupación con las transformaciones, los cambios y sobre todo con la evolución. Pertenecía a una asociación estudiantil de Arqueología y pertenecía también a un grupo secreto que nos reuníamos a hacer lecturas de los textos de Mendel, Huxley y Darwin, para entender los esquemas de la evolución humana en los libros de la Time-Life que solo nosotros sacábamos para leer de la biblioteca de la escuela una y otra vez, todos los días. Esta sociedad secreta era profundamente agnóstica, pero fundamentalmente curiosa y esperanzada de encontrar las respuestas en el cosmos, en la sopa primordial, en la lluvia de estrellas y la radiación, en los movimientos telúricos y en toda la fuerza de la naturaleza viva y cambiante que era, realmente la única señal de Dios y sus posibilidades (en aquel entonces también leíamos los libros del padre Pierre Teilhard de Chardin y sus teorías sobre la esencia de Dios sobre la evolución humana).
Teníamos la certeza de que el tiempo dictaba los ritmos de esa cadena de eventos y procesos que definían la frágil estadía de los humanos sobre el planeta, y (yo en particular) que todo futuro posible y probable, toda manifestación humana en la historia del porvenir tenía que ser escrita redefiniendo el tiempo y el espacio, buscando el principio de toda la historia en las aguas del océano y el azul profundo de todo el universo que nos aguarda fielmente como la Penélope de todos los tiempos. Por eso, de pronto, tenía ante mis adolescentes y asombrados ojos un poema visual que me seducía con el simulacro de un pasado que no es otra cosa que un hito en el proceso del eterno retorno nietcheziano a todo futuro posible.
Robert Ardrey y su hipótesis sobre el imperativo territorial y los antropoides asesinos, así como Desmond Morris, Raymond Dart y los paleoantropólogos sudafricanos, nos habían presentado al hombre violento, agresor, y defensor de su espacio como el gestor de las grandes transformaciones y creador de la cultura a fuerza de la crasa violencia.1 Tal vez ese filme reflejaba superficialmente esa ideas, entonces de avanzada, pero su texto iba más allá de esa simple racionalización de la evolución humana. Allí, en la teatralidad y coreografía de los homínidos en la planicie (reproducida tantas veces, en tantos filmes, y nunca tan efectiva), se representaban a todos los mitos que hemos armado, y a la historia primordial que nos legaron los antiguos. Más allá de la lucha por la territorialidad, aquella danza de ira y sangre nos repetía la esencia de la creencia de que en ese momento preciso, en el kairos de los griegos, los dioses se nos presentaron y revelaron bajo la mascara del silencio y la perfección para demostrarnos toda la sabiduría posible, seducirnos con ella y comprometemos con el juego de la historia; un proceso al que hay que fundar con los saberes, la poesía, las artes, la tecnología, los espacios redefinidos y los seres humanos clasificados y jerarquizados por las reglas del lenguaje, los discursos y el poder.
Ese paso histórico (para quienes también hemos sido formados en Arqueología y Prehistoria) solo puede ser descubierto y comprendido por el signo del guijarro, de la madera trabajada, por el sílex milenario, el hueso mascado o tallado, o simplemente por la herramienta, por la pictografía en las cavernas, o por el entierro ritual con flores amarillas. Por eso, aquella imagen poderosa de un monolito de gris metal en medio del desierto contenía todos los textos posibles para invitarnos a interpretar la enormidad del paso de los seres humanos sobre esta tierra, o cualquiera otra, y seducirnos al simulacro de desenmascarar a los dioses y sus tretas y repensar a Prometeo. Yo sospecho que el celuloide jamás cargó con tanta poesía, y tantos mitos en aquellas escenas donde la palabra le cedía el paso al signo visual y a todas las deconstrucciones posibles por parte de quienes habíamos sido convocados a ella.
De pronto, en medio de la escena de violencia en la que la historia se comenzaba a escribir con los saberes y la muerte—en la algarabía del triunfo de la historia—el homínido vencedor lanza hacia el cielo el hueso-herramienta-arma que, girando contra las manecillas del reloj quedaba sincronizado con la imagen de una aeronave rectangular que viaja (así, en presente) serenamente por el espacio, en un futuro que no existe.2
Sería demasiado entrar en todos los detalles de aquella fiesta de los sentidos, pero basta con recordar que en aquella narración aparentemente incomprensible quedaron cuestionados Dios, la historia, los seres humanos, la inteligencia (artificial y natural), el tiempo, el espacio y su posible curvatura. Tal vez esto que ahora les cuento es parte de mi imaginario, pero juro que aquella jauría de escolares bayamonenses había quedado en silencio, absortos por las imágenes cuya narración se refería a unos significantes y significados desconocidos para todos. Aun así era imposible quedar impávidos ante tanta poesía, y ante la historia de la humanidad, narrada desde el silencio de las luces, y los destellos del tiempo.
Como imaginan, Linda y yo terminamos poco después. Entre otras cosas, porque ella no comprendía porqué razón no le había hecho caso durante aquella película, y me dediqué a ver aquella «porquería», desatendiéndola a tan temprana edad. Sin embargo, para mi había sido un momento único que cambió mi vida para siempre. A partir de ahí, yo quise ser cineasta profesional, o de alguna manera narrar la historia de los seres humanos, invocando a los dioses, agarrando por los pelos a la poesía, tratando de revelar la constelación de los arquetipos, describiendo con detalles etnográficos los colores del tiempo y los monolitos que marcan los hitos del transcurso humano, descubriendo la dialéctica de las contradicciones y de las posibilidades, asombrándome boquiabierto ante las imágenes cotidianas, y dándole paso a los discursos más inconexos, porque de alguna manera se nos revelarán como las palabras del Evangelio. Desde aquel momento redescubrí mi verdadera vocación. Quise entonces entregarme al apostolado de tratar de visualizar y entender ese momento único en la historia, a pensar críticamente sobre la trayectoria de los humanos, de sus saberes, y de sus formas de vida—pero siempre amarrado al potencial de las utopías—que posiblemente no esté sino en otro espacio y tiempo, siempre en el futuro, siempre en otra parte.
Debo admitir, que tal vez ese fue un momento crucial en solidificar mi obsesión con la trayectoria épica de Ulises, odisea que me ha llevado a leer y a releer Los pasos perdidos de Alejo Carpentier (que no es otra cosa que la Odisea escrita desde la selva suramericana), la poesía de Kavafy y su retorno a Ítaca, a Juan Antonio Corretjer (Ulises y Alabanza a la Torre de Ciales), y a Homero—obsesión que también me ha invitado a reescribirle desde el atrevido texto La circunvalación de Liche.
Desde entonces busqué también su obra, solo para descubrir que Stanley Kubrick había escrito, adaptado y dirigido Dr. Strangelove y Lolita, dos de mis filmes favoritos. El primero, una comedia negra sobre el Apocalipsis nuclear en las manos de la locura bélica, y el segundo, una novela de Vladimir Navokob llena de ternura y parafilia. En su filmografía hay verdaderas joyas como A Clockwork Orange (mi favorita, después de 2001, Space Odyssey), Barry Lyndon, y The Shining. En todos estos filmes Kubrick imprimió su enorme fuerza y sentido de estética visual, así como su profunda preocupación por la violencia y las posibilidades del futuro. No ha existido cineasta que con mayor fuerza haya criticado al poder y su soberbia manía con la guerra y la violencia. La desesperación, el horror, la locura del poder, la frágil premisa de la esclavitud y su empeño fútil de apresar al espíritu humano, así como la soberana ridiculez de la guerra fría y nuclear quedaron plasmados en Paths of Glory, Full Metal Jacket, Spartacus, y Dr. Strangelove.
Para salvar las posibilidades de seguir haciendo cine se vio en la obligación de hacer un filme «comercial» en los ochenta, llevando a la pantalla grande The Shining, una novela de terror de Stephen King. Pero The Shining –el filme—es una obra maestra de terror psicológico, donde la violencia y las transformaciones son narradas con una poesía visual inimaginable, en donde el imaginario del protagonista asediado por sus fantasmas se convierte en la realidad plástica que Kubrick plasma sobre el celuloide. Desde la escena inicial filmada desde un helicóptero, hasta las escenas finales en el laberinto de nieve, Kubrick narra el desmoronamiento de un autor que ya no tiene historias que contar, excepto las de las terribles voces que le habitan. La belleza visual y artística en The Shining pasa tal vez desapercibida por la demoníaca y perfecta actuación de Jack Nicholson como el autor poseído por el absoluto terror de su impotencia textual y la necesidad de escribir en sangre su último trabajo.
Anoche, domingo 7 de marzo, murió en Londres, donde vivió en sus años de director, Stanley Kubrick a la edad de setenta años; estadounidense de nacimiento, tránsfuga del cine, y desertor de Hollywood y su canon estético. Genio y poeta visual, que logró tomar en sus manos y retina proyectos narrativos que convirtió en clásicos de un cine mal entendido y poco visto. Esta noche, Kubrick será una breve nota al calce en E!, Access Hollywood y Extra. Probablemente la nota se extienda un poco más al señalar que dejó una película inconclusa (en la edición y montaje final) con Tom Cruise y Nicole Kidman. El texto de la crónica rosa también indicará que no era afín a las costumbres de Tinsel Town, que vivía en reclusión con su familia y que nunca apareció en la portada de People. Sin embargo, es muy probable que su arte tocó y transformó la vida de mucha gente, como lo hizo conmigo en una función en el Teatro Carmen, en Bayamón, en 1972.
*Escrito el 8 de marzo de 1999.3
- Me refiero las hipótesis y modelos teóricos que se armaron en la década del setenta sobre la aparición de los homínidos en las sabanas tropicales de África, especies caracterizadas por su uso de las herramientas y las armas. Raymond Dart fue uno de los precursores de esas ideas, basadas en la violencias como el motor de la evolución humana, que se popularizaron en los medios de comunicación y en la academia. [↩]
- Esta frase me la he apropiado de Mario Benedetti, de su poema “Vas a parir felicidad”. [↩]
- La version original de este escrito la escribí ese día y la distribuí por correo electrónico entre amigos y colegas, en los tiempos pre-blogs, por lo que no tuvo mucha difusión, aunque no creo que la mereciera. La escribí en un momento muy difícil de mi vida y por eso es una historia muy personal, demasiado reflexiva para mi gusto. Pero es muy cierta. [↩]