In Memoriam
A Jesús Sánchez Vázquez Presente!
Faltaban cinco minutos para el seis de enero. Pedro Bosque de El Nuevo Día quiso ofrecerle al Día de Reyes un comienzo prístino y se apresuró a publicar su nota roja en la edición electrónica del periódico antes que el reloj marcara la medianoche. Se trataba de una nota escueta, sin sentimentalismo ni ángulo de interés humano, apenas un par de párrafos que se limitaban a informar sobre el hallazgo de un cuerpo calcinado en un vehículo y una lacónica oración a modo de resumen: dieciocho muertes violentas habían ocurrido en el minúsculo año que aún no llegaba a semana. Esa noche de Reyes seis cajas de muertos esperaban a cada rey mago. A falta de magia, necesitábamos mucha mirra e incienso. Mil doscientos noventa y seis difuntos que llorar si no ideamos algo distinto y profundamente radical antes que terminara el año recién comenzado.
En un país donde hay armas para pertrechar un pequeño ejército, cuatro de las tempranas víctimas habían muerto a causa de un fuego intencional. Ese día había muerto Jesús Sánchez, la cuarta víctima de una familia atacada por un miembro del clan quien con una antorcha improvisada y mucho combustible consumó el día de año nuevo un macabro plan. La familia, como tantas otras, se encontraba congregada alrededor de la mesa en casa de los abuelos. Jesús y su novia Kate habían anunciado que se casarían este verano. Alguien cumplía años y el año, tan joven, prometía al menos algunas alegrías. Juntaron todos los motivos para celebrar y aquello ardió.
Jesús fue mi estudiante en el Colegio. Y sí, era tan guapo, tan afable y sonriente como apareció en las fotos de los periódicos. También fue tan buen estudiante como han dicho otros colegas que lo recordaban abatidos. A Jesús le gustaba la ingeniería, ponía pasión y gusto en ello, pero también sabía debatir en su curso de ética, disentir con elegancia de su profesora y ser crítico con aquellas posiciones que defendía. Jesús, como muchos jóvenes colegiales de su edad, tenía una confianza básica en el mundo y una absoluta en sí mismo. Llevaba ventaja. Yo sólo confiaba en ellos y en sus buenas intenciones y eso me bastaba. Jesús solía defender opiniones distintas a las que yo avalaría, pero era capaz de identificar matices que nos fueron acercando. Esa habilidad –tan rara cuando se estrenan todas las convicciones– nos llevó amenamente a través de muchos días de conversación en aquellos semestres sin mayores sobresaltos que alguna tormenta fallida. La muerte, consustancial a las reflexiones éticas, era una realidad libresca expresada sólo por recortes de periódicos, tablas y estadísticas. No nos rondaba. No amenazaba a ninguno de ellos. No había entonces policías en los portones con chalecos anti-balas, ni unidades de operaciones tácticas con gases lacrimógenos, ni acusaciones disparatadas de terrorismo. Los profesores comunistas éramos amenos y ningún estudiante se le hubiera ocurrido que algo ganaban si nos expulsaban a patadas. La muerte impúdica era una posibilidad real lejos de aquellas aulas. Era mi responsabilidad interesarlos por el débil hilillo que ataba nuestras acciones y omisiones a sucesos aparentemente inconexos y distantes. Me dedicaba a contrarrestar con un poco de historia y teoría social el crisol de CNN con el que miraban el mundo; a tratar de ubicarnos en el mapa de los acontecimientos y de su desarrollo; a estropearles, con la visión de una vida colectiva sostenida por el esfuerzo desangrado de miles de hombres y mujeres a los que nos atan innegables vínculos globales, la certeza de que gozaban de incuestionable inmunidad moral.
Jesús y sus compañeros eran pacientes con la exposición. Miraban los números, seguían el argumento y se asomaban a la grieta insondable que les decía qué era el mundo. «Profesora,» concedían, «tiene Ud. razón en que todo pinta muy mal y que nuestras sociedades se aprovechan de las debilidades de las ajenas para sostener un estilo de vida moral y ecológicamente insostenible, pero para remediar estos desmanes están los gobiernos». Entre todos y la debacle había siempre un estado que como el Chapulín Colorado saldría al rescate. Para ellos las preocupaciones impostergables vendrían en el futuro, con el derretimiento de los polos, la desaparición de las abejas y el inexplicable desfallecimiento de las aves en pleno vuelo. Inmortales en su lozanía, trataban de calcular con optimismo cuándo comenzaría ese futuro cuyo silbato alcanzábamos a oír de lejos. De vuelta a los estados como subterfugio de la ética, repasábamos la discusión sobre la importancia de reconceptualizar cuanto antes la democracia, de combatir el perverso papel de los gobiernos en la globalización neoliberal y de estar atentos a los pesos relativos de la ética y la política ante la crasa ausencia de ciertos tejidos institucionales. Terminaba por ceder ante sus alegatos para provocarlos. «Pues bien,» les decía, «un estado democrático vuelve nuestras responsabilidades morales en deberes ciudadanos. ¡Excelente! ¿Dónde está ese estado? ¿Cómo lo construimos? ¿Dónde está hoy que no lo veo?»
Jesús no sabrá cuántas veces me hecho esta pregunta en estos días. Sí. ¿Dónde ha estado el estado? ¿En que agujero han caído el 66% de los 225,470 pacientes de salud mental con condiciones graves en Puerto Rico que no fueron atendidos durante los primeros años de la Reforma de Salud? (Enrique Rivera Mass et al., «Análisis de la salud de Puerto Rico, Salud Mental», tendenciaspr.com) ¿Fue ese estado ausente de la cama de nuestros enfermos el que repartía regalos sin diestra, pero con siniestra, en el cepo organizado à propos del Día de Reyes? Podría intentar escapar la pena con una letanía de preguntas que admitieran sólo malas, muy malas respuestas. Respuestas ácidas y que incriminan. Respuestas torpes e incomprensibles. Podría intentarlo, pero es inútil. Miro la foto de Jesús y no tengo escapatoria a la tristeza. Me reservo el gesto retórico para algún día lectivo. Para otros Jesús en mi camino. Para sus sonrisas. Para intentar estremecer su confianza en un país/mundo que los traiciona y nos envilece. Esta noche no. Su papá, su mamá y una de sus hermanas luchan aún por sus vidas y cuentan sus respiraciones. Ya enfrentarán otras heridas que harán de cada respiración un logro incalculable. Mientras tanto, más hilillos invisibles nos enredan con el lazo de la pena a otros sitios aparentemente distantes. La familia de Kate aguarda por su cuerpo en Miami. Los amigos de ambos se pellizcan en Seattle para espantar esta pesadilla. Las familias de otras docenas de puertorriqueños llorarán también a sus muertos inexplicables.
El abuelito de Javielito, el niño que murió a las 12:15 am del nuevo año, repartía hoy regalos a nietos ajenos para aplacar su pena. La Policía –¡tan ubicua!– controlaba y contribuía a otro conato de motín. En medio de la celebración del Día de Reyes los niños lloraban. El abuelo aguantaba las ganas. El país aturdido desconocía la «fiesta».
Se nos hacen a la vez cercanas y remotas las imágenes vistas. Jesús y los demás jóvenes asesinados murieron como si pertenecieran a otros tiempos. En 1902 la expectativa de vida de un puertorriqueño no llegaba a la treintena. Hasta para esos estándares Javielito y otros chicos nos salieron precoces. Con cada uno de ellos, súbitamente ausentes, retrocedemos inmisericordemente un siglo. Con sus muertes, once décadas de progreso se han volatilizado. No queda más que humo y cenizas sobre nieve fingida. Como comentó alguien en el periódico, falto de palabras pero hundido en la pena, es: «orible».