Internet, expresión y control
Además de componer para los Greatful Dead, John Perry Barlow declaró nuestra independencia ciberespacial luego que se aprobara una ley que prohibía material sexualmente explícito en Internet:
«Governments of the Industrial World, you weary giants of flesh and steel, I come from Cyberspace, the new home of Mind. On behalf of the future, I ask you of the past to leave us alone. You are not welcome among us. You have no sovereignty where we gather. . . . I declare the global social space we are building to be naturally independent of the tyrannies you seek to impose on us. You have no moral right to rule us nor do you possess any methods of enforcement we have true reason to fear.»
Eso fue en 1996, cuando nos inaugurábamos en ese medio tras su comercialización. En esos días nacían los primeros “nativos digitales” y los cyber-libertarians se declaraban inmunes. Quince años más tarde, queda muy poco de esa utopía. Hace una semana, por ejemplo, sectores del país asimilaban la dura realidad de que un Juez Federal, José Fusté, tiene el poder de ordenar la cancelación de un nombre de dominio, www.yonosoydelaclase.org, por entender que el Colegio de Abogados estaba “directa o, al menos, indirectamente involucrado con el website”, en violación a una prohibición contra cualquier comunicación con su matrícula sobre un pleito de clase en su contra. Al otro lado del mundo en Egipto, Mubarak canceló a la totalidad del tráfico en Internet, mientras que en China y en otros países se filtra diariamente el contenido de la red visible a sus ciudadanos.
Pero no hay que apuntar a casos extremos para entender que nuestra actividad en Internet se regula y estructura cotidianamente. Y de eso es que trata este ensayo. El potencial expresivo de las tecnologías digitales viene acompañado de oportunidades de control estatal y privado muy real y efectivo. Entender el alcance de estas posibilidades correlativas es esencial para el ejercicio pleno de nuestras libertades civiles en la red. Exploro el problema tomando ejemplos de la reglamentación de la expresión a través de los derechos de autor en Internet.
El control estatal y su límite constitucional.
Es indudable que, como cuestión práctica, este poder existe. Y es que la red no existe en el abstracto: depende de entidades físicas que hacen posible la comunicación entre dos personas (ISPs y servidores que alojan a páginas como ésta, por ejemplo). Ellas están bajo la jurisdicción legal y el alcance físico de gobiernos que, dependiendo de su estructura política, tendrán a su disposición mecanismos coercitivos convencionales para lograr sus objetivos. El Juez Fusté, por ejemplo, ordenó al registrador, GoDaddy.com con sede en Arizona, la cancelación del dominio; y así ocurrió inmediatamente.
Ahora bien, en democracias constitucionales los derechos individuales pueden limitar el ejercicio de ese poder, dadas ciertas condiciones muy especiales. Allí donde la libertad de expresión cobije, al menos como cuestión constitucional, el poder estatal se restringe. Así ha pasado con, por ejemplo, intentos fallidos de suprimir la pornografía en Internet (cuando tribunales invalidaron la ley que Perry Barlow cuestionaba) y también con intentos de limitar la expresión de odio, razón por la cual el Tea Party vive sin problema (online y offline). En cambio, cuando el régimen constitucional tolera suprimir la expresión, el Estado podrá regular el entorno expresivo con más flexibilidad, como ocurre con la reglamentación de la difamación (bajo parámetros cuyo detalle trasciende estas líneas) y la prohibición al uso no autorizado de propiedad intelectual (específicamente derechos de autor). Volveré a los derechos de autor en la siguiente sección para explorar cómo el sistema legal justifica su intervención con nuestra actividad expresiva en Internet. Me veo tentado a, pero resisto, abordar la reglamentación de la difamación en Internet. Lo dejo para otra columna.
Escojo estos ejemplos de expresión protegida (pornografía y expresión de odio) y menos protegida (difamación y uso no autorizado de propiedad intelectual) para resaltar cierta contingencia política en nuestro régimen constitucional. Y es que no es evidente el porqué estas instancias deben ocupar esas respectivas caras de la moneda.
Algunas de estas instancias ocupan ese lugar pues nuestro sistema político enfatiza al individuo y no a las condiciones sociales necesarias para la expresión. Es el enfoque que recibimos de la Constitución de los Estados Unidos, según interpretada, y es la razón por la que la expresión de odio está protegida, por más destructiva que sea, pues lo que importa es la autonomía individual de quien se expresa. El segundo enfoque, regente en la mayoría de las democracias europeas, puede justificar la acción colectiva para preservar las precondiciones de cohesión social: en esos países, por ejemplo, se restringe la expresión de odio pues individuos contra quien ésta se dirige verán su dignidad menoscabada y se excluirán de la experiencia democrática, limitándose su participación en el discurso público. A base de consideraciones como éstas (para preservar las reglas de civismo que configuran condiciones de cohesión social) el régimen constitucional nuestro permite limitar la expresión difamatoria contra personas privadas (a menor grado cuando se trata de figuras públicas, ergo La Comay). El porqué no se protege a la víctima de expresiones de odio de la misma forma que a la víctima privada de difamación, hace resaltar la contingencia del sistema de libertad de expresión.
De otro lado, razones de política pública justifican también límites a la expresión. Por razones de instrumentalismo en su modalidad «welfarista», se fabrica un monopolio sobre la creación intelectual (lo que llamamos derechos de autor) toda vez que, con ello, se incentiva la producción de obras creativas que de otro modo no se generarían (a niveles socialmente óptimos) amparándose en el problema del polizón (free riding) aplicable a bienes públicos. O al menos eso se cree ciegamente, cosa que he criticado antes. Bajo esta justificación económica, se limitan intereses expresivos de quienes desean usar ese material sin el permiso del dueño de esa propiedad. Que el uso no autorizado de propiedad intelectual tiene valor expresivo, al menos a mí, me resulta claro. Quienquiera cuestionarlo tendría que explicar por qué no son expresivos los mashups como la parodia Endless Love, Wonderland Mafia o el Gray Album. Algunos de estos casos constituyen un uso legítimo legalmente hablando (bajo la doctrina de Fair Use), otros tal vez no.
El primer punto de este ensayo es entender que, por razones de política pública o de teoría política, nuestro sistema constitucional tolera la restricción de la expresión en diversas formas como es el caso de la protección a los derechos de autor.
En este sentido, como veremos con la propiedad intelectual (cuyo uso no autorizado es considerado de menor valor por la ley) el aparato estatal puede (y lo hace todo el tiempo) regular nuestra conducta expresiva en el entorno digital. Así, pues, no hay que estar sometido a los regímenes del juez Fusté o de Mubarak para percibir el impacto de una actividad digital ampliamente estructurada y reglamentada.
Derechos de autor: el código reemplaza al Derecho
Pero hay más. Hasta ahora sólo he dicho que el Estado puede regular (legalmente) conducta expresiva en ciertos casos. Y, cuando lo hace, el derecho es una pieza fundamental.
Pero, contrario a lo que pensamos los abogados, el derecho no es todo. Junto al derecho, el mercado, el diseño tecnológico y las normas sociales estructuran nuestra conducta digital con rigor, como apuntó Lessig. A veces lo tecnológico regula (o crea potencialidades) con más fuerza que el derecho mismo, y en ocasiones se combina poderosamente con otras fuerzas reguladoras. Y cuando lo tecnológico regula, ya no es el Estado el que pauta… regula quien diseña.
Por ejemplo, canales de distribución en redes peer-to-peer que desestabilizaron la industria de la música, aunque aún vigentes, fueron sustancialmente controlados por una combinación del modelo de negocio tipo iTunes (mercado); tecnologías de protección de propiedad intelectual (código tecnológico)–los llamados DRMs; y leyes draconianas acompañadas de decisiones judiciales (bastaron sólo dos decisiones para detener buena parte de su empuje, Napster y Grokster). Al mismo tiempo, se libra una batalla mediática para definir discursivamente el contenido moral de la propiedad intelectual, concibiendo su uso no autorizado, en cualquier caso, como “robo” sentando así las bases para normas sociales de conducta.
En ese contexto, nuestro uso de propiedad intelectual vive en una madeja de regulación digitalizada compuesta por todas estas fuerzas legales, tecnológicas, sociales y económicas. Pero a veces, lo tecnológico toma primacía. Por ejemplo, una ley federal prohíbe que un individuo destruya (o facilite a otros destruir) los mecanismos tecnológicos (DRMs) que limitan el uso de propiedad intelectual (por ejemplo, prohíbe romper los “candados digitales” que impiden el uso de un DVD fuera de cierto entorno propietario). Ello, y aquí está el detalle, aun cuando el uso que se le quiera dar al material “tecnológicamente protegido” sea legalmente legítimo por constituir Fair Use (puede que se quiera usar para fines educativos, por ejemplo). Es decir, aunque el uso que se quiera dar al contenido es legítimo según normas de derechos de autor, es ilegal romper el “candado digital” que lo mantiene cerrado. El candado es ley. Entonces, ocurre con frecuencia que el código tecnológico protege a la propiedad intelectual con más fuerza que el propio derecho de propiedad intelectual. Y en ese caso, cuando la ley exalta al código por encima de las reglas de uso legítimo, los valores impresos en la tecnología logran primacía total. El derecho se torna irrelevante. El diseñador es legislador.
Vemos una dinámica similar en otros contextos de propiedad intelectual. El sistema legal está estructurado para que intermediarios (que se colocan entre el usuario y el contenido a modo de chaperón) como Google o Youtube reaccionen despavoridos ante una carta de un dueño de propiedad intelectual que identifique el uso “no autorizado” de material protegido por derecho de autor. Reiterando, “no autorizado” no equivale a ilegal; muchos usos no autorizados (educativos, parodias, políticos no comerciales, por ejemplo) están protegidos por la ley. No obstante, para evitar el riesgo de demandas masivas, Youtube elimina el material sin cuestionar si el requerimiento es legítimo, aun cuando se ha demostrado que muchos de estos pedidos son fatulos (al menos 30% según un estudio). Como resultado, estos intermediarios incorporan tecnologías que filtran (en este caso Audible Magic) el contenido automáticamente y deciden a fuerza de algoritmo si cierto material es objetable, independientemente de si el uso es legítimo o no. Si el algoritmo lo ordena, el contenido se bloquea. Nuevamente, el código reemplaza al derecho.
Finalmente, si al usar BitTorrent notas que OneLink o tu ISP se pone lento, o “se cae el sistema” y te quedas sin Internet por un rato, es muy probable que tu conexión haya sido retrasada automáticamante por el mero hecho de visitar un servicio que, aunque útil para fines legítimos, es ideal para la distribución de material protegido por derechos de autor. Ello, gracias a tecnología de “deep packet inspection” que permite al ISP identificar cuál tráfico proviene de un servicio de peer-to-peer filesharing, aun cuando puedas estar usando el servicio para fines completamente legales. Ello no obstante el hecho de que se trata de tecnología que produce un por ciento preocupante de falsos positivos. El diseño escogió el régimen de ilegalidad, y no hay mucho que puedas hacer.
Lo tecnológico es político
De esta forma, he resaltado antes, la tecnología encarna las ideologías y valores. La estructura forja sustancia, condiciona nuestro entorno. Claro, por ser manipulable, el código tecnológico se apropia, resignifica, y se hace capaz de incorporar diversos valores.
Los arquitectos de nuestro ambiente tecnológico incorporan en nuestro entorno ciertos fines políticos y constitucionales, algunos más otros menos compatibles con prácticas participativas en el discurso público.
A veces, el interés económico en una industria (como la del entretenimiento) promueve ciertos diseños, con el apoyo del Estado, con consecuencias sobre nuestro contexto expresivo. Pero en otros casos el código es generativo, con un efecto multiplicador impredecible y potencialidad democrática.
Esta capacidad generativa no es sólo una característica técnica; sino que encarna valores que subrayan gestión individual y colectiva sobre nuestra infraestructura expresiva. Así, por ejemplo, el diseño del protocolo básico de la tecnología digital en redes (TCP/IP) refleja valores que conocemos bien. Con una arquitectura end to end y otras especificaciones técnicas (Schewick), permite actividad política granular y distribuida, creando oportunidades de coordinación y comunicación antes imposibles. Son decisiones de diseño las que materializan este potencial político.
Tradicionalmente cualquier tipo de gestión colectiva requiere un esfuerzo mayúsculo de coordinación. Todas las organizaciones invierten recursos en mantener una estructura que sea productiva y dé los resultados deseados. Cuando el costo de coordinación es prohibitivo, la actividad organizada no ocurre. Pero herramientas de comunicación contemporáneas (como Facebook y Twitter) permiten a individuos contribuir con un colectivo pedazos muy discretos de información e inteligencia de manera distribuida. Como resultado, el costo de la organización, coordinación y logística se reduce dramáticamente y se desarrollan oportunidades para la generación de actividad colectiva nueva y nunca antes vista. Esto lo hemos visto y vivido recientemente.
Hace unas semanas el presidente de Túnez dimitió tras el empuje de un pueblo coordinado, en gran medida, por estas tecnologías que facilitan coordinación. Mientras escribo, Mubarak en Egipto renunció bajo condiciones similares. Unas horas más tarde, en Puerto Rico, el presidente de la Universidad, José Ramón de la Torre, abandonó su puesto; ante meses de una resistencia estudiantil organizada por “nativos digitales”.
La apertura y la clausura coexisten. Y a ambas hay que tomarlas en cuenta. No olvidemos que tanto en Túnez como en Egipto cerró la Internet en diversos grados. La ciudadanía le abrió a cantazos, pero el poder estatal siempre estuvo y estará disponible. Y cuando el juez Fusté cerró el sitio de Internet, algunos subimos contenido similar por nuestra cuenta, y abogados desafiantes expresaban: “cuando el tribunal nos ordene cerrarla nosotros abrimos otra”. Tal vez se le ocurre cerrarla otra vez. Aún así, y es lo que he querido transmitir todo este tiempo, no debemos asumir la utopía libertaria de Barlow por fe. Si bien hay un potencial increíble de coordinación y actividad política con potencial para el discurso público, erramos al presumir que es imposible controlar el entorno expresivo en Internet. Es posible, ya sea para el Estado o el mercado, y ya sea por vía del derecho o por la vía tecnológica. Y cuando viene, como demuestra la propiedad intelectual, es generalmente muy efectivo.