Hacia una teoría de la ciudad ominosa
Unos le llaman “no lugar”, otros le llaman “periferia”, aún otros le llaman simplemente “intersticio”, pero todos se refieren al carácter otromundano de ciertos sectores de la urbe tardomoderna. Prefiero, de hecho, la frase del teórico de la arquitectura Alberto Pérez Gómez —“in-between” o “intersticial”—, porque va al alma de lo excéntrico, lo fuera de ruta, o, para Freud, lo ominoso, pues sus rasgos son los de una Otredad forzada e ideada desde una mismidad hegemónica, cuya propia identidad ha sido vaciada y se encuentra, como quien dice, semánticamente disponible. En el “in-between” puede ocurrir cualquier cosa, y ese “happenstance” provoca desazón, intranquilidad, porque esa apertura al azar de lo no cartografiado invita al disloque de las tramas y al desamparo de perder la ruta en lo que Bertolt Brecht llamó “la jungla de la ciudad”.
Para Pérez Gómez, lo intersticial opera como cesura entre los ámbitos público y privado, si bien dicha separación nunca está llanamente clara. Para Hannah Arendt, por ejemplo, el espacio público no es más que el espacio de las apariencias, una máscara conformada y sostenida a base de rituales impuestos por los poderes que gobiernan la ciudad. Ese espacio detrás de la máscara de lo público es probablemente lo intersticial, la sorpresa que nos espera detrás de esa cotidianidad harto (des)conocida. El lugar de lo ominoso lleva la máscara engañosa de la “normalidad”, de lo familiar. El terror entra en escena cuando el mundo conocido colapsa debido a una crisis de las categorías: siempre que hay un revuelco o una borradura de la línea fina entre las esferas de acción. Según Jeffrey Cohen, son los monstruos los que patrullan ese límite en extinción, ese borde intersticial donde habrán de surgir nuevos lenguajes y nuevas formas.
Por su parte, el espacio privado no es tan privado realmente, pues está igualmente gobernado —y vigilado— por instancias externas. Las tecnologías arquitectónicas como el panóptico de Bentham demuestran que esos poderes pueden, de hecho, delegar su autoridad al mismo sujeto vigilado, quien, a su vez, puede convertirse en vigilante que puede quebrarse bajo la presión ejercida, irónicamente, por el vigilado mismo. La vida privada, que ya lleva una máscara para protegerse de la mirada entremetida del afuera, puede aislarse aún más, puede volverse cada vez más reacia a quedarse en lo intermedial y preferir dejar que el mundo se caiga en pedazos. Esa ciudad, aquejada por múltiples ampollas intermediales, innumerables tumores indescriptibles habitados por monstruos, lugares que contienen el caldo de cultivo de nuevas y temibles formas y lenguajes, es lo que Paul Virilio llama “la ciudad del pánico”, la urbe que se ve enredada en el rizo interminable de una misma imagen que retrata el “desastre”. Este es el imaginario de la ciudad del terror convocado por una ciudadanía que ve su ciudad “perderse” en las manos de “extraños”. Invadida por el Otro, la ciudad misma se vuelve Otra.
Santurce es un ejemplo inquietante del “in-between”, barrio complejo que literalmente constituye el vínculo espacial entre dos comunidades —San Juan y Río Piedras. La imagen repetida que la atasca en el “desastre” es la imagen de la dilapidación: la piel podrida y pelada de las fachadas; las caras tapiadas de los edificios; las tachaduras del graffiti; los ángulos desiertos, despoblados; los edificios abandonados y, por lo tanto, siniestros, ominosos; la habitabilidad furtiva que caracteriza esa zona de varia arquitectura, de urbanismo desigual y de recia reglamentación sobre una comunidad entre moribunda y efímera, entre ilegal y paupérrima.
Sitiado por el deterioro, el barrio de Santurce no hace más que repetir la dilapidación como una alucinación que nos promete, además, la corrupción de su entraña: las leyendas urbanas de Santurce así lo promueven al proclamar que el barrio está habitado por negros, homosexuales y trans, prostitutas y drogadictos. A todos los une la “pobreza económica y moral”, la “falta de proyecto de vida” y de “propósito social”. Si hace alrededor de medio siglo la zona de Santurce era, fundamentalmente una próspera área comercial a lo largo de la Avenida Ponce de León y la Avenida Fernández Juncos —orlada por vecindarios de clase más y más baja según nos movíamos hacia Río Piedras—, hoy los negocios tradicionales están cerrados y abandonados, y el “comercio próspero” se da en la ilegalidad: las drogas y la prostitución. Los bienes raíces han tocado fondo e incluso la venta de propiedades restauradas en estilos atractivos de principios de siglo XX está prácticamente detenida. Enclaves como Ciudadela —un bolsillo de gran estilo a mitad de camino entre San Juan y Río Piedras en la Avenida Ponce de León— no han logrado vender todas sus unidades de vivienda, a pesar de la promesa de status social que enuncia, con su estilo, este proyecto habitacional.
Ciudadela es, en realidad, eso mismo: una ciudadela, enclave situado en medio del caos y definido por una muralla o acordonado por la naturaleza o el artificio. Nos fuerza a pensar en cómo San Juan ha debido amurallar o acordonar unas comunidades y excluir otras para mantener a raya al Otro podrido, al Otro peligroso, al Otro intermedial. Esa ciudad que excluye, que lanza a ciertos individuos fuera de la muralla, que entrama y traza límites como condición de salud e identidad es, toda ella, según Virilio, la “ciudad del pánico”, y no sólo esos “no lugares”, o “intersticios” o “periferias”.
Tomada en su totalidad, la ciudad de San Juan —que incluye todos esos barrios “inconvenientes”— es una “ciudad del pánico” que oculta su caos generalizado dirigiendo nuestra mirada a ciertas áreas que bien pueden considerarse “Museos del Desastre”, y por eso —por que atraen la mirada— ayudan a ocultar el fracaso de la ciudad completa como tecnología de asentamiento humano, fracaso que, según Virilio, se ve ejemplificado a lo largo del siglo XX en todas las ciudades.
Es interesante estudiar el caso de San Juan y de las tres zonas urbanas que incluye: el Viejo San Juan, Santurce y Río Piedras, las tres evidentemente asediadas por un deterioro acelerado y un abandono civil, si bien desigual. Las tres zonas surgen por un empuje hacia la metropolización de la población en Puerto Rico, y luego se han ido vaciando hacia suburbios de varia estirpe y rango económico. Más recientemente, la fuga es hacia comunidades cerradas aledañas a la urbe, cuya más inmediata semejanza es con la ciudadela medieval, siendo Encantada, en Trujillo Alto, mi ejemplo favorito. Despoblado el tracto “urbano” de aquellos que podían sustentar su mantenimiento constante, y habiéndose perdido los réditos de los comercios, las patentes municipales y otras fuentes de ingreso para el fisco, estas zonas han quedado a la vera del interés municipal y se han hundido en el desastre.
Ocupadas por el comercio turístico —como el Viejo San Juan—, por inmigrantes pobres —como Santurce y partes del casco de Río Piedras— y por poblaciones flotantes como los estudiantes de la Universidad de Puerto Rico —como el casco y las zonas aledañas de Río Piedras—, estas tres zonas urbanas, presas de poblaciones remisas al orden, parecen haber reclamado la formación de un estado policial que se limita a patrullar la zona pero que para nada implica el mantenimiento o la mejora de los sectores. Da la impresión de que los pobladores de estas zonas carecen de derecho de ciudadanía, es decir, de derecho a un espacio humanizado donde fomentar encuentros que vinculen a los habitantes en proyectos comunitarios independientemente de sus diferencias, o que, de hecho, aprovechen estas diferencias como herramienta de diversificación y enriquecimiento mutuo. La ganga es la forma local de contrarrestar la fuerza estatal o municipal que acordona o desgaja estos territorios del “mainland” legal. La nueva ley fuera de la ley es la única ley que puede garantizar un orden en Santurce, si bien esto mismo garantiza la implacable degradación y la muerte lenta de la zona por inatención estatal. Esta muerte se vuelve notable en la materialidad de la ciudad, como si, en palabras de Kevin Lynch, “nuestras viejas destrucciones regresaran a nosotros.”
Solemos ver el deterioro bajo formas polarizadas: lo útil y lo inútil, lo avanzado o lo atrasado, lo eficaz o lo destructor, lo que significa ahorro y lo que significa dispendio, lo creciente o lo decadente, lo que significa producción o lo que significa consumo, lo exitoso o lo fracasado, lo vivo o lo muerto. La ciudad descompuesta, maloliente, podrida, sin duda se encuentra del lado de la muerte. Las autoridades, que velan por esa muerte pero que a la vez buscan hacerla “presentable”, tapian y sellan las superficies para evitar que veamos las entrañas del abandono. Se hace evidente que la línea definitoria entre el interior y el exterior, entre la piel y la entraña, se vuelve más estricta cuando la identidad del objeto se ve amenazada. Hay que suprimir la entraña que delata la descomposición, y así mantener el rasgo superficial y salvar la frontera de toda borradura. Cuando el deterioro nos permite avistar el origen, no puede correrse el riesgo de perder ese nódulo de “identidad” —y sus concomitantes “titularidad” y “propiedad”— y así ocurre que, a pesar de la dilapidación de edificios y terrenos en la urbe maltrecha, el estado renuncia a dislocarlos del orden catastral, no los arranca de la mano de su dueño, ni los declara baldíos o barbechos. Por eso, aquel que los habita lo hace de modo parasitario, ilegal, transgresor, y en medio de la dilapidación, la ciudad conserva su forma, si bien abstracta, tópica, ilusoria.
Curiosamente, la propuesta santurcina de metropolización abortada ha sido la constitución de lo que yo llamaría una “cacotopía” o la utopía del desecho o la basura. Como espacio excrementicio, prima por doquier el reuso, si bien de formas inesperadas. Estamos ante una estética que, hija de la escasez, poco a poco va cobrando independencia.
Esto merece un poco más de comentario. Sabemos que los objetos de segunda mano son útiles de trabajo, y no meros objetos con valor de “antigüedad”. Del mismo modo, los objetos hechos con material reciclado nos vienen de la muerte, y al carecer de la virginidad del objeto nuevo que exhibe una posesión exclusiva, son objetos que han sido manoseados y poseídos, y nos brindan el tracto de esa posesión múltiple que celebra su continua utilidad. En los barrios pobres, la chatarra —mezcla azarosa de materiales y objetos— promete la constante reconfiguración plástica y una utilidad perenne. Esta plasticidad se traduce también a los edificios. Por eso es necesario condenarlos, tapiarlos, vedar las entradas: una vez la ruina ha sido re-habitada, amenaza con reconfigurar el régimen catastral. Esta amenaza está siempre justificada por la intuición de que en los lugares abandonados, los edificios y los objetos están liberados de la intención humana, y por lo tanto permiten, de parte de sus usuarios, una acción transformadora más libre, tanto mental como física. Como si la ruina y la basura atesoraran nuevos espacios y nuevos objetos bajo nuevas configuraciones. La riqueza de estos lugares ruinosos, dilapidados y degradados reside en la abundancia de posibilidades para su replanteamiento mediante la imaginación y la creatividad. Estas conductas libres se ven potenciadas precisamente por el hecho de que estos lugares dilapidados son poco frecuentados, marginales, incontrolados.
La pregunta es inevitable: ¿qué nuevo planeta está a punto de surgir en Santurce? Yo apuesto a ese “Nuevo Santurce”, el que no podemos anticipar.
*Fotos de Claudia Cornejo Amaya