Intimus
Las muertes pesan. Es todo el peso de la existencia el que se deja sentir con cada una de ellas. Sean cercanas o lejanas, nos toquen o no, se sienten. Y, sin embargo, de lo que se trata siempre es de vivir. Hay que liberarse de la pesadumbre de la muerte. Morir no significa nada. Pero, por lo mismo, ninguna muerte es insignificante. Esto es así porque lo que cada muerte deja es precisamente la vida que se vivió y sigue viva en la memoria de los que estando vivos morirán para volver a la vida de otra manera, con otro nombre y con otro cuerpo. Un volver a la vida que es lo que persiste en medio de la impermanencia. (¿Quién realmente muere? ¿Quién realmente nace?) Supongamos que este volver a la vida nada tiene que ver con una “reencarnación” o una “resurrección”. Supongamos que lo que hay es un vivir y morir de todo aquello que está siendo en cada momento, a la manera de una instantánea regeneración, hasta de las formas más inimaginables. El dolor, el duro dolor de la pérdida, consiste en la desaparición de quien estuvo y ya no está; salvo en el prodigio de la memoria, que no sólo evoca la ausencia sino que vuelve presente tanto la dicha de lo que fue como el dolor de lo que ya no es. El desconcierto se acentúa cuando uno se pregunta: ¿cómo es posible que la fuerza, la intensidad y la experiencia de toda una vida, se esfume como si nada, como si nunca hubiese aparecido ese “ser” que de súbito desaparece? Ahora bien, ¿qué tal si pensamos y consideramos que ese “ser” no era tal? ¿Qué tal si lo que surge cuando se nace es básicamente una oportunidad de vida irrepetible en medio de la infinita e inmemorial repetición de la vida? ¿Qué tal si consideramos que esa conjunción de fuerzas psico-físicas rebasa el nombre que la identifica y la persona que con ello se identifica? Un rebasar que es el de toda una vida, cuya experiencia no se pierde ni se anula sino que se transforma. Si esto es así, entonces lo único que realmente persiste son los esfuerzos y las consecuencias, sean fastas o nefastas, alegres, neutras o tristes, de las acciones de todos los “seres” que viven, que vivieron y que vivirán. De esa manera, ninguna vida, por más breve que fuera y más allá de bondad o maldad, es decir, independiente de todo juicio, es en vano. Todo, sin excepción, humano y no humano, orgánico e inorgánico, se contrae y se expande en ese único punto sin medida, en la extrema simplicidad del vacío que es exactamente forma y de la forma que es exactamente vacío. T. S. Elliot supo expresar algo de este asunto, tan elusivo como ineludible, con estos versos memorables:
At the still point of the turning world. Neither flesh nor fleshless;Neither from nor towards; at the still point, there the dance is.
But neither arrest nor movement. And do not call it fixity.
Where past and future gathered. Neither movement from nor towards,
Neither accent nor decline. Except for the point, the still point,
There would be no dance, and there is only dance.