Jorge Volpi: Latinoamérica no existe
A nuestro librero, Alfredo Torres, porque sin darme cuenta, creo que estaba debatiendo con él.
Como si la soledad regional no bastara, el mundo también se ha olvidado de nosotros. En los planisferios del comercio global, de las zonas de conflicto, de los sitios de interés, el perfil de América Latina se borra poco a poco y no parece lejano el día en que llegará a desvanecerse. “¿Y ese gran vacío al sur del Rio Grande?—Es el lugar donde antes quedaba América Latina. –¿Y qué pasó con ella? –I don’t know, de pronto se esfumó.”El insomnio de Bolívar. Random House Mondadori, 2009.
Volpi es un provocador. Detrás de su sonrisa inocente; sus modales impecables que no huyen del calor humano y esa cordialidad, no sé si se puede llamar típica mexicana (a pesar del fin de los nacionalismos) que puede servir como escudo defensivo, se esconde una mente; una gigantesca mente que lee, piensa, y además de escribir, maquina su próxima estrategia para crear controversia. Argumenta Volpi (lleva años argumentándolo) que América Latina no existe y por tanto, el escritor latinoamericano tampoco.
La intención sigue siendo la que se esbozó por primera vez en el Manifiesto del Crack, separarse de vacas sagradas que ocupan tanto lugar que sólo ofrecen la posibilidad a quienes suceden de pararse a su sombra; o sea, el Boom (Carlos Fuentes, Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar). Ojo, si se lee este manifiesto, veremos que no hace referencia al Boom. Me aclaró en entrevista para “En su tinta” el afamado escritor mexicano, que más bien se quiere distanciar de una cierta literatura post-boom, que a su generación de escritores les resultaba llana (continuadores del realismo mágico). Pero los firmantes del Manifiesto del Crack sabían muy bien que necesitaban una marca (brand name) y se la inventaron. Igual hicieron los McOndo (1996).
Los chilenos que firmaron el prólogo de esta antología de escritores que se lanzó también como una provocación asentada en la época del neoliberalismo sí se refieren claramente al Boom como a una marca que exotiza al Latinoamericano para la mirada estadounidense o europea, aunque notan que esta realidad no es responsabilidad de los escritores latinoamericanos de más peso en el siglo XX, a quienes respetan, sino de quienes se ocupan de mercadear libros; editoriales, páginas de cultura, académicos e intelectuales. ¿Qué hay después de la imaginada convivencia feliz de fantasmas y ascenciones al cielo con “salidas al campo”? ¿Qué hacer cuando la abundancia de árboles no nos deja ver los rascacielos?” preguntan Alberto Fuguet (Las películas de mi vida) y Sergio Gómez. Y luego vienen las listas. Cito del prólogo de McOndo:
Mercedes Sosa sería latinoamericana, pero Pimpinela, no. ¿Y lo bastardo, lo híbrido? Para nosotros, el Chapulín Colorado, Ricky Martin, Selena, Julio Iglesias y las telenovelas (o culebrones) son tan latinoamericanas como el candombe o el vallenato. Hispanoamérica está lleno de material exótico para seguir bailando al son de El cóndor pasa o Ellas bailan solas de Sting. Temerle a la cultura bastarda es negar nuestro propio mestizaje. Latinoamérica es el teatro Colón de Buenos Aires y MacchuPichu, Siempre en Domingo y Magneto, Soda Stereo y Verónica Castro, Lucho Gatica, Gardel y Cantinflas, el Festival de Viña y el Festival de Cine de La Habana, es Puig y Cortázar, Onetti y Corín Tellado, la revista Vuelta y los tabloides sensacionalistas.
Entonces la literatura latinoamericana se quiso volver urbana, incluso extranjera. El Crack localiza sus novelas en “otra parte” y, según Fuguet y Gómez, los escritores recogidos en la antología McOndo pasaron de la pregunta colectiva ¿quiénes somos? a la individual, ¿quién soy?
Luego de quince años de haberse manifestado, hoy, la propuesta nueva (con un gesto que sigue siendo de vanguardia; i.e. romper con todo, con lo anterior, incluso con uno mismo) es que América Latina no existe, ni su escritor tampoco. Esta afirmación tiene sentido cuando se piensa en que quienes escriben hoy se resisten a elaborar narrativas nacionales, escriben desde sus países sí, a veces, pero no están obligados, sino que desde ellos o desde otro lugar ficcional escriben de temas cotidianos, aunque también hablan de los alcances míticos de la violencia (sobre todo la relacionada con el narcotráfico) y repasan temas históricos (Abril Rojo, Roncagliolo, Nadie me verá llorar, Cristina Rivera Garza, por mencionar dos). El caso es que no hay un proyecto común. Si acaso han aportado algo estilísticamente estas nuevas generaciones, sería que “…la desaparición de las fronteras entre autobiografía, ensayo, novela, periodismo y poesía (entre ficción y no ficción, en la jerga estadounidense), y la aparición de una nueva literatura fantástica”(202). Entonces, en el libre mercado de los libros, ¿qué tiene que ofrecer un escritor latinoamericano? Pues lo mismo que uno japonés, o alemán, dirían ellos, literatura, más allá de los kimonos o la cerveza.
Volpi argumenta que ya somos una parte del mundo “normal”. No tenemos grandes dictaduras, sí caudillos democráticos que no logran adhesiones de las clases letradas. En gran medida, hemos perdido el aspecto folklórico que de algún modo nos ponía a la vaguardia del mundo (la revolución Cubana y el Boom tuvieron como consecuencia la invención de Latinoamérica, decaídos los mitos, y pasado el interés de Estados Unidos y el internacional a otra parte, Medio Oriente, por ejemplo, pues ya podemos quitarnos los ponchos y dejar de tomar la siesta al sol, o quitarnos las pavas de jíbaros y bajarnos de las hamacas, como se quiera). Hay que dejar el “performance”. Así lo dice el novelista e historiador cultural:
Aunque tal vez suene exagerado ligar las recientes conquistas democráticas con esta libertad creativa –tampoco debemos subestimar las limitaciones del mercado–, el tránsito hacia la normalidad política, por incipiente o penoso que todavía nos resulte, guarda cierta correspondencia con la diversidad de poéticas que se ejercitan hoy en nuestras tierras. Esta atomización del gusto, que permite la convivencia entre la metaliteratrua y la ciencia ficción, la novela histórica y la sátira, la fantasía y el realismo, la narrativa experimental y las mutaciones genéricas, funciona como un digno reflejo de nuestro caos democrático. (193)
Como digo. El libro es una provocación interesante, un ensayo literario, por lo que se argumenta a partir de exageraciones; frases contundentes, trucos de mago. Por ejemplo.
Para argumentar que América Latina no existe ataca lo obvio. Dice que la mayor comunicación a través de medios electrónicos no logra que se cohesione un imaginario latinoamericano. Por el contrario, esto es un argumento básico en el prólogo de McOndo. Fuguet y compañía describen una cultura bastarda pues nunca antes como ahora los medios electrónicos y masivos viajan de un país a otro, creando un imaginario común: el MTV Latino que cito arriba. Dice Volpi, en cambio:
Podría decirse que los medios de comunicación masiva o las redes sociales han suplido los viejos flujos, pero no es así: aun cuando las telenovelas, algunos programs musicales o de concursos –en general de baja estofa–, reality shows y noticieros puedan ser vistos simutáneamente en Guadalajara, Tegucigalpa, Medellín o Rosario, se trata de fenómenos globales que en poco contribuyen a la interacción regional (82)
El problema que Volpi detecta, el que le interesa, es que las editoriales y revistas locales con la capacidad de comunicar, importar y exportar escritores de un país latinoamericano a otro han muerto. Si te publican en el ámbito local serás un escritor con fama local, lo que considera una segunda categoría, bajo quienes se publican desde España, que logran circular de un país latinoamericano a otro y ser traducidos, invitados a congresos y Ferias del libro, etc. Este fenómeno lo llama neocolonialismo cultural español. Argumenta a favor de que hubiera editoriales locales fuertes que nos independicen de las editoriales españolas. Ese parece ser su argumento más político, mientras que en todo el libro se equipara el término “democracia” con la ausencia de un partido único en el poder (más que una persona, pues él incluye en su argumentación a México y la dictadura del PRI, rota por el PAN en 2000) y minimiza las recientes conquistas electorales de las izquierdas en países latinoamericanos como resultado de años de política neoliberal que implicó el empobrecimiento de la población en general y el quiebre de la economía; véase el caso de Argentina como ejemplo. Reconoce el ensayista esta falta de democracia, a la vez que celebra el “fin de las dictaduras” sin nombrar directamente, ni cuestionar lo que se podría llamar la dictadura del capital. Estás contradicciones están reconocidas en el subconsciente del texto, pues el libro aporta términos graciosísimos (con copyright) como “democracia imaginaria ©”o “caudillos democráticos ©”. Tal vez lo que no está dicho, aunque está implícito por todo el libro, es que eso, la “democracia imaginaria” y los “caudillos democráticos”, más que propio latinoamericano (con copyright), pues lo latinoamericano no existe, es típico de esta etapa de la modernidad (piénsese en el caso de Silvio Berlusconi en Italia). La democracia no existe; es una ficción, se la viva con poncho y comiendo tortillas o bajo la Torre Eifel comiendo baguettes. No existe mientras sea una democracia electoral. Cuando la gente se tira a la calle a exigirle a los gobiernos, se activa la democracia, como está pasando en España ahora, como pasó en Chiapas–otro movimiento que se minimiza en este libro, porque su recorrido histórico sólo ve a los caudillos, mientras que Chiapas fue más que Marcos, a quien Volpi entiende como una figura desprestigiada; fue el comienzo de formas de protesta que aprovechan el internet, que se apoyan en la cobertura de prensa internacional y en los que participan ciudadanos del Mundo, más que de la zona o del país. Este fenómeno se ha llamado en ciertos medios “el pueblo de Seattle”. Pero estamos hablando de política, cuando empecé hablando de literatura. Será que no se puede hablar de una cosa sin la otra, porque me he ceñido a dialogar con las provocaciones de este intelectual mexicano, a quien aprecio y cuyos libros me interesan.
El caso es que Volpi dice que “Latinoamérica no existe” y luego señala el momento en que nace una nueva generación de escritores latinoamericanos, que se supone no tienen medios para conocerse entre ellos, pero se conocen porque se ven a menudo en Ferias del Libro y Congresos literarios. Para Volpi: “…el nacimiento oficial de la nueva generación de escritores latinoamericanos –pomposa y burda manera de enunciarlo, pero así suele figurar en los programas—ocurrió en Madrid, en 1999, en el congreso organizado por la editorial Lengua de trapo y la Casa de América en Madrid; después de aquel encuentro un tanto improvisado y felizmente turbulento, se reprodujeron decenas de citas similares, pero sólo dos de ellas mantienen, en mi opinión, un estatuto simbólico entre nosotros: el congreso de Sevilla… convocado por la Editorial Séis Barral… y uno muy posterior…bautizado como Bogotá 39, porque participaron en él 39 escritores menores de 40 años” (152).
Así pues, según Volpi, existe una nueva generación de escritores latinoamericanos, aunque no Latinoamérica, y lo que tienen en común es que no quieren aportar a la narrativa nacional, sino que quieren hablar de lo que sea, como todo el mundo y, cuando hablan de lo local, “su obsesión está desprovista del carácter militante de otros tiempos” (170). De hecho, en una tabla en la que quiere marcar las diferencias entre los escritores de los años sesenta, hasta los setenta, y ahora, se dice que los escritores de “antes” aspiraban a “premios, reconocimiento internacional, convertirse en conciencia de América Latina, pureza literaria” y los de “ahora” quieren “premios, reconocimiento internacional, dinero” (163-164).
Pensando en Puerto Rico, en otra parte, planteo que no es que a los escritores de entre siglos, a quienes llamé “la generación inquieta” no les interese la política (“ser militantes”) sino que buscan otro lenguaje, otros medios para decir lo político, puesto que, como aprendieron de las luchas por los derechos civiles de los sesenta y setenta, sobre todo las mujeres y los afro-norteamericanos, “lo personal es político”. Se va a lo cotidiano, a lo individual y se busca el “lenguaje fantástico” que tanto Fuguet como Volpi notan, porque en el momento del “fin de las ideologías” todavía hace falta alguna narrativa que de sentido a la vida. No podemos vivir sin mitos y el lenguaje de los mitos es el lenguaje del subconsciente, además de que, como señala Slavoj Zizek de un libro al otro, el goce es siempre sedicioso. Creo que estas hipótesis aplican a los escritores latinoamericanos (que no son latinoamericanos) a que se refiere Volpi. Coincido con él en que éstos, “En vez de presentarse como inventores de América Latina, contribuyen a descifrarla y desarmarla” (170). Tal vez no sólo a América Latina sino a esta tardo-modernidad global en general. Más que decir lo que somos se dice lo que no somos o no deberíamos ser o no debió haber pasado (insisto, las revisiones históricas se practican con ferocidad). Hoy la narrativa define por negación. Latinoamérica y el Mundo debería no ser lo que han sido (ni lo que son). Se insiste en decir, puesto que el resultado de la falta de una narrativa clara es la esquizofrenia, el Leviatán o que se deje la autoridad de narrar a los Republicanos y los economistas neoliberales, como se ha hecho hasta ahora. La escritura de hoy no es una escritura conformista, a pesar de que ataca, tan latinoamericanamente, con estrategias de guerrilla; se dispara en retirada.
Lo cierto es que no hay una estrategia común. Hay quien prefiere quedarse fuera del mercado global. En Puerto Rico hay una proliferación impresionante de editoriales de calidad, pequeñas, artesanales, de tiradas reducidas (Agentes Catalíticos, Aventis, la Secta de los Perros, Atarraya Cartonera, por mencionar sólo cuatro). Esos son los escritores que el ensayo de Volpi se minimizan, porque no se leen más allá de los espacios académicos locales, por lo que no se puede tener una mirada de conjunto sobre su producción en Latinoamérica (el asunto ameritaría un estudio). Por otra parte, están quienes usan la estrategia del Caballo de Troya, se meten en el mercado para vivir mejor que los escritores que iban a Francia a morir al lado del Sena. Los buenos, y hay muchos, aunque hay también cualquier cosa, atacan desde adentro de las murallas de la ciudad letrada, que hoy no está custodiada por letrados tradicionales, pues el libro es también un objeto de mercado que, sin dejar de ser eso, dice… ¿Qué dice? Ahí están las narrativas gay (Mario Bellatin), las que hablan de la experiencia de las mujeres (“La muerte me da,” Rivera Garza, “Delirio,” Restrepo), las que hablan de la violencia política y la relacionada al narcotráfico e incluso la violencia familiar (el padre es el padre, es la narrativa nacional, es el orden, es la ley) “Un lugar llamado Oreja de Perro” Thays, las que exponen las fronteras políticas débiles “El síndrome de Ulises”, Gamboa. Lo cierto es que la mayoría mezcla. La novela del colombiano no tiene por qué pasar en Colombia; la que habla del asunto de la mujer o de los gays, también habla de otro tipo de violencia, incluso las violencias producidas por la mujer o el gay mismo (Mundo cruel, Luis Negrón), además de la novela histórica (El hombre que amaba a los perros de Leonardo Padura o Abril rojo de Santiago Roncagliolo).
El libro tiene una parte titulada “Adiós a los críticos” (191-192) que, por su verdad, me tocó en lo personal. Dice que no hay un deber ser en la literatura, lo cual es cierto. Por eso y porque ya no hay revistas o suplementos literarios de circulación regional que tengan alguna fuerza, a excepción de “El Boomerang” que colecciona blogs de Escritores en español (la literatura en español ya no es latinoamericana o española, es literatura en español) o el Blog del escritor peruano Iván Thays, titulado, “Moleskine Literario”, la crítica ya no… ¿cómo decirlo? ya no “ejerce”. Sobre la crítica académica dice: “Aún existen, claro, una crítica académica, en ocasiones valiosa pero con frecuencia arrinconada en sus arcanas teorías, aislada por completo de los lectores, y un puñado de críticos feroces que, sin reparar en su condición de cadáveres, se empeñan en seguir dictando panegíricos o sentencias de muerte que carecen ya de cualquier peso en la vida literaria” (192). Está diciendo una gran verdad. El mercado del libro y los escritores no necesitan a los críticos. La única función que le ve Volpi sería la de, a través de suplementos culturales, parafraseo, “informar a los lectores de lo que se publica cotidianamente en sus países y ayudarlos a juzgar las obras que se les presentan o discernir si se trata de simples productos comerciales” (192). O sea, que el afán del escritor no es sólo “hacer dinero”, como dice en otra parte del libro. Estos escritores sí tienen algo que decir y el diálogo con la crítica ampliaría o haría (tal vez, quizás) más interesante ese debate, pero lo cierto es que esa crítica es mínima y está aislada. Por ello esta nueva generación de escritores tienen que presentarse ellos mismos, ponerse nombre, historiarse sin nosotros.
Si es cierto que las fronteras entre los géneros está borrada, entonces los críticos que más aprecio, mis colegas, en conversaciones privadas, se reconocen también como escritores de metarrelatos. Construyen declaradamente ficciones a partir de ficciones teóricas (la teoría), en debate con otras ficciones teóricas (la crítica) y las ficciones primarias (las novelas, los cuentos, los poemarios). Es cierto que no hay críticos que hayan influido a nivel regional el modo de mirar la literatura como lo hicieron Roberto Fernández Retamar o Ángel Rama, quienes debatieron de tú a tú con los escritores del Boom. La razón habría que investigarla; y este punto me trae un último detalle que quiero destacar.
Lo fantástico en la literatura latinoamericana de los 60 y 70, más que una estrategia de mercadeo a nivel mundial, respondía a una voluntad de hacer aparecer en la esfera pública otras raíces culturales (africana, indígena de distintas etnias) que también han codificado este espacio, digamos Latinoamérica, por el que nos estamos peleando entre los descendientes de los criollos, con esos “otros”, además de con Europa y luego los Estados Unidos, hace más de 200 años. Muchos de esos relatos se construyeron a partir de investigaciones antropológicas serias (Miguel Angel Asturias, Hombres de maíz), y no siempre eran la representación del “hombre blanco” de su “otredad”, lo cual siempre será una representación limitada de ese mundo desconocido para el mismo escritor que quiere “dar voz”. Esas otras perspectivas no existen para occidente porque no están escritas en lenguaje de occidente. La voluntad de representarlas era producto del interés de dar igual peso a una cultura no Occidental en la que se formó el escritor, como lo fueron el caso de José María Arguedas (Yaguar Fiesta) o el maestro César Vallejo (Trilce). A esos intentos, por cuestionables que sean, de representar la no menos violenta masacre cultural que resultó de los procesos modernizadores no se los reconoce en absoluto en este análisis (ni en los manifiestos) y vivimos tiempos en que esa masacre se recrudece e invade todas las esferas. Ahora, más que nunca, me parece oportuno recordar este dato. Los olvidados están en el libro de Volpi. A ellos se dedican tres páginas del ensayo (106-108). El libro Transculturación narrativa en América Latina, de Ángel Rama, era un libro entusiasta, casi eufórico, producto de su tiempo, pero es testimonio de un modo de leer el continente que podría contribuir tal vez a que la falsa democracia cayera en favor de otra democracia que no demoliera conocimientos y memorias valiosos. Sabemos que “la marcha del progreso” no se puede detener, pero sí podemos dirigir esa máquina de modo que no triture todo a su paso. No creo que los escritores latinoamericanos, (o tal vez debo decir, escritores en español, o simplemente escritores) hayan renunciado a soñar. Es que hay que saber leer el lenguaje de los sueños para entender lo que dicen y no creo que Volpi sea tan cínico como se presenta, con sus trucos de buen publicista de ideas.