Juana y Dorotea, o las trampas de la estupidez
“Celestina.—¿Quién / me nombra, cuando yo pienso / que más retirada estoy / del mundo, y sólo me acuerdo / del regalo de mi alma…?”
—Juana Inés de la Cruz, La Segunda Celestina (3ra Jornada)
“Diógenes.-¿Qué es esto, Alejandro? ¿También tú, al igual que todos nosotros, has muerto?
Alejandro.-Ya lo ves, Diógenes. Mas no es extraño que, siendo hombre, haya muerto.”
—Luciano de Samósata, Diálogos de los muertos
“Todo el mundo ha tenido la ocasión de escribir en nolibertad. De hecho, escribir puede ser acerca del gozne difícil donde se encuentran el espejismo de la libertad, y la escueta y descarnada nolibertad.”
—Avital Ronell, La estupidez
Las reflexiones sobre la estupidez humana son relativamente infrecuentes, quizás porque la propia frecuencia de la estupidez –y la perplejidad que despierta esa frecuencia– nos sirve de mordaza. Hay una pregunta que surge siempre: ¿sabrá el estúpido de su propia estupidez? La otra pregunta suele ser patéticamente autosilenciada: ¿seré, yo misma, una estúpida? La pieza teatral La secreta amistad de Juana y Dorotea –del mexicano Guillermo Schmidhuber de la Mora, montada bajo el título de Hombres necios por COOPAR en el Teatro Francisco Arriví desde el viernes pasado y bajo la sabia dirección de la veterana Alina Marrero con producción de Neysa Jordán– gira en torno a esas preguntas y a las tretas que las escamotean.
La pieza de Schmidhuber de la Mora tiene el encanto fantasioso de los famosos “Diálogos en el Empíreo”, de gran popularidad en el Renacimiento, en los cuales diversos autores imaginaban la posibilidad de que, en el Empíreo, se dieran conversaciones entre grandes pensadores que no hubieran coincidido en el tiempo o en el espacio reales. Dado que el Empíreo es una especie de utopía filosófica que nada entiende de apriorismos kantianos en cuanto al cuándo y al dónde, allí esas conversaciones habrían sido posibles.
La memoria se me llena de preclaros ejemplos: hace 2,500 años, Platón –al final de su Fedón– hizo decir a un Sócrates que apuraba el cuenco de cicuta, que ya se imaginaba esa misma noche en pleno cotilleo con Aquiles y otros grandes héroes y pensadores en el Hades; cuatro siglos después, Luciano de Samósata escribió sus “diálogos de los muertos” con fines abiertamente satíricos, y puso de gran cháchara, en la barca de Caronte, a gente como el cínico Diógenes y al aristotélico Alejandro Magno; Dante Alighieri, al llegar a la antesala del Inferno, mientras conversaba como si nada con Homero, Virgilio, et al., se llamó a sí mismo “el sexto entre tan grandes sabios”; Cervantes se imaginó charlando con los más grandes autores en su Viaje al Parnaso; hizo lo mismo Voltaire en su Diccionario Filosófico, y hasta Edgar Alan Poe –curiosamente– abrazó este tipo de diálogo filosófico en varias famosas ocasiones. Me surge una pregunta: jelou… ¿cómo sería una conversación entre Safo y Wanda Rolón, o entre Mitt Romney y Maquiavelo? Se me vuela la cabeza: the possibilities are endless…
¡Okey! ¿Quiénes conversan en el Empíreo teatral del Paco Arriví en pleno Santurce contemporáneo? Tenemos a Dorothy Schons, la primera erudita en ganar un grado doctoral en literatura hispanoamericana, y a Juana de Asbaje –mejor conocida como sor Juana Inés de la Cruz–, la primera mujer intelectual en la historia de México. ¿Qué las hace encontrarse en el Empíreo? La veda del habla: Dorothy Schons dedicó su vida a estudiar la obra de sor Juana, pero se le prohibió dictar un curso sobre ella en la Universidad de Texas en Austin. Dorotea –como llama Schmidhuber a este personaje de la vida real– fue penalizada al negársele una plaza permanente en la Universidad, y terminó suicidándose. Sor Juana fue víctima de la feroz represión de la curia mexicana que se sentía ofendida por su talento: se la obligó a callar, y murió en clausura, sin su astrolabio y sin sus libros. En la pieza teatral, el dramaturgo las pone a conversar en escena sobre las coincidencias de su situación de intelectuales amordazadas por ser mujeres, y las presenta como pasto de represalias estúpidas por parte de los hombres (“necios”) que ejercieron su poder (igualmente “necio”) sobre ellas.
El montaje y la dirección de Alina Marrero recogen –con gran pormenor, con un dejo de melodrama y con el sabroso condimento del humor negro– los dilemas compartidos de Juana y Dorotea: la tachadura del habla, el destierro del espacio público, la restricción del deseo de crear, y la negación de su derecho inalienable a habitar la posteridad, es decir, la fama. Si bien las protagonistas se constituyen en una jerarquía temporal que va desde la escritora (Juana) hacia la lectora (Dorotea), lo cierto es que, al final, una vez ambas están muertas y ya son habitantes legítimas del Empíreo, se confunden en una misma mujer libre que reclama esa palabra futura en un espacio público infinito.
Marrero –en un gesto magistral– desfonda la situación y le roba el pathos, tal como lo hicieron antes con sus dialogantes autores como Platón, Luciano, Dante, Cervantes, Voltaire y Poe. En vez de ponernos a llorar por el sufrimiento de las dos mujeres amordazadas que fueron sacrificadas en el altar de la necedad macharrana, la directora se fija en las posibilidades teatrales de esa amistad supratemporal y otromundana al plantarnos a todos, casi desde el principio, en una escena extraña que nunca se decide entre la tragedia y la comedia. De ese modo –y de manera un tanto brechtiana– Marrero nos “distancia” de las pasiones que se juegan en las vidas de estas dos mujeres para invitarnos a razonar sobre la estupidez de la situación, y la forma airosa en que ellas la sobreviven desde su fama en el más allá de la posteridad. Nótese de inmediato la coincidencia conceptual entre Jorge Manrique y Marcel Duchamp…
De hecho, es el título con el cual la directora decidió rebautizar la pieza –Hombres necios, que son las primeras dos palabras del poema más famoso del “Fénix de México”, alias “La Décima Musa”, alias sor Juana Inés de la Cruz– lo que nos da la clave: es la estupidez masculina lo que realmente atiende Schmidhuber en esta obra. A la necedad de los hombre necios –y valga la redundancia–, Juana y Dorotea responden con lo que Josefina Ludmer llamó famosamente “las tretas del débil”, y que yo llamaría “hacerse las muertas” hasta el momento propicio: abrazar el silencio en espera de la ocasión. Después de todo, “hacerse el muerto” es, con frecuencia, la única forma de lidiar –según el famoso historiador Carlo Cipolla– con el estúpido. Según este autor –en su famoso ensayo “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”–, el estúpido se distingue por causar daño a otros, causándoselo también a sí mismo, por lo cual bregar con un estúpido acarrea siempre un error costosísimo, dado que el estúpido es, como ya dije, el ser más peligroso del universo.
En su versión de la obra, Marrero da rienda suelta a la estupidez de los hombres necios —que aquí son los jefes y colegas abusivos y obstinadamente prejuiciados de Dorotea en la Universidad de Austin; y el confesor y el padre de sor Juana, pero sobre todo el Arzobispo de Puebla, quienes se muestran obcecados al insistir que Juana ha pecado por hacer lo que se le ha pedido que haga: escribir para el público. Como nos advierte el filósofo Henri Bergson en su libro sobre la risa, los personajes risibles son aquellos que se muestran deshumanizados, que exhiben conductas mecánicas repetitivas siempre iguales independientemente de la coyuntura, y que incluso pueden comportarse como animales. Al potenciar la caricatura de estos personajes masculinos, Marrero nos saca de la trama sacrificial de las escritoras, y nos lanza al mundo burlesco de los hombres necios. De hecho, otro elemento que abona a la comicidad de estos personajes es el hecho de que sólo dos actores hacen todos estos papeles tanto con respecto a Dorotea como con respecto a Juana. Es como si la estupidez humana siguiera repitiéndose de la misma forma por los siglos de los siglos… y ¡amén!
La escenografía diseñada por Norberto Barreto se ocupa directamente de mantenernos en el mundo irreal del Empíreo: enormes libros en una especie de biblioteca gigante constituyen los puntos de entrada y salida del escenario. El suelo está cubierto de enormes páginas manuscritas que desbordan hacia el público. Reminiscencia del genial cuento de Jonathan Swift –The Battle of the Books–, la escenografía de Hombres necios promueve que el público se fije más en las palabras de los personajes –quienes son, literalmente, librescos–, que en el melodrama que en potencia pudiera tragarse el argumento racional que la obra de Schmidhuber propone. En el mismo centro de las escenografía, una puerta desvencijada es escotilla desde donde sale, de vez en cuando, un ekkyklêma —plataforma del teatro griego donde se colocaba una escena interior y que salía por la puerta central del escenario para poner a la vista de todos esa escena secreta. El ekkyklêma en Hombres necios opera como cita de la tragedia clásica, pero también nos da cuenta de lo grotesco de las escenas que lleva y trae desde tras bastidores, o desde el mundo detrás del mundo.
Un detalle que abona de forma muy interesante a la situación esencialmente otromundana de la escena de Hombres necios ha sido el uso de sonificación estelar, es decir, de una banda sonora cuyos sonidos son conversiones de las pulsaciones lumínicas de ciertas estrellas. Cada vez que comenzamos a escuchar pulsaciones y tonalidades electrónicas extrañas, nos damos cuenta de que nos hemos salido del mundo normal para entrar en el Empíreo, más allá del cielo de las estrellas fijas, como hubiera dicho Dante. La sonificación estelar constituye un gozne entre dos mundos –el real y el filosófico– que determinará la manera en que habremos de interpretar hechos, objetos y espacios en esta puesta en escena. Una vez el público se dé cuenta de las diferencias entre espacios, podrá prestar todavía más atención, en estas transiciones esenciales, para seguir la compleja trama que mezcla estas sabias mujeres con estos hombres necios.
Dos excelente bailarinas, presentes en escena en todo momento, y que parecen traducir todo lo que ocurre en una suerte de alegoría de la estupidez humana, también abonan a esa idea de que estamos en un mundo más allá del mundo, donde los símbolos conversan de tú a tú con las cosas reales y materiales. Es como toparnos, en la fila del supermercado, con la señora Justicia, ataviada todo y balanza, armada de un sable y con su venda en los ojos.
Para los actores, ejecutar esta obra no ha sido fácil: cambios constantes de papel, extensísimos parlamentos, modulaciones en el modo de actuación, transformación del espacio escénico mediante el movimiento mismo de los actores. El vaivén entre el melodrama exaltado y la comicidad de la caricatura, y entre el gesto y el parlamento, son aspectos que también mantienen al público pasando trabajo, pero de la mejor forma, tratando de deshilar el argumento acerca de la necedad, que en esta obra se manifiesta en la terquedad con la cual los hombres defienden un supuesto derecho a ser estúpidos. Con mordaz ironía, esta obra va trayendo a cuento el hecho contundente de que “los necios, necios son”.
Al final, la obra Hombres necios, más que decir, muestra lo que el famoso poema de sor Juana trataba de explicar: que las mujeres hemos sido colocadas en una posición insostenible y contradictoria en la cual son las propias exigencias de los hombres las que nos hacen “pecar”. Tan insostenible es la situación que, con frecuencia, la terquedad con la cual las mujeres sabias insisten en perseguir su libertad tiene todas las características de la estupidez: automatismo, insistencia, iteración, animalidad feroz. Ocurre, pues, que quizás no haya elemento más corruptor de la naturaleza humana que la estupidez, justo porque imparablemente engendra estupidez. Y, de hecho, las trampas de la estupidez pueden parecerse, con frecuencia, a las trampas de la fe. Como advierte Avital Ronell con bastante desasosiego, “Cuando te propones atender la cuestión de la estupidez, algo así como una atmósfera estupefaciente desciende sobre ti, como un chorrito de veneno, invisible pero severo.” Y ni aunque nos demos cuenta podemos remediarlo con la certeza de ganar la partida… a menos que no sea en el más allá.