Justicia poética en una bañera
Es una de las imágenes más paradójicas, al menos a primera vista, de la Segunda Guerra Mundial: la estadounidense Lee Miller en la bañera del apartamento privado de Adolf Hitler en Múnich la noche del 30 de abril de 1945, horas después del suicidio del dictador en su búnker berlinés. La imagen podría presentar, a primera vista, todos los rasgos de una instántanea: después de varias semanas sin poder asearse a conciencia, es muy probable que Miller se muriese por introducirse en esa bañera. Ni corta ni perezosa, se habría despojado rápidamente de sus ropas y se habría zambullido hasta limpiarse el más mínimo resquicio de suciedad y sudor.
Si bien esto es lo que podríamos pensar a primera vista, la realidad distaba mucho de esa sensación. Entre otras razones, porque ni el autor de la imagen, el fotoperiodista de la revista Life David Scherman, era un fotógrafo aficionado, ni aquella era una bañera cualquiera, ni la mujer que se está aseando se trataba de una mujer corriente. Ella misma era fotógrafa y, por tanto, sabía que el disparo de la cámara y el trabajo en el laboratorio tenían la capacidad de construir, comentar o reinventar cualquier motivo que se colocara delante del objetivo.
Qué lejana queda la imagen de esta mujer madura que se muestra espontánea frente a la cámara de aquella que posaba concienzudamente casi veinte años atrás en las fotografías de Man Ray. Entonces se presentaba como un retazo de ninfa surreal casi andrógina. La piel tersa y nacarada, los senos pequeños y las caderas estrechas, las extremidades alargadas y ese recorte de cabello à la garçonne, era cercenado por el encuadre, creando así una deconstrucción del ideal del eterno femenino.
Pero Lee Miller era aún mucho más de lo que nos ofrecía su cuerpo completo o troceado sobre el papel. Fascinada por la fotografía desde la adolescencia, había tenido la gallardía de abandonar una solvente carrera como modelo en Nueva York y plantarse en el estudio parisiense de Man Ray para aprender fotografía surrealista. Su aportación a la obra de su maestro y amante no debería ser desestimada, por más que, como otras tantas mujeres que han vivido al lado de grandes hombres, su relevancia haya sido silenciada durante varias décadas.
Porque Miller fue una mujer perteneciente a una estirpe alternativa, indómita para los cánones de la sociedad patriarcal. Mucho antes de que el escándalo se convirtiera en estrategia publicitaria para los íconos de los mass-media, ella ya había protagonizado el suyo propio al posar como modelo en el primer anuncio de toallas sanitarias. Por mucho que tuviera la firma del reputado Edward Steichen, el escándalo que se organizó en torno suyo fue la razón definitiva para hacer las maletas y cruzar el Atlántico. Y en Europa, además de defender su condición de mujer emancipada, siempre demostró su convicción en el amor libre. La relación entre David Scherman y ella es un claro reflejo de ello, pues había comenzado durante su matrimonio con el surrealista británico Roland Penrose: los tres vivieron durante un tiempo una suerte de menage à trois hasta que Scherman la convenció de que se enrolara como fotoperiodista en Vogue y juntos cubrieran reportajes en la etapa final de la Segunda Guerra Mundial. Siendo ella como era, no tardó demasiado en abandonar durante varios años a su esposo en Gran Bretaña a fin de materializar algunas de las imágenes más conmovedoras del conflicto. Su decisión, de nuevo, no estuvo exenta de valentía: presentar en las páginas de una revista glamourosa los horrores de la contienda podría leerse como una más de sus calculadas estrategias surrealistas.
Justo después de realizar uno de sus diarios viajes de ida y vuelta al infierno, Scherman y Miller se instalaron en el cuartel general de Hitler en Múnich. Su rápida amistad con un lugareño, y el anzuelo en forma de paquete de tabaco, bastó para que les llevara a conocer el apartamento privado del dictador, resguardado en un edificio anónimo del barrio burgués. Ambos decidieron quedarse en la vivienda durante unos días, de los cuales se conservan varias imágenes. Pero lo primero que decidieron fue introducirse en la bañera y fotografiarse mutuamente mientras se enjabonaban.
La primera ojeada a las fotografías de Miller nos advierte de su distancia con respecto a la iconografía artística y popular de la mujer en el baño. Motivo recurrente en el imaginario pictórico y fílmico, lo que principalmente la caracteriza es la objetualización de la retratada como símbolo del deseo. En algunos casos como producto del deseo –por ejemplo, las célebres odaliscas en el harén– y otros como producto de su configuración compositiva –como los fuertes picados con bañistas de espaldas en los pasteles de Edgar Degas–.Esta iconografía, tan popular por su fuerte carga erótica debía sumarse al universo fílmico. Convenientemente cubierta con una nube de espuma, la mujer expresa con gestos amables, incluso ladeando un poco la cabeza y por supuesto casi siempre tumbada, su absoluta disponibilidad. El maquillaje y las joyas, además de sugerir esos ecos de la pintura decimonónica, sirven para potenciar el potencial glamouroso de la bella.
Nada de eso observamos en las fotografías de Miller bañándose. La espontaneidad real de su gesto mientras se frota la espalda, resulta aún más palpable frente a la actitud de los objetos que la acompañan. Y es ahí donde la imagen afirma todo su valor de denuncia y de comentario anti-propagandístico, alejándola de la pretendida naturaleza como instantánea a la que nos referíamos al inicio del texto.
Sabiendo que tanto Scherman como Miller eran dos expertos fotógrafos, la ubicación de los objetos que componen la fotografía podría haber sido calculada. Puede que todos ellos estuvieran verdaderamente en el cuarto de baño, pero cuesta pensar que estaban dispuestos en aquel espacio más allá del instante fotográfico.
A la izquierda, uno de los retratos icónicos del Führer, que con sus brazos en jarra parece estar mirando desafiante a la usurpadora de su intimidad. ¿Acaso prefería Hitler contemplarse en una imagen idealizada en lugar de observar su imagen real en un espejo? Fenómeno de irrealidad pura y dura: Narciso que se contempla sobre la fina capa de un fotograbado transformado en azogue. En este punto, resulta interesante la deconstrucción de su pose por medio de su ubicación espacial, pues la censura temeraria con que dirige su mirada a la estadounidense ya no es temeraria sino rídicula. Hitler se metamorfosea en Hynkel.
A la derecha de Miller, una escultura pequeña de un desnudo femenino. Es una belleza inconsciente, de senos turgentes y amplias caderas, característica del arte nazi que valoraba a la mujer exclusivamente como procreadora de la raza aria y como símbolo de una Alemania transformada en la mítica Germania –como, por ejemplo, las mujeres pintadas por Sepp Hilz–. Frente al estereotipo de mujer en el ideal hipertrófico del nazismo, se impone otra de carne y hueso que toma las riendas de su propio destino y, de algún modo, desafía el poder patriarcal más trasnochado.
Por si este comentario, no exento de ironía, fuera poco, es interesante señalar que los dos objetos que flanquean a Miller se corresponden con un concepto fundamental que ya advirtió Walter Benjamin a finales de los años treinta: la estetización como esencia medular de los fascismos, tanto de su política como de su propaganda –¿o acaso en este caso no se trata de lo mismo?–. Tanto por sus convicciones humanísticas, como por su relación con judíos como Man Ray –nacido en Filadelfia con el nombre de Emmanuel Rudzitsky– o el mismo David Scherman, Miller deconstruye esa piedra angular para convertirla en un mensaje de denuncia contra la barbarie.
Sobre la crueldad nos hablan las botas arrugadas en primer término. Son el calzado que Miller empleaba a diario en sus expediciones fotográficas por el corazón de las tinieblas. Horas antes del baño reparador, ella y Scherman habían estado visitando el campo de concentración de Dachau. Sobre su piel no solo se deslizan el sudor y la suciedad acumulados, sino principalmente los ecos de los gritos, la sangre vertida durante las torturas, el hedor penetrante de la carne carbonizada. Gracias a Lee Miller las víctimas comparten por primera y última vez el espacio de su verdugo inexorable, imprimiendo las huellas de su inocencia a chorretones sobre el blanco impuro de la porcelana y de la alfombra. Y con ello, esta combinación de documento periodístico y de documento artístico se resuelve felizmente en un acto de justicia poética.