Juzgar como adultos
El crimen enfureció e indignó a la gente. Me avergüenza admitir, sin embargo, que cuando escuché la noticia en aquel entonces, me pregunté por qué el muchacho se había enfrentado con el asaltante. No quería culpar a la víctima (o eso me decía), pero ¿para qué arriesgar la vida así? Me preguntaba si se había envalentonado porque el asaltante tenía un cuchillo y no una pistola. Entonces, además de culpar a la víctima la estaba juzgando de ingenua, de confundir la vida real con las películas.
Pero me estaba haciendo cuentos. El crimen se puede narrar con más detenimiento, y con los detalles se comprende mejor:
Una noche, una pareja de jóvenes (él de veinte años, ella de veintiuno) paseaba por Condado cuando los asaltaron. Los jóvenes entregaron sus celulares. Sin embargo, ella notó que el asaltante no tenía un arma de fuego. Pensó que estaba desarmado –no vio el cuchillo–, y se lanzó contra él, o lo agredió de alguna manera. El asaltante comenzó a atacarla con el cuchillo. Su novio intentó defenderla, y el sujeto lo apuñaló también.
Entonces, a pesar de los cuentos que me había hecho, el muchacho atacó al asaltante para proteger la vida de otra persona. Hizo lo correcto, lo que la mayoría hubiera hecho en su lugar.
Afortunadamente, en este caso mi reacción de cuestionar las acciones de la víctima fue la excepción. La gente siguió furiosa las noticias del arresto y el juicio del asesino. Comentaban aliviados cuando lo arrestaron, cuando se declaró culpable, cuando lo condenaron.
Esto no requiere análisis. No hacen falta razones para entristecerse y enfurecerse cuando matan a un joven inocente en un asalto. De hecho, analizarlo, presumir que podría haber algo más complicado que desenredar, es desagradable. Me parece irrespetuoso hacia las víctimas.
Reescribo, reedito, ajusto la modulación de oraciones. Hay personas que sufren las consecuencias de este crimen hasta hoy, y no quiero ser insensible. Dejo de escribir por semanas. Sin embargo, sigo pensando en lo que sucedió.
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Una noche, una pareja de jóvenes caminaba por Condado. Quizá algunas personas los imaginen caminando sobre la arena; algunas noticias de la época los ponen paseando por la playa cuando los asaltaron.
Cuando yo imaginaba ese suceso, sin embargo, no los imaginaba en la playa. Los imaginaba caminando por la plaza Stella Maris. Quizá había leído en una nota de la época, sobre una racha de asaltos en Condado, que “las áreas más peligrosas circundan la plaza Stella Maris”, y me había quedado con ese detalle porque en esa época pasaba a menudo por allí. Si me hubieran preguntado dónde había ocurrido el asalto, hubiera recordado que la plaza Stella Maris la había adoptado como escenario al azar. Pero igual, por mucho tiempo cuando pasaba por esa plaza pensaba en aquellos muchachos, como si los hubiera visto allí alguna vez.
No sé por qué los imaginé tanto. Sé que, viviendo en Puerto Rico y además en Santurce, he imaginado y esperado mi asalto muchas veces. Pero quizá sea la facilidad de imaginarme en el lugar de un muchacho que pasea por la playa con su novia, que estudia en la Universidad Interamericana, que vive en una urbanización de Torrimar. No porque mi vida se haya parecido a la suya (aunque sí se pareció en algunas cosas), sino porque toda nuestra cultura nos llena de imágenes de una vida como esa. Aunque no la hayamos tenido, poseemos un catálogo de referencias para imaginar cómo es ser un joven universitario, cómo es tener novia, cómo es salir a celebrar tu cumpleaños con ella, cómo es caminar con ella por la playa. Lo que desconozcamos personalmente podemos rellenarlo con una mezcla de historias de otros, películas de Hollywood y anuncios de Coca-Cola.
No es difícil hacerse esa historia, ni colocarse en ella. Y luego –el colmo de los detalles que se adueñan de la imaginación– está su muerte heroica. Murió salvándole la vida a su novia.
Tres días después del asesinato, El Nuevo Día entrevistó a los padres del muchacho. Todo lo que dijeron convertía su muerte en una ironía. Él, explicaron, estaba obsesionado con la ley y el orden y con el problema de la criminalidad en la Isla. Consideraba que las penas que reciben los asesinos son muy cortas y no reflejan el verdadero valor de la vida humana. Estaba estudiando Justicia Criminal para un día ser agente del FBI, alguacil federal o fiscal.
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Una razón para sospechar de la empatía es cuánto depende de proyectarles cosas a los demás. Uno se hace una película, se cuenta lo que otra persona debe haber pensado y sentido, pero al final está rellenando la realidad con su imaginación, con ficción. Y ¿de dónde viene esa ficción?
Hay estudios sobre la empatía que confirman lo que es fácil de intuir: las personas empatizan más fácilmente con quienes se parecen a ellos. En parte, esto ocurre a nivel biológico e inconsciente: las partes del cerebro que se relacionan con la empatía se activan más cuando observamos a personas semejantes a nosotros o que nos recuerdan a nosotros. Pero pienso además en la relación de la empatía con la imaginación: contarnos una historia para tratar de entender a otro también depende de encontrar experiencias comunes –otros tipos de semejanzas– de las cuales partir.
Cuando yo tenía 20 años, visitaba a mi novia que vivía cerca de la calle Loíza, y muchas veces íbamos hacia Condado a comernos algo. No creo que camináramos por la playa, pero sé que algunas veces nos sentábamos a jugar ajedrez en el Parque del Indio, cerca de la arena. No recuerdo cuánto me preocupaba el crimen, cuánto temía que me asaltaran. Sé que vivía en una urbanización cerrada. Sé que muchas veces nos quedábamos rato hablando en mi carro estacionado en la calle en Santurce. Alguna vez oímos de asaltos cerca del parque y la playa, y calculamos la suerte de que no nos tocaran a nosotros.
Uno imagina las vidas de otros, pero les superpone su vida, sus experiencias. Las limitaciones son obvias. Pienso, por ejemplo, que no tengo hijos. No podría empezar a imaginar cómo se siente perder un hijo, y perderlo así. Tampoco puedo imaginar qué se siente sobrevivir un ataque, ni que asesinen a tu pareja frente a ti, y posiblemente sentirte responsable.
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Una noche, una muchacha caminaba por Condado con su novio. Estaban celebrando el cumpleaños de él. Algunas noticias de la época los ponen paseando por la playa, pero según una nota escrita poco después de los sucesos, en realidad caminaban hacia la playa.
Las noticias rellenaron detalles que me habían faltado. Obtuve los nombres de la pareja, aunque siento que tanto usarlos como no usarlos aquí es una falta de respeto. (Vuelvo a la idea de que la única opción correcta era no escribir esto). Sin embargo, sobre muchos otros detalles solo puedo especular.
Por ejemplo, la noticia dice que “se toparon con un sujeto trigueño”, pero quizá el sujeto se acercó a ellos por detrás: eso podría explicar que primero pensaran que tenía una pistola que no tenía, y que después creyeran que estaba desarmado cuando no lo estaba. Entonces, él habría dicho algo amenazante (no sé qué dicen los asaltantes en la vida real), y ellos entregaron sus cosas.
Luego, según contaría la joven, el sujeto empezó a amarrar las manos de su novio. No sabemos por qué; si pensaba amarrarlos a los dos, quizá solo era su manera de darse tiempo para huir. Las noticias no atan la ola de asaltos de la época a ningún crimen más siniestro, ni se vinculó más adelante al asaltante a nada más que el asesinato y los robos. Sin embargo, y aunque nunca me han asaltado, imagino que lo menos que alguien quiere durante un asalto, luego de que ha cooperado y quiere que termine ya, es que empiecen a amarrarle las manos, como una promesa de algo más. Y aunque no soy mujer, imagino que a una mujer la idea de que un extraño la amarrara podría causarle un pánico aún más hondo y visceral.
Esas son mis especulaciones. Solo sabemos que ella, al no ver ningún arma, reaccionó, intentó salvarlos. Pero el sujeto sí estaba armado, y los atacó. Ella salió malherida, y su novio perdió la vida.
Con los nombres de las víctimas, pude encontrar las noticias siguientes, las que cubrieron el arresto y el juicio del asaltante. Así supe que se llamaba Jonathan González Cruz, y alguna información sobre él.
Un detalle adicional: Jonathan González Cruz, el asaltante, el “sujeto trigueño”, tenía 14 años.
Decir eso ahora, ¿es manipular al lector? Cada detalle que completa más una historia facilita la comprensión, y la comprensión propicia la empatía. Sin embargo, mucha gente considerará inútil, o hasta ofensivo, tratar de mover la empatía en esta dirección.
Otra noticia describe al “sujeto” como un muchacho con acné en la cara. Yo no puedo concebir ninguna circunstancia en que a mis 14 años, y con acné en la cara, alguien me hubiera llamado un “sujeto”. Ni siquiera si hubiera apuñalado a una persona.
¿Ya se sienten manipulados?
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Un periódico también publicó un artículo sobre Jonathan González Cruz, y las circunstancias que había vivido. Estaba bajo la custodia del Departamento de Familia. Había pasado por varios hogares sustitutos, y abuso en más de uno. Luego deambulaba, robando para sostenerse. El artículo narraba una vida llena de dolor, bajo un sistema, instituciones, figuras de autoridad, que le habían fallado una y otra vez.
Al saber eso, es tentador imaginarlo aún inocente, convertirlo en una figura trágica. Ver solo a un muchachito que asaltaba por desesperación; que, asustado, reaccionó impulsivamente, empezó a arremeter con su arma sin pensarlo, y luego se sintió culpable. Pero eso es un cuento también. Es posible que Jonathan González había perdido o nunca había desarrollado la capacidad de empatía; que nunca sintió nada al apuñalar a la pareja; que solo salió del asalto aliviado de escapar o hasta orgulloso de haberse dado a respetar.
Quizá aquel artículo pintaba con más matices el carácter y la psicología de González Cruz a los 14 años, pero no lo encuentro. Después de las noticias del asalto y del juicio, no encontré más. A diferencia del muchacho al que asesinó, googlear el nombre de Jonathan González Cruz no te dice quién era él, solo lo que hizo.
Mucha gente pensará que la desaparición del artículo es lo justo. Recuerdo el revuelo que causó. La gente nuevamente se molestó y escandalizó. Acusaron al periódico de querer excusar o justificar el crimen. Les indignaba el intento de humanizar al muchacho. Hablaban del libre albedrío, de la responsabilidad de cada cual por sus acciones. Qué importa su vida difícil: él tomó una decisión.
Se desprende que ellos personalmente no han asaltado ni matado porque no decidieron ser asaltantes y asesinos. Aunque ellos hubieran pasado la niñez de hogar en hogar, sufrido abusos, vivido en la calle –una existencia diferente en todas las variables, que los hubiera expuesto a influencias distintas de las que tuvieron y los hubiera privado de otras–, tendrían el mismo sistema de valores. Hubieran desarrollado la misma capacidad de empatía, la misma definición de bueno y malo, y la misma valoración de la vida humana. Si se les preguntara cómo, uno imagina que tendrían que contestar que cada persona nace buena o malvada por naturaleza, porque ninguna otra respuesta sería lógica.
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Una noche, un joven caminaba por Condado con su novia. Se llamaba Julián y era, según sus padres, un muchacho afectuoso y maduro, que prefería rodearse de personas mayores. Estudiaba Justicia Criminal en la Inter, y le preocupaba el crimen en Puerto Rico. Estaban celebrando su cumpleaños.
Algunas noticias de la época los describen caminando por la playa cuando los asaltaron, pero según la nota más detallada, en realidad caminaban por la calle Condado hacia la playa.
Al leer el detalle, traté de imaginarlos en la calle Condado, y pensé en que esa calle rebasa Condado y llega hasta Tras Talleres. Los imaginé saliendo tarde en la noche de, digamos, la barra Circo; me imaginé el asalto en algún lugar entre la Ponce de León y la Fernández Juncos, tan cerca de strip clubs, discotecas y esquinas habituadas por trabajadoras sexuales. Me pregunté qué se habría hablado sobre esa otra pareja, si se hubiera hablado algo.
No importa. Sí estaban en Condado, caminando hacia la playa. Estaban llegando a la arena, o pisando la arena, cuando los interceptó un muchacho de 14 años llamado Jonathan González Cruz.
El muchacho estaba bajo la tutela del estado. Tenía una madre y al menos un abuelo en alguna parte (después estarían presentes durante su juicio), pero, por razones que ignoro, habían perdido la custodia de Jonathan hacía muchos años. Él había pasado por varios hogares, pero ahora vivía en la calle. No iba a la escuela desde séptimo grado. Es fácil imaginar que, luego de sufrir bajo varias personas encargadas de protegerlo, no quería estar bajo la custodia de nadie, pero quizá esa sea una forma demasiado simple y conveniente de explicar algo que para entonces ya era más complicado.
El muchacho asaltó a la pareja, y les quitó los teléfonos. Luego, comenzó a amarrarle las manos a Julián. La joven creyó que estaba desarmado, hubo un enfrentamiento, y Jonathan González Cruz asesinó a Julián.
Cuando hablaron al periódico sobre su hijo, los padres de Julián dijeron que el asesino tenía que “pagar con su libertad”; que debían juzgarlo como adulto. Un periodista le preguntó al padre si un niño tan joven no tenía la oportunidad de rehabilitarse. Él contestó que no, porque era “un perro con rabia”:
“Ya para mí ese niño está rabioso. Lo han tratado. Ha entrado y salido del sistema varias veces. Está contagiado. Tiene una rabia que no creo que lo puedan rehabilitar, y si un perro tiene rabia hay que terminarlo”.
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A sus 15 años, Jonathan González Cruz fue juzgado como adulto. El secretario de justicia explicó que, para decidirlo, se tomaron en cuenta “actitudes del acusado hacia la autoridad, […] su comportamiento, si estudia o no, si vive vida de adulto”.
Si vivir en la calle y asaltar a otros para sobrevivir es ser adulto, Jonathan González Cruz tenía vida de adulto. Él estaba “por la libre”, dijo el Secretario. Un niño que vive en la calle, que nunca ha estado seguro en ningún hogar, ¿está “por la libre”, es libre?
¿Jonathan González Cruz tuvo alguna vez vida de niño? Sé tan poco sobre él que puedo seguir repitiéndolo. Pasó por varios hogares. Sufrió abuso en más de uno. No estudiaba desde séptimo grado. Vivía en la calle a los 14 años. Pero cada una de esas oraciones contiene años de vida, y no sé cuán largos y lentos se sintieron para él.
¿Jonathan González Cruz podía imaginar la vida de Julián?
Yo no puedo imaginar la vida de Jonathan González Cruz. No sé cómo fue su vida cuando vivía con su familia. No sé qué le sucedió en aquellos hogares. No sé qué se encontró en la calle, ni con quién. Sé que una noche, un muchacho de 14 años caminaba cerca de la playa de Condado, buscando a quién asaltar, pero no sé cómo llegó allí, ni puedo imaginarlo.
Referencias
Bloom, P. (2016). “Empathy and its discontents”.
“Crimen estremece al Condado” [https://www.elnuevodia.com/noticias/locales/nota/crimenestremecealcondado-945350/]. El Nuevo Día, 20 abril 2011.
“Prematura la muerte de un ser especial” [https://www.elnuevodia.com/noticias/locales/nota/prematuralamuertedeunserespecial-947341/]. El Nuevo Día, 22 abril 2011.
“Asesino del joven Julián se declara culpable” [https://www.elnuevodia.com/noticias/seguridad/nota/asesinodeljovenjulianromerosedeclaraculpable-1288486/]. El Nuevo Día, 27 junio 2012.
“Juzgado como adulto menor de 14 años” [https://www.primerahora.com/noticias/policia-tribunales/notas/juzgado-como-adulto-menor-de-14-anos/]. Primera hora, 2 de diciembre de 2011.