Kingsman: The Secret Service
Herederos del lenguaje y la obra de Cervantes y Quevedo, y de origen similar al de Séneca (que era cordobés), deberíamos tener un entendimiento especial y agudo de la sátira y, como resultado, de la ironía y el sarcasmo. Sin embargo, poco se entienden estas cosas, y es la literalidad lo que abunda en nuestra isla. Todo se pierde en el “como tal”, que siempre lo es, y lo “obvio”, que la mayoría de las veces resulta no serlo. Por supuesto, hay un problema inherente en la sátira. Si se desconoce lo que está siendo satirizado es imposible encontrarle la gracia a lo paródico, ni a las ironías y sarcasmos que se lanzan sobre el orginal.
Kingsman es una larga (poco más de dos horas) sátira de los espías ingleses más conocidos: James Bond, quien apareció por primera vez en 1953, Jonathan (John) Steed de la serie televisiva “The Avengers”, que debutó en 1961 junto al George Smiley de John Le Carré. Smiley, el más sufrido de los tres, pero como los otros un caballero ante todo, es un tipo difícil porque sus problemas como espía residen en su enfoque filosófico de le ética y la moral de la profesión, no en los tiros y las luchas mano a mano. Steed duró hasta finales de los sesenta, resucitó brevemente en los setenta e hizo su última aparición en una desastrosa versión fílmica en 1998. Bond (Smiley también) aún vive entre nosotros. El día que vi “Kingsman” percibí que en la audiencia nadie se acordaba de Steed o sabía de Smiley y, a juzgar por el silencio, que entendiera la burla del esnobismo inglés que sale por cada pixel de este filme divertido.
Está basado en un cómic que nunca he visto, pero que buscaré, y su mejor parte es la primera mitad de la película. En ella se establece la naturaleza y el origen de la agrupación secreta Kingsman. Los “títulos” del filme son muy originales. Son también una parodia de los complejos y hermosos títulos diseñados por el genial y pretensioso Maurice Binder para la serie Bond. Los misiles y las bombas que lanzan desde un helicóptero en una misión de rescate desmoronan una fortaleza arábiga y de las piedras van formándose los nombres de los actores, etc., después de todo por ahí en Mesopotamia comenzó el lenguaje escrito (get it?). Algo se descarrila en el operativo y resulta en una muerte. Harry Hart (Colin Firth) o Gallahad (se parodia también al rey Arturo y la mesa redonda, que ha evolucionado a un rectángulo), líder del grupo de asalto, le entrega al hijo del muerto una medalla que ha de ser su salvación en el futuro. Muchos años después el muchacho Eggsy Unwin (Taron Eggerton), como si fuera un personaje de Dickens, recuerda la clave que tiene que ser combinada con el número en la medalla que lleva alrededor de su cuello (es como el “password” de hoy día) y se salva de la cárcel. Es reclutado para unirse al grupo de Kingsman y salvar el mundo de un villano llamado Richard Valentine (Samuel L. Jackson), un fenómeno del mundo cibernético (Steve Jobs?) y quiere controlar el globo. Quiere hacerlo lavándole el cerebro a los usuarios de teléfonos celulares… yo que creía que eso ya ha sucedido.
Hay muchas cosas graciosas que ocurren desde el principio, pero para apreciarlas hay que estar preparado para aceptar y entender las alusiones a otras películas (incluyendo, ni más ni menos, “The Shinning”), algunas idiosincrasias de los ingleses y las exageraciones de las capacidades físicas humanas que son casi inevitables en las películas de espías.
Colin Firth es hoy por hoy el perfecto caballero inglés y nadie mejor para vestir trajes de Saville Row (que ha estado haciendo trajes a la medida para caballeros desde el siglo XVIII) y hablar con la entonación de alguien educado en una escuela pública inglesa (que quiere decir una escuela privada jaijoyeti, como Eaton, Rugby, Harrow, etc.). Hasta en eso son comedidos los británicos: ocultan el elitismo en la palabra “pública”. Ustedes saben, como las alianzas público privadas que son para que los ricos se hagan más ricos con los chavos nuestros. Él es la reencarnación de John Steed, con su paraguas letal que equivale al escudo de los antiguos caballeros de la mesa redonda pero que es también computadora y rifle. Los miembros de Kingsman, tienen los nombres de los más destacados caballeros del rey Arturo y no podía faltar Merlín. Las escenas de lucha son cómicas porque dependen de la seriedad ficticia de Firth, y de ser tal y como uno se las espera en un cómic. Además, a otra escala, parodian las destrucciones masivas que ocasionan los súper héroes de los otros “Avengers” (los de Marvel y DC cómics) con la capacidad que tienen los buenos de casi siempre sobreponerse a los malos. Por momentos, nos encontramos en un juego de video.
Vale la película la presencia de Samuel L. Jackson como Valentine, que resulta ser el súper villano más vistoso entre todos y que nunca falla en tener tenis del mismo color de su gorra: anaranjadas, amarillas, violeta; el arcoíris es el límite. Acompañado de una asesina que tiene por pies cuchillas (sí, como el asesino de mujeres de Sur África; referencia obvia) que corta en pedacitos a sus enemigos, o en mitades, cuando quiere, Valentine, además de estar lleno de colorido, tiene una labia imposible de resistir. En vez de ser el espía el que tiene licencia para matar, es el villano quien nos mata de la risa.
Los trucos visuales son parte de los chistes y por momentos, no solo se parodia a los súper héroes y súper hombres digitales (y a Liam Neeson, que está muy viejo para todos los corre-corre de sus más recientes películas) sino al mismísimo Bond, que tan serio se ha puesto últimamente. En camino, al final de la película (que, por muchas razones es un espectáCULO) no hay quien se salve de recibir su chorrito. A los fundamentalistas religiosos los liquida en una escena genial en una iglesia en la franja de la Biblia en algún lugar del sur de los Estados Unidos. A los republicanos estadounidenses les dan de arroz y de masa, pero no se salvan el Presidente Obama ni mucho menos Margaret Thatcher y los conservadores en el Parlamento inglés. Las películas paródicas de espías de los sesenta del pasado siglo (la serie de Flint, con James Coburn; y las de Matt Helm, con Dean Martin; y Maxwell Smart, uno de cuyos zapatos era un teléfono, el equivalente de “foot in mouth”) y la máxima parodia de Bond que cabalga el XX y el XXI, Austin Powers, palidecen ante la sofisticación tecnológica de esta. La efectividad de todo esto se le debe parcialmente a la cinematografía de George Richmond.
Hay muchas cosas graciosas que se dicen a lo largo de la cinta. Mi preferida es la receta que Eggsy le da para un Martini seco (uno de mis tragos favoritos) al barman: “Con ginebra, por supuesto(énfasis mío), agitada con hielo por diez segundos, mientras miras la botella aún sin abrir de Vermouth seco.” Genial… y como debe ser.