La bancarrota del discurso político
«Nosotros, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales. […] Elan, Niníve, Babilonia eran vagos y hermosos nombres, y la ruina total de esos mundos significaba tan poco para nosotros como su existencia misma. Pero Francia, Inglaterra, Rusia… también serían hermosos nombres. […] Y vemos ahora que el abismo de la historia es lo bastante grande como para que quepa todo el mundo. Sentimos que una civilización posee la misma fragilidad que una vida. Las circunstancias que enviarían las obras de Keats y las de Baudelaire a juntarse con las de Menandro ya no son del todo inconcebibles: están en los periódicos.»
«La crisis militar quizá ya terminó. La crisis económica es visible con toda su fuerza; pero la crisis intelectual, más sutil, y que, por su propia naturaleza, reviste las apariencias más equivocas (ya que ella sucede en el reino de la disimulación), esta crisis deja difícilmente captar su verdadero punto, su fase.» (La crisis del espíritu, 1919, Paul Valéry)
Los discursos y acercamientos políticos ante la llamada Crisis se mueven en dos direcciones, que no son nuevas, y que parecen construirse y verse a sí mismas como opuestos. Las derechas siguen viendo el mal en la función pública y en el estado benefactor, y recurren a la supresión de derechos adquiridos por las clases trabajadoras hace casi un siglo. Por su parte, las izquierdas, o mejor decir, los movimientos socio-democráticos, reclaman o tratan de implantar políticas que respondan al reclamo de más trabajo, de más sustento para la gente que ha vivido durante el periodo del boom económico de la mundialización en los márgenes de un bienestar aceptable pero no óptimo, y al presente francamente fragilizado. Mucha gente que no tiene trabajo quiere trabajar pero el llamado sector privado no provee suficientes oportunidades de empleo para esa gente. Tampoco el sector privado está compuesto por empresas que se distingan por ser almas caritativas que hagan donaciones a los estados para subsidiar los servicios de salud y de educación. Aparentemente ni la derecha ni la izquierda han producido la llamada crisis económica, y la sufren por igual a la hora de preparar sus programas de reelección. Dicha crisis ha generado una gran desigualdad social, que pese a lo que se quiera decir, es más culpable la globalización del capital que con su nube de bonanza inflada nos arropó durante casi dos décadas, y fue el pasaporte para la desregulación de las economías. Los gobiernos contribuyeron a esa desregulación que permitió la circulación del capital pero no la de las personas. Esto último produciendo, ya sea en las fronteras de España, Francia o Inglaterra, nuevas versiones de campos de concentración donde se han amontonado refugiados de diversas procedencias en espera de permisos o de viajes de expulsión. El nuevo rostro del mundo da grima porque la desigualdad es la orden del día.
¿Quiénes se beneficiaron de la bonanza de la mundialización que creció en tiempos de guerra – su telón de fondo fueron las guerras bushetistas – y de sus discursos sobre el mal con todos sus ejes? No cabe duda que quien más gozó durante todo ese periodo fue el sector económico privado, los bancos, las bolsas de valores con la venia de los gobiernos del primer mundo. Y, como recordarán algunos, tuvimos que venir a salvar los bancos, no hace tanto, el día que el mundo se enteró que los respetables banqueros unidos, desde los suizos pasando por los franceses hasta los americanos – especulaban, hacían transacciones virtuales que les procuraron ganancias cuyo destino no fue nunca el bien común. Esto no incomodó a tanta gente. Digo esto pensando en lo que se escucha en estos días con frecuencia a la hora de las protestas, paros y manifestaciones: que molestan a los demás…., que perturban el orden: que uno puede protestar pero que hay que preservar el derecho de los demás a llevar a cabo su día sin mayores inconvenientes. Me parecen deseos muy loables. Pero, no se pueden hacer protestas sin provocar cierto desorden, y un día de paro, manifestación o protesta no es un día normal. Todavía no conozco ninguna transformación histórica sustancial que no haya supuesto una cierta cuota de “desorden”. Desde la Revolución francesa pasando por la conquista de los derechos de los negros americanos hasta la de los negros en Sudáfrica, por no hablar de las luchas feministas, no ha habido transformación social que haya redundado en más democracia que no haya supuesto “desorden” y malestar donde se tiene que sentir, en la cultura, como diría Freud. Desconfío por tanto de todos aquellos que defienden el derecho a la huelga o a la protesta pero que a la vez quieren tener un día sin molestias.
Por ahí se dice que la crisis es creada. Cierto. La crisis no nace, no es natural, la provocamos nosotros los seres humanos. Algo así como el calentamiento global, que no es el hecho simple de los ciclos naturales. No obstante, de ello no se debe inferir que no es real. Está ahí, sus efectos dolorosos, las amenazas de un mundo colapsado y sin porvenir las sentimos verdaderamente. Quizá no es tanto el hecho de tener que participar de iniciativas para resolver las crisis fiscales del sector público lo que incomoda a ciudadanos franceses, españoles, argentinos, puertorriqueños, sino que la crisis se la deben a sus gobernantes. No. Quizá lo que siempre indigna es el abordaje. La falta de diálogo, que es una característica de los políticos de derecha de la última generación, es un nuevo género, una nueva especie – sin oídos, sin destrezas comunicativas pero con un cierto deje en su body language por los puños, por el empleo de la fuerza. Como si fuerza y autoridad fueran una misma cosa. Sin pensar que la autoridad que se vale de la fuerza demuestra una desconfianza de lo que debe precisamente caracterizar un espacio democrático: la palabra, la comunicación con todas sus imposibilidades. La fuerza es autoritaria, por lo tanto, algo diferente a la autoridad, a la magnanimidad que debería ser un atuendo del soberano en política. Ya sea en Francia, en Grecia o en Puerto Rico asistimos al tranque, es decir, gobiernos intransigentes frente a sectores que hacen reclamos. Que deberían ser escuchados. No así en España.
Por todo ello no me parece que uno deba aceptar La Crisis en tanto que mundial como una fatalidad que nos acaece aquí en Puerto Rico como en Francia, Inglaterra, Estados Unidos… «Es mundial», dicen algunos, «Está por todos lados, es lo mismo dondequiera», repiten. ¿Entonces? Por lo tanto, habría que apechar. ¿Es así porque es así, y la crisis se pasea como una suerte de diosa intempestiva que nos ocurre, que no sabemos de donde viene, no sabemos si sus dardos los lanza con la mano izquierda o la derecha? ¡Oh santa Providencia, imparable, inexorable! ¿Inexorable la crisis? No lo creo. Tampoco nos debemos resignar al empobrecimiento de la clase media, media profesional, ni a un porvenir en el que nuestra juventud no tendrá trabajo, o poco, no tendrá hospitales, ni escuelas ni universidades, ni retiro, ni derecho a días por enfermedad, ni derecho a vacaciones, ni ni ni. ¿Un mundo sin derechos, es eso lo que vamos a dejar a las generaciones futuras? Creo que los jóvenes tienen todo el derecho a la protesta en ese contexto. El mundo que estamos decidiendo hoy es su mundo.
Citamos en epígrafe el texto de un escritor francés: Paul Valéry. Este texto en forma de cartas fue publicado en el 1919, es decir, después de la primera guerra mundial. Un momento en el que los europeos pensaron que habían llegado al límite del horror. La primera guerra era llamada «la gran guerra». ¡Todavía no habían sucedido los campos de concentración nazi! Episodio que como sabemos transforma el mundo de las ideas, instalando una gran desconfianza de las famosas Luces del siglo XVIII. Valéry dice muchas cosas en ese texto que, como suele suceder, podrían ser dichas, escritas y pensadas hoy. Ese texto es, pues, nuestro contemporáneo.
Valéry, que destina su carta a la Europa de principios del siglo XX, enuncia una verdad algo trillada y evidente, a saber, que las civilizaciones mueren; todas sin excepción, conocen su ocaso. Recordatorio del cual, traído a nuestro contexto global convulso, se pueden establecer paralelos. Pensemos en las manifestaciones de protesta persistentes en diferentes partes del planeta a la vez que asistimos a la escena de la llamada sociedad del espectáculo en la que se mueven nuestros políticos para ver sus balbuceos, sus promesas o sus amenazas de vuelta al orden por medio de la fuerza con la permanente sensación de no poder creerles nada de lo que dicen. Estamos pues en el ocaso de un mundo. Claro, esta constatación histórica de Valéry, justamente porque es histórica, no tiene el carácter apocalíptico que podría reclamar alguno. No es que el mundo se está acabando, como rezan por ahí los fundamentalistas. No. El mundo se transforma, las sociedades se organizan de formas diferentes y sus expresiones culturales inventan nuevas maneras de apropiarse la experiencia subjetiva. Podemos pensar que la Crisis supone pues un periodo de transición y de transformación en el que ya no nos reconocemos, por lo tanto no es sólo una crisis económica. Este segundo punto del texto de Valéry es el que merece ser subrayado: toda crisis es en gran medida una crisis de las ideas. Quizá nuestro mundo está cansado de pensar. Insisto, las soluciones a la llamada crisis económica, cuyos barómetros y soluciones siempre son matemáticos, también olvidan que esos lenguajes (el de las estadísticas y las cifras) no pueden entrar en el ámbito aún más vital para los seres humanos que es el del deseo. El deseo es una fuerza incalculable y desconocida que con trabajo y esfuerzo se traza una senda hasta el lenguaje y eventualmente hasta la cultura. Es lo que ningún lenguaje matemático puede contener. La invención tiene que ver con el deseo, no con lo que se puede contar y calcular. Los discursos de las derechas para resolver la crisis no hacen alarde de ninguna invención, se conforman con sumar y restar.
¿Pero, cuáles son las respuestas de los sectores más progresistas? Tienen algo de espectral. Marx constata en su 18 Brumario que las revoluciones siempre se visten con los ropajes de las que le preceden. Las protestas siempre resucitan un cierto espíritu, un fantasma revolucionario y libertario. Algo, que por cierto, me es muy simpático y que creo necesario pues me parece que una cierta humanidad se hace en esos procesos de gestación. Pero no basta en este momento con recuperar los íconos y las consignas del pasado. Si le hacemos caso a Valéry, cuando dice que la crisis es crisis del pensar, debemos los sectores progresistas, aquellos que creemos que un mundo más justo debe permanecer como el horizonte político necesario, pensar lo imposible. En ese sentido, son inaceptables los despidos, las supresiones de derechos y el uso sistemático de un lenguaje económico en su sentido más chato. Es chato porque borra el cuerpo singular y el dolor de la gente. Es chato e injusto porque simple y sencillamente, si es que es tan sencillo, desaparece lo que compone la vida. A los sectores progresistas nos toca en este momento responsabilizarnos y pensar en la justicia, en una sociedad más justa como el horizonte de posibilidad de lo imposible. Articular otras políticas se hace imperativo.
Necesitamos hablar, pensar y debatir. Mucho, mucho, mucho… Curiosamente, Sarkozy decidió aprobar el proyecto de pensiones por voto único, es decir, que no se dará tiempo para discutir posibles enmiendas al proyecto, algo así como los proyectos bajados por descargue en la Legislatura de Puerto Rico. ¿Por qué esa premura en aprobar y no dialogar? Esa negación de la palabra, ese no querer debatir es muy sospechoso. Lo es porque niega al otro y lo es porque si la cualidad de dichas medidas no estuviera en duda, no habría por qué negarle al público y a los legisladores de la oposición el derecho a la palabra. De lo que se trata esta crisis es de la bancarrota del pensar político, de la usurpación de la retórica economicista del discurso político.