La conmemoración de la palabra
Comparto con los lectores de 80grados este escrito que fue leído el pasado mes de abril en Madrid, con motivo de la presentación del libro de Sonia Riera Gata, Silencio para dos, publicado por la Editorial Aflora Libros de Madrid.
Olores, sobre todo olores. Pero también sabores, visiones, miradas, tactos y contactos; sueños, pensamientos, fantasías y alucinaciones. He ahí lo que podría llamarse el primer plano de esta colección de cuentos de Sonia María Riera Gata que lleva el nombre genérico de uno de ellos: Silencio para dos. Porque he ahí que también están los silencios, como las pautas musicales, como los umbrales que recogen el tanteo de las palabras en la fulguración de un instante en el que algo sucede, algo pasa, algo ocurre; sin que nunca se sepa a ciencia cierta exactamente por qué, dónde ni cuándo.
El murmullo de la luz arropa esta narrativa que busca, sin agonías ni espavientos, darle voz a tantas vidas con el soplo de cada nombre: Julián, Bolón, Marcel, Paloma, Agustina, Eduvíges, Lucrecia, Aurelio… Voces que cuentan lo que ocurre, pero dando también paso a lo que rebasa toda voz, toda conjetura: un desfile de gallinas, la vaca Filomena, el ritual caribeño del café, el padre y sus memorias, la hija y sus desdoblamientos, la madre junto a los caprichos de su íntima y lejana indiferencia. Y el eco de esa hermosa revolución que fue, con sus banderas rojo y negras, llevando la fecha del 26 de julio. Que fue, y sigue siendo –hay que decirlo–, una afirmación de vida, no solo de esa pequeña y gran isla caribeña –»la más grande de las Antillas», como se nos decía en las escuelas–; sino de toda esa otra América que reclama lo suyo, es decir, aquello que dolorosamente ella ha ido reconquistando para sí, al son de lo que podría llamarse, con Octavio Paz, la nostalgia de futuro.
Se diría que en las voces de estos cuentos todo ocurre como en los sueños para asentarse, una y otra vez, con el vernáculo de la vigilia. La conmemoración de la palabra no quiere decir otra cosa que la recuperación de esa memoria primordial, una y múltiple a la vez, que nos devuelve tanto la infancia de las palabras como los ensueños infantiles, pero sobre todo la poesía inmemorial que habita el lenguaje. Cuando dicha palabra conmemorativa se inscribe en el cuerpo de las voces que evocan el fulgor de las vivencias, se crea la fábula del mundo que se llama «literatura». Así, la escritura pasa a ser un experimento con la piel de la memoria; con los pliegues incisivos de sensaciones que se confabulan para dar aliento a la tarea infinita de la inteligencia. Por eso vivimos del cuento: porque no podemos dejar de contar lo que acontece y dejar que vuelva a pasar por el corazón, es decir, de recordar lo que solo la palabra está en condiciones de dar, de ofrecer, de renovar y transformar. No hace falta nada más, como rezan las primeras palabras del entrañable relato titulado ¿Un café?: «El viejo y su hija, cuando se encontraban, vivían en un espacio pequeño del recuerdo, no les hacía falta nada más.»
Cuando el cincel de la memoria es capaz de apuntalar su propio recorrido hasta suspenderse en el ritmo abastecido de sus evocaciones, como la punta de un lápiz que se rompe, las palabras surgen, persisten y cesan para recogerse en esa intimidad que no tiene principio ni fin, ni otro propósito que no sea el de celebrar el juego de sus revelaciones. Se nace y se muere con las palabras:
«Luego fueron otras palabras nuevas, inventadas, conocidas, usadas, manoseadas pero que para mí, no sé, no significan nada, solo un juego…Todas eran nuevas. El tiempo se detiene, el latido también, y queda el péndulo hacia dentro. Para qué buscar el sentido… para qué… / He vuelto a bajar muchas veces al aljibe, para morir. Es un pozo hondo sin agua, vacío, redondo, nadie lo sabe, solo yo. / Y ahora estoy aquí dentro dentro, con el tiempo detenido, y mi boca se abre, se cierra, se abre, se cierra, se sierra…, se sierra…rras..rras…rras… al recorrer suavemente los sonidos de una palabra elegida. Y muero, y muero, y muero cada vez.»
Hay una delicada ternura en estos cuentos y, a su vez, una singular fuerza expresiva que es el fruto de un largo e intenso cultivo de la escritura. Muchos años esperó Sonia Riera para dar a luz a esta su primera publicación. Muchas vidas y muchas muertes, habría que añadir, para dar con aquello cuya nobleza exige el momento oportuno de su despliegue. Pero bien valió la pena. Estos cuentos parecen haber nacido criados, de pie, en punta y a punto de alzar el vuelo, como la niña de Pájaro hambriento.
A veces no hay más que un libro publicado en vida, y otros resguardados, casi clandestinamente, en el santuario de un baúl; con la plena conciencia de un tesoro inmenso por despapelar –a la manera en que se abren las alas en el vuelo nupcial de las mariposas, para dar a luz al porvenir de la gran literatura. (Permítaseme referirme así a la obra de un poeta tan humilde como excepcional: Fernando Pessoa. Pero a otra cosa mariposa.) Otras veces basta con publicar dos o tres libros, o mucho más. Y otras es necesario no publicar, sin más.
En todo caso de lo que se trata es de ser siempre fiel al único y auténtico motivo de una obra escrita, digna del inmenso legado que nutre la vida de una lengua y el designio de la poesía: el descubrimiento de «una nueva lógica, plenamente una lógica», irreducible a la pura razón, y capaz de captar «la intimidad de la vida y de la muerte». Parafraseo así unas palabras de Gilles Deleuze en un ensayo memorable dedicado a Herman Melville, titulado Bartleby o la fórmula. Hago esta referencia, a propósito, por el pasaje siguiente, tomado del cuento ¡Si lo hubiera sabido antes!: «Se hizo un café, echó agua a sus dos macetas, puso una lavadora, se sentó en su sillón para seguir la lectura que hacía en aquel momento: “Batleby y compañía” de Vilá Matas, su escritor favorito. Cuando Julián se ponía a leer a Vilá Matas, no había nada que lo distrajera.» Sucede entonces como si el personaje Julián preferiría no hacer… otra cosa que leer ese libro que gira en torno, precisamente, a la célebre frase del cuento de Melville: I prefer not to («Preferiría no hacerlo»), la cual es a su vez la fórmula a la que alude el título del ensayo mencionado. Preferiría no publicar todavía… se ha dicho, y me ha dicho, Sonia a lo largo de muchos años.
Tenía que aparecer una señal, un signo, como sucedió, por ejemplo, con la imagen viva de una vaca, bautizada Filomena, y el nombre de cada letra impresa en lo que habría de ser la morada del alma, más allá de Santa Teresa. Resalto dos interesantes y curiosas coincidencias. La primera que «Filomena» podría significar «amante (filo) de la luna (méne)»; y la segunda que el término «vaca», animal sagrado en la India, evoca la expresión vāk, que en sánscrito significa, precisamente, palabra. Sucede entonces como si Filomena hubiese estado ahí, esperando ser soñada a la luz de la luna, para llegar a ser nombrada con el nombre propio de la palabra, es decir, de aquello que nombra lo que jamás esperó ser nombrado.
Me nace así también una pregunta: ¿cómo afirmar y sostener la bella y terrible intensidad de la vida en medio de las fórmulas literarias, concebidas para garantizar el éxito de un nombre, la reiteración del cliché, la autopromoción de una imagen, la promiscua fijación de una marca; todo confeccionado por las estrategias del marketing todopoderoso, sin que para nada se tenga en cuenta –menos mal– la fuerza indómita de los sueños y la vida insumisa del pensamiento?
Y he aquí que nace así este libro: fresco, prístino y fervoroso, como un ejercicio de libertad frente a la ansiosa vocación contemporánea de servidumbre. Quince cuentos que son como ráfagas narrativas, repletas de una alucinante sobriedad, con un mínimo de tres páginas, un máximo de cinco y un cuidadoso trabajo de la editorial Aflora: nombre justo para dejar que aflore lo que tiene que ser dicho. En el diseño de portada, basado en una hermosa pintura de Roxana Riera Gata, aparece la imagen de la mujer preñada de frutos; no de cualquier mujer sino de la mujer que es esa mujer; no de cualquier fruto sino del fruto primordial, que no es la manzana, sino el mango-mangó. Es la pintura de la hermana: el ombligo del sueño, el nacimiento del mundo, el rodeo de abundancia, y la mirada íntegra del silencio para dos.