La dialéctica de la Familia
A M y V porque encarnan
todo lo que redime tan compleja institución.
La Familia, heredada o escogida, es esencialmente una institución dialéctica. La intensidad del amor que genera contrasta radicalmente con el alivio que sentimos cuando nos liberamos de su carga. La ternura de la familia solo la iguala la severidad de sus reclamos. Es una fuerza política en tanto lleva a sus miembros a la acción transformativa. Es una institución antisocial en tanto requiere la retirada del ámbito colectivo en favor del espacio privado. La Familia constituye el entorno formativo más poderoso que el psicoanálisis ha conocido. Freud nos enseñó que el complejo de Edipo atraviesa no solo al individuo, sino a la Familia. Si con la familia edípica los hijos son de las madres por el precio del parricidio, con la familia lacaniana aprendemos que el padre es función simbólica. Una función que, para el pesar de la derecha religiosa, lleva a cabo cualquier sujeto que ofrece protección, amor y solidaridad ante la crueldad del mundo. En la familia se ampara el egresado desempleado al igual que de esta sale huyendo la hija que desea una mujer prohibida. Afortunadamente, el defecto de la herencia lo puede sanar la virtud de la escogencia, porque ello también es Familia. Lo pavoroso de los que niegan una Familia alternativa no radica tanto en la injusticia que buscan perpetuar (que es grave), sino en que su indignación ante el Otro solo enmascara la vergüenza que su posición produce. Cuando vemos una horda de fanáticos manifestándose frente al Capitolio con fotuto en mano vociferando contra una Familia-otra hasta el brote yugular, debemos ver más allá de la fachada. La intensidad de su furia lo único que revela es la fragilidad de su posición. La fuerza de una convicción no tendría por qué sentirse tan amenazada si tuviese fundamento. Y es que la Familia tiene de natural lo que este gobierno tiene de competente. Sin embargo, las escenas de este odio furibundo, más que indignación, provocan tristeza. Y es que la indignación nos ata a la ira con vehemencia mientras la tristeza denota un pesar. Más cuando vemos que seres queridos comparten la fibra del desprecio con desconocidos, atados por una fe que distorsiona un amor que construyen prohibido, lo que siento es tristeza. La ira no puede apoderarse de uno cuando se quiere entender, cuando uno busca comprender al que disiente. No se trata de justificar una conducta errada e injusta, sino de tener la entereza de ofrecerle a un ser humano aquello que este le niega a otro.
El marxismo tiene razón en señalar que la experiencia familiar es históricamente mediada. Hoy día no vemos ni experimentamos la familia de la misma manera en que la humanidad lo hizo en el Medioevo. Pero su historicidad no la hace menos significativa. Por el contrario, es precisamente nuestra historicidad lo que nos lleva al aprecio o desprecio de esta institución de maneras específicas. Podemos añorar aquellos tiempos de sociedades matrilineales donde el ‘hombre de la casa’ era expulsado del hogar y devuelto a su clan a la menor provocación. Especialmente cuando en nuestro siglo los hombres, en un enredo pulsional de muerte, matan a las mujeres en cifras escandalosas. Nos tomó cientos de años comenzar a superar lo que Engels llamó “la derrota histórico-mundial del sexo femenino” instaurada por la dominación económica del hombre sobre la mujer. Esta derrota y la instauración de la monogamia que disolvió aquella familia, se convirtió en prerrogativa masculina. Constituyó un triunfo de la Familia moderna el haber abjurado esta injusticia; fue una derrota haberla sustituido con el maltrato moderno. Si un legado desastroso de la Familia burguesa fue establecer la herencia por el precio de la libertad, otro más oportuno fue el derecho a disponer libremente del cuerpo. Así, la Familia contiene ambos: la semilla de la servidumbre y un camino de libertad. Por ello, en ocasiones algunos hemos llegado a considerar el logro del reconocimiento al matrimonio de las parejas homosexuales como una victoria pírrica. La Familia deviene en sitio de exclusión a la vez que en objeto de deseo por la esperanza de una reconstrucción alternativa. Eso que en la metrópolis le llaman family values vino a ser un eufemismo para el odio bajo la apariencia de normalidad. Sin embargo, una nueva Familia tiene la posibilidad de ser la roca que haga añicos el orden patriarcal. Porque cuando el falo se pinta de rosa y la mujer se pone un dildo muere el imperio biológico y nace Familia.
Ha sido una derrota política que el conservadurismo reclame tener el monopolio sobre la Familia porque la izquierda renunció a esta pensándola únicamente como institución reaccionaria. Una renuncia que en cierto modo asumió la noción cliché en que la derecha religiosa convirtió la idea de Familia. Un cliché que en este país ha tomado formas variadas: desde el cántico de Cheo Feliciano hasta la mofa de Sunshine Logroño y los anuncios embarazosos del Departamento de la Familia. Y es que si el moralismo con ínfulas redentoras de la Iglesia convierte la Familia en institución sacra políticamente conservadora, el self-righteousness de la izquierda termina despolitizando por su desdén. Para poder adquirir una mirada social comprensiva no podemos asumir la Familia como una esfera aparte, sino atender su lugar dentro de la totalidad social. A algunos les parecerá passé en la era de la fragmentación, el mundo líquido y la différance hablar de la totalidad social. Es posible que esto se deba a que pocos parten de una comprensión dialéctica de las estructuras que habitamos y que nos habitan. Una comprensión que nos permite comenzar a delinear diversas pero interrelacionadas constelaciones de poder. Nos recuerda Theodor Adorno que mirar la sociedad de manera fragmentada oculta las severidad de la injusticia estructural. Por ello desde la fragmentación, la familia aparece piadosa y acogedora o apabullante y opresiva. Es decir, aislada de constelaciones de poder social y político. We should know better. La Familia lleva demasiado tiempo oscilando entre Big Brother y el Papa. Nuestro cinismo secular no puede ser tan ciego como para dejar en manos del reaccionarismo la institución más formativa del sujeto al Estado y la Iglesia. En estos tiempos de duda y crisis, cuando la incertidumbre nos acecha, podemos contar con una certeza: una buena madre derrumbaría el mundo para evitar que la maldad toque a su hija. La potencia de esa lección no debe ser abandonada al reino del desprecio. Si las parejas gay se hubiesen resignado a que la Familia le pertenece a quienes los desprecian, su lucha por el reconocimiento habría estado avocada al fracaso. Si queremos ser solidarios con todo lo que falta por luchar, esa es una lección que tenemos que aprender. No se trata de acercarse a la Familia desde el liberalismo político invertebrado que pregona la tolerancia. Hace mucho tiempo que lo que esta sociedad le debe no es tolerancia sino respeto. La tolerancia es prima del asco, por ello hay que insistir, como diría Aretha Franklin, en que lo que le debemos es respeto. Y no solo un poco, sino el respeto suficiente para que se desista de la desfachatez de negarle a otras Familias la posibilidad de una vida digna.