La era sombría del capitalismo
Hay que afirmar que el capitalismo se ha convertido en una gran máquina productora de subjetividades, o de súbditos de la lógica del capital. El capitalismo ya no es señor absoluto en la vida de la economía sino el amo de todos los aspectos de la cultura y, por lo tanto, rector de la vida y de la muerte de los individuos y de las sociedades a escala planetaria, sin que importe mucho su forma de gobierno, su régimen político o su nivel de desarrollo. El capitalismo ha dejado de ser un sistema económico para convertirse en el índice de la primera civilización mundial que es la nuestra. Salta así a la vista que el vocablo en boga ‘globalización’ se queda muy corto para dar cuenta de lo que real y efectivamente se ha llevado cabo en nuestra época moderna que, siguiendo una sugerencia de Hannah Arendt, se inaugura con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre las poblaciones de Hiroshima y Nagasaki.
Quizá para perder de vista los horrores del pasado siglo, este momento actual de la modernidad es muy locuaz y repleto hasta el vértigo de información y reverberaciones, a la manera de un gran ruido, tan murmurante como ensordecedor e imbécil. No tolera el silencio, la soledad ni el recogimiento, pero fomenta a más no poder el mutismo, el aislamiento y el ensimismamiento. El dulce despotismo del capitalismo, contrario al de los regímenes totalitarios de pasado siglo, no se impone sino que seduce. Seducir, inducir, producir: todas estas palabra contienen el sufijo latino ducere, que significa ‘dirigir’, ‘conducir’. De ahí también la palabra educare (educar) que significa, precisamente, ‘guiar fuera’, ‘criar’.
El capitalismo se ha convertido en un gran aparato de crianza, domesticación y educación. La lógica del capital está tan presente en todos los aspectos de la vida cotidiana, de las relaciones sociales y de la relación de cada cual consigo mismo que puede muy bien considerarse una pauta normativa de las acciones, es decir, de lo que se dice, piensa y hace. De hecho, el afán patológico de normalidad que prevalece hoy día está arraigado en el despliegue indómito de esa lógica, es decir, de su estructura, funcionalidad, discurso y poderío. «El capitalismo es una enfermedad», dice Alain Badiou, pues resulta «aberrante que unos grupos tan pequeños acaparen tales cantidades monstruosas de riqueza». Y remata: «El capitalismo recuperó otra vez el predominio de manera universal, está completamente desencadenado y actúa de modo bárbaro de cara a la comunidad».1 Con toda pertinencia tiene sentido entonces pensar en términos de la dictadura del Capital, se esté o no de acuerdo con la obra de Antonio Negri, de dónde tomo esa expresión.
Lo anterior explica que se hable de consumidores en lugar de ciudadanos. Cuando se tiene en cuenta a los «ciudadanos» (nada casualmente hay un importante partido en España que lleva ese nombre) es para perpetuar el orden establecido y funcional por medio de los costosos espectáculos electorales (multimillonarios en los EE.UU, como bien se sabe) que, por lo general, solo sirven para alentar los intereses endógenos y el nepotismo intrigante de los partidos políticos, y diluir o anular, de facto, la genuina acción política de las comunidades. De ahí el énfasis en educar para engendrar emprendedores y empresarios y, como ya dijera Foucault en esa obra maestra que es Vigilar y castigar (1975): «cuerpos dóciles, mentes sumisas».
Se explica así también que se haya pasado de la sociedades de masas a la sociedades de programación en las que prevalece la psicometría del talante individual, y no ya la manipulación de las masas. Se ha pasado, de manera casi imperceptible, de los brain washers a los mind suckers, pues es la huella digital y el perfil psicológico del individuo en la diversa gama de sus gustos y preferencias lo que cuenta, y no ya el rasgo de una conducta social o un comportamiento colectivo.
El Big Data Base no es, para nada, un Big Brother como sostienen algunos sino un circuito de códigos y algoritmos concebidos para identificar las intimidades y generar novedosas formas inmanentes de sujeción que se difunde a tono con la fervorosa sofisticación del automatismo cibernético, y no ya para controlar ex machina a los individuos en función de los intereses de un supuesto Poder omnipresente. En realidad, nadie controla nada más allá de la autorregulación de las configuraciones programáticas. Es decir: los programadores, al igual que los grandes capitalistas, son ellos mismos funcionarios de un Aparato que corre por sí solo. Lo que importa (¿pero a quién le importa?) es que cada cual se haga cargo de su propia y voluntaria servidumbre como si se tratara de un acto de libertad, y no de obediencia y sumisión.
En términos de la fachada política, no hay mejor coartada para la dictadura del Capital que la democracia, ya sea en su versión liberal o de la socialdemocracia. Pero las democracias no pueden dejar de ser cómplices del capitalismo de Estado, como en China o Vietnam, del capitalismo autoritario de Rusia o de las teocracias capitalistas de Irán, Arabia Saudita o Israel o, incluso, de ese enigma perverso que sigue siendo el régimen de Corea del Norte. Las contradicciones políticas e históricas de estos países pueden siempre llevar a situaciones explosivas, pero para nada contradicen el interés fundamental de perpetuar la reproducción del capital y la acumulación de riqueza.
Nadie se salva porque todos están igualmente justificados a la luz de esta fórmula lúcida y precisa de Marx: «El capital, empero, como representante de la forma universal de la riqueza – el dinero – constituye el impulso desenfrenado y desmesurado de pasar por encima de sus propias barreras. En caso contrario, dejaría de ser capital, dinero que se produce a sí mismo. […] El capital como tal crea una plusvalía determinada porque no puede poner at once una ilimitada; pero el capital es la tendencia permanente a crear más plusvalía. El límite cuantitativo de la plusvalía se presenta como tan solo una barrera natural que hay que derribar, a la que permanentemente procura rebasar».2
Gracias a las grandes enseñanzas de Marx podemos destacar la característica más sobresaliente del actual capitalismo universal: la extensión de la plusvalía a todo el cuerpo social o, lo que es igual: la axiomatización de la sociedad en función de la lógica del capital. Un axioma es un principio cuya validez no se cuestiona y que, por lo mismo, permite establecer el encadenamiento deductivo de los razonamientos en función de su valor de verdad. De la misma manera, la apropiación del valor de la fuerza de trabajo por parte del capitalista y su expropiación por parte del valor abstracto y siempre por determinarse del Capital, de cara a la necesidad de ampliar el margen de ganancia, han pasado a ser la pauta integradora del orden social a escala mundial.
A diferencia de la época de Marx, en la civilización que es la nuestra, la plusvalía, en tanto que puesta en evidencia de la contradicción capital/trabajo, se ha extendido a todas las formas del tiempo del trabajo, sea físico, intelectual, doméstico, legal o ilegal, de entretenimiento o vacacional. Más aún: lo B. F. Skinner identifica como la peor amenaza para lo qué él llama el «diseño tecnológico de la cultura», el tiempo improductivo del «no tener nada que hacer», es decir, el tiempo del ocio (leisure), ha sido ya exitosamente ocupado con las formas cibernéticas de entretenimiento y la llamada inteligencia artificial. Así, el tiempo propio de cada cual está ya a la disposición de una apropiación y expropiación por parte de los consorcios de las llamadas nuevas tecnologías. Se puede hablar entonces de una plusvalía afectiva que día a día consume el tiempo de vida de cualquiera en cualquier parte del mundo. Se trata, en toda caso, de divertirse hasta la muerte.
Puede hablarse del sostenimiento de una sociedad conductual que permita promover, no ya solo la sociedad del espectáculo sino, sobre todo, el sentirse espectacular en una perenne huida hacia delante que podría resumirse así: el ocio como negocio, el trabajo como entretenimiento, el entretenimiento como trabajo. Con estas palabras, tan cándidas como siniestras, concluye Skinner su libro Beyond Freedom and Dignity (1970) «A scientific view of man offers exciting posibilities. We have not yet seen what man can make of man».
Quede claro que aún la investigación científica – muy particular, y nada casualmente, las neurociencias –, en sus más nobles aspiraciones, ha sido subordinada al diseño tecnocrático, y no ya tecnológico, de la cultura. Una prueba fehaciente de este diseño son los grandes gestos filantrópicos de Bill Gates, o la «grandiosa empresa» de construir una «comunidad global», como se propone Marc Zuckerberg. Esto nos da una idea de hasta dónde ha llegado sofisticación de la extracción de plusvalía, inherente al capitalismo, en nombre del bienestar planetario y del ‘amor a la humanidad’.
El aparato de propaganda del capitalismo (la publicidad, las relaciones públicas, el mercadeo) está dirigido a cautivar al incauto con vistas a reproducir la muchedumbre de mentecatos (mente-cato: ‘agarrado por la mente’) que pueblan el planeta, haciéndole creer a cada cual que es, en efecto, el hábil e ingenioso artífice de su vida porque tiene una cuenta en Facebook, Twitter o Linkedin. De ahí el énfasis cautivador en el patético self-promotion image. De ahí la sórdida violencia del narcisismo depredador (y no solo depresivo) que se atraviesa todo el tejido social, sin que importe su extracción de clase, sea capitalista, asalariado o desempleado, tecato, bichote o narcotraficante; hetero, homo, bi, transexual; niño, joven, adulto, anciano, o en términos políticos, de centro, derecha, izquierda, sus extremos, o incluso, y aún mejor, terrorista. (Los voluntarios del proclamado Estado Islámico, diseminados por doquier, son muy aficionados al «enjambre digital» del que nos habla Byung-Chul Han, con cuyos planteamientos no coincidimos del todo, como se habrá podido apreciar).
La desigualdad económica nunca ha sido tan abismal, como bien se sabe. Pero la equitativa distribución del consumo de imágenes – o mejor, de clichés –, nunca ha sido más homogénea, prolífera, deslumbrante. (¡Una auto-foto, o selfie, vale más que un mundo!) Montado sobre la triple alianza del capital financiero, la informática y la gran industria del entretenimiento, de una parte, y el trípode de las farmacéuticas, el narcotráfico y la industria militar, de otra, el capitalismo universal ha pasado a ser el Reino Avasallador de Cualquiera (R.A.C.) que sirve de aliento a la Organización Mundial de la Estupidez (O.M.E.) que desde hace un tiempo (¿desde cuándo?) rige la civilización.
Estamos ante una uniformidad nunca antes vista, pero no ya impuesta sino consentida, compartida y, sobre todo, celebrada y promovida por aquellos mismos que la ignoran y padecen. Ese quizá sea el gran éxito de empresas como Microsoft, Apple, Facebook, Twitter, Google, Nexflix…, para solo mencionar las más famosas marcas. Nada irónicamente un ministro danés reclamaba recientemente la idea de que su país envíe un delegado diplomático a Syllicon Valley.
Hay que precisar, sin embargo, en qué consiste lo que hemos estado llamando «lógica del capital». La palabra ‘lógica’ designa la estructura del capitalismo, la cual se despliega de acuerdo con la funcionalidad, el discurso y el poderío de sus reglas de juego. Téngase en mente lo que cada uno de esos rasgos significa. La estructura alude al entramado de relaciones por las que se organiza la producción, la circulación y el consumo de mercancías, en base a la ampliación de los márgenes de la plusvalía y la reproducción infinita de la ganancia.
La recta ratio capitalista ya no está ligada a una ética, sea o no protestante o calvinista. Su éthos ya no se basa en los principios austeros de un Benjamin Franklin sino en la inescrupulosa contabilidad que impone la austeridad como eufemismo del reembolso financiero a costa del expolio de las poblaciones. (A mayor crédito, mayor deuda; a mayor deuda, mayor ganancia, pues la deuda se paga con la culpa. En alemán una misma palabra Schuld, designa culpa y deuda, de donde Entschuldigung, es decir, ‘disculpa’).
Desde esta perspectiva, la ley PROMESA que el Congreso de los EE.UU. impuso a Puerto Rico o el triunfo del magnate Donald Trump como presidente son efectivamente un síntoma de la corrupción estructural del capitalismo en su actual fase neo-liberal. Se trata de manejar la cosa pública como si fuese un asunto privado de cálculo empresarial y, de otra parte, de dar rienda suelta al vampirismo del capital financiero, haciendo del crédito y del endeudamiento un Big Business. Ante el triunfo electoral de Trump, Wall Street se ha visto rebosante de salud.
La resonancia religiosa de las siglas que nombran la mencionada ley ponen en evidencia, una vez más, la hipocresía puritana como rasgo cultural dominante de ese país. Así también las con frecuencia obscenas intervenciones de Trump, su maltrato, al menos verbal, a la mujer, su calculada altanería y su manejo de las llamadas redes sociales responden a una estrategia de marketing que ha sabido identificar muy bien los rasgos particulares del público a quien se dirige. Todo ello tiene un denominador común: la prostitución de la cultura por medio del culto a la «forma universal de la riqueza» que el dinero encarna. He ahí la factura pornográfica del puritanismo yankee. Téngase en cuenta que eso es lo que significa pornográphos en griego: el señuelo inscrito de la prostitución.
Leamos, por ejemplo, una estas palabras suyas: «America is a nation of believers. The quality of our lives is not defined by our material sucess, but by our spiritual success». Como ya hemos destacado en otra ocasión, la palabra believer, encierra el juego semántico, o trampa – ¡la trampa de Trump! –, de to lie; esto es, algo así como ‘recostarse sobre las mentiras’. De tal manera que, para decirlo en inglés, a true believer is one who believes in his/her lies. El capitalismo en los EE.UU., como ya se ha dicho muchas veces, está profundamente teñido de un colorido religioso que, a tono con la doctrina de su «destino manifiesto», puede muy bien apreciarse en la inscripción del dólar, que podría adulterarse o prostituirse a propósito: IN GO(L)D WE TRUST.
La funcionalidad del capitalismo indica el dinamismo y desempeño de un determinado conjunto de interacciones regidas, precisamente, por el juego estructural. No hay quizá mejor ejemplo para entender lo que es la función estructural que el ajedrez. El ajedrez es, como el capitalismo, una invención histórica y cultural, y no una necesidad natural. La lógica del ajedrez responde a una estructura consignada. Esto quiere decir que los jugadores son, como las reglas, componentes de un protagonista único que es la belleza del Juego. Ganar, perder o empatar o hacer tablas es por supuesto importante. Pero la creatividad en el ajedrez consiste en enaltecer su belleza, no en cambiar las reglas del juego. Por el contrario, la lógica del capital responde a una estructura indefinida, proteica o camaleónica, siempre en proceso de ampliación y reestructuración. Su dinamismo es febril y su desempeño puede llegar a ser delirante. Estamos, pues, ante una formidable paradoja: la lógica del capital ha desembocado en el desbordamiento de su propia racionalidad. Por eso vale afirmar, con Deleuze y Guattari que en el capitalismo «todo es racional, menos el capitalismo mismo».
Lo anterior no encierra ningún misterio. Se puede explicar como sigue. Así como el ajedrez se ha apreciado como una gran metáfora de la vida, el núcleo del capitalismo consiste precisamente en un desplazamiento ad infinitum que tiene como referente la esencia o potencia de la condición humana que es el deseo. El deseo es mucho más que el interés en poseer aquello que se anhela. Más que ‘subjetivo’ el deseo, junto al lenguaje, es la condición de posibilidad de la subjetividad propia del animal hablante. Surge así como efecto estructural la sujeción a las afecciones, sean alegres, tristes o indiferentes. Por eso es correcto afirmar que el deseo y el lenguaje nos anteceden. En tanto que individuos hablantes somos la creaturas de una actividad deseante que sobrepasa nuestra individualidad.
Ahora bien, hay que cuidarse de no identificar el deseo como una realidad sustancial, permanente; como un sustrato o esencia inmutable subyacente a las acciones. El deseo es una actividad persistente e insistente, pero también puntual y momentánea. Su único fin es seguir deseando. La razón es obvia: todo deseo o acto deseante es el índice de una insatisfacción e insaciabilidad que es inherente a su actividad. Eso no es ‘bueno’ ni ‘malo’ sino simplemente así. Es el ser-así del deseo.
El movimiento del deseo es, por lo tanto, asintótico, pues sus momentos son fulguraciones cuyo horizonte es lo infinito. Por eso la potencia del deseo estriba no en poseer aquello que se anhela sino en entender la naturaleza de su perenne insatisfacción. De ahí que el deseo, bien entendido, sea inseparable de la experiencia amorosa (Eros es inconcebible sin Afrodita), pero sobre todo de la sabiduría (la filosofía es inconcebible sin la amistad y sin la experiencia erótica). En eso consiste la abundancia del deseo, la plétora de una infinitud que conduce al amor incondicional.
Se entiende que en función de la ignorancia de su propia actividad, ni el entendimiento, ni el amor, ni la amistad, ni la sabiduría sean concebibles – o mejor: calculables, contables –, para el capitalismo. Esto es medular para explicar su discurso y su poderío. El discurso capitalista abarca, de una parte, lo que podríamos llamar su propaganda fides, es decir: la publicidad, las relaciones públicas y el marketing. De otra, nos refiere al análisis que Jacques Lacan ha llevado a cabo, en su teoría de los discursos. No podemos abordar este fecundo y sutil aspecto de las enseñanzas de Lacan en una columna como la presente. Pero podríamos plantear lo que sigue.
El deseo solo quiere seguir deseando, el placer reconoce el límite que es la saciedad y el goce no hace más que reproducirse, de manera auto-mimética, para intentar compensar, inútilmente, la insatisfacción del deseo.3 Se entiende así que Freud mencione en algunos de sus escritos (no recuerdo bien cuál) la «extraña complicidad entre el sentimiento de culpa y el miedo a la muerte». De ahí el impulso a la repetición (Wiederholungswang) propio de las pulsiones y, con ello, la puesta en escena del «masoquismo moral» (Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa). De ahí también, la «metafísica del verdugo» de que nos habla Nietzsche, herencia penetrante de la auto-mortificación que el cristianismo institucionaliza con el poder sacerdotal o pastoral de la Iglesia que se inicia con Constantino en el concilio de Nicea del año 322 y culmina con el emperador Teodosio en el año 389. Poco o nada tiene eso que ver con la nobleza de espíritu de Jesús de Nazaret.4
A la luz de lo anterior, también Lacan se refiere en su Seminario 10 al deseo como «voluntad de goce» (volonté de jouissance). Se trata este de un asunto muy delicado, pues el vínculo de deseo y goce es polivalente y en extremo complejo, tanto en la teoría psicoanalítica como en la experiencia de un sujeto. Pero hay que tenerlo en cuenta para dar a entender lo que sigue. El discurso capitalista mantiene en vilo la expectación de colmar los deseos haciendo como si no hubiese límites a la satisfacción placentera. Así pretende consolidar la expropiación y apropiación del goce. Se puede afirmar que la explotación que resulta de la plusvalía en el plano de la fuerza de trabajo, la realiza el capitalismo en el plano de la libido, es decir, de la chispa de deseo, de la energía vital que mueve la actividad deseante. De ahí el fecundo y magistral concepto de plus de goce para dar cuenta de ello.
Finalmente, el poderío designa la capacidad para imponer el dominio de su realidad haciendo como si ella fuera la cosa más natural del mundo. El poderío de la lógica del capital no es solamente una falsificación de la vida, como ya denunciara hace décadas Guy Debord; es también una sistemática banalización del pensamiento y un secuestro de la sensibilidad y de la inteligencia. Desde esta perspectiva, el capitalismo es, en efecto, analfabeta y ávido promotor de la ignorancia universal, sobre todo allí donde se encarga de esa gran empresa suya que ha pasado a ser la educación.
Téngase esto muy en cuenta dada la actual situación de la Universidad de Puerto Rico. Los llamados por parte de la nueva administración no son nada nuevos: es necesaria la «eficiencia académica» – ya no es suficiente la cacareada «excelencia». Pero ahora se trata plegarse a las exigencias de austeridad de la Junta Federal que de facto ha pasado a gobernar nuestro país a la deriva, poniendo en evidencia el despotismo del capital financiero. (Es curioso percatarse de que las máximas autoridades de los serafines que componen la Junta son puertorriqueños – son tan considerados los gringos puñeteros –, pero eso sí: con nombres dinásticos de la oligarquía bancaria.)
¿Cómo hacerles entender a los administradores de turno que la valía de un programa académico o la experiencia de la enseñanza y el aprendizaje de ciertas materias (la filosofía, la historia, la literatura, el teatro, la música las matemáticas, las ciencias físicas o biológicas, el griego, el latín, pero también las lenguas modernas europeas o asiáticas, para no decir nada del hebreo, el árabe, el sánscrito, la lengua pali) no puede estar sujeta a otro criterio que no sea el de promover y enriquecer la riqueza intelectual de la institución a la luz del legado centenario de nuestra Universidad y del legado milenario de la inteligencia humana? ¿Cómo hacerles ver que a los pedagogos y psicólogos del Capital que la experiencia en un salón de clases no puede ser medida en términos de ese obsceno criterio que es el avalúo, y seguir chapando, como cabras insaciables, de los fondos federales? ¿Habrá que obligarlos a ver Saló o los 120 días de Sodoma de Pier Paolo Pasolini o, más recientemente, Capitalismo o Adiós al lenguaje de Jean-Luc Godard? Es casi imposible.
Lo más interesante del poderío del capitalismo es que su avasallamiento depende de la impotencia generalizada de aquellos a quienes seduce como Drácula con sus víctimas. Pero a diferencia del legendario vampiro, la lógica del capital obedece a un movimiento decapitado, pues su reproducción es acéfala y no busca más que prometer, como el cuento del burro con la zanahoria al frente, la gran satisfacción que nunca llega, en nombre de su ya renombrada Santa Trinidad: Power, Money & Sucess. Nada de extraño tiene en consecuencia que las sociedades actuales se hayan convertido en grandes gestoras psicoterapéuticas con la multiplicación de motivadores, coachers, empresas de auto-ayuda, consejeros matrimoniales, sexólogos…y el cada vez más normalizado uso de psicofármacos, concebidos justamente para convivir con la impotencia y la servidumbre.
La sombra del capitalismo todo lo cobija a la manera de una planetaria caverna de Platón. La luz ha de ser siempre intermitente, sombría, para que no se alcance nunca la intemperie ni la lucidez. Es la época del predominio de las pasiones tristes, pero cubiertas con el fino y frágil manto de una gigantesca burbuja analgésica que conduce a imaginar que se vive en el mejor de los mundos posibles, y que basta con querer ser feliz para serlo (la magia del «pensamiento positivo», como le llaman). Esa es la plácida tarea que cuenta ahora con el gran soporte de imaginarias filiaciones que es el universo cibernético. Se trata de sostener, hasta el hastío, el regodeo con la fascinación hipnótica de la imagen y la subyugación de los afectos. Nunca el imperativo que Lacan patentizó ha pasado a ser más elocuente: «¡A gozar!» Mientras los índices estadísticos de suicidio o asesinato en todos los sectores de las poblaciones, pero muy en particular entre los niños y los adolescentes, no hacen más que aumentar. ¡Ah, pero entonces se habla de que la salud mental es un gran problema mundial, para mayor gloria de los psicofármacos!
Por todo lo anterior, no basta con criticar el capitalismo u organizar partidos anticapitalistas. Hay que hacer un esfuerzo infatigable por entender y compenetrarse con las condiciones reales de la existencia que seguirán ahí, aún cuando la lógica del capital haya terminado por devorarse a sí misma. Hay que tener, no ya fe ni esperanza, sino una confianza inquebrantable en el vigencia ancestral de la sabiduría y aprender a vivir en la intemperie, vacíos y libres, como dice el maestro Eckhart.
- La filosofía frente al comunismo. De Sartre a hoy. México/Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2016, pp. 46-48. [↩]
- Cito de la edición de 1972 en traducción de Pedro Scarón de los importantes borradores Grundrisse der Kritik der politischen Ökonomie (Elementos fundamentales para la crítica de la economía política. [↩]
- Esta frase es una elaboración propia de apuntes tomados del Seminario de la Dra. María de los Ángeles Gómez ofrecido en el año 2004 sobre el escrito de Lacan Kant con Sade. [↩]
- En el citado libro de Badiou ha llamado mucho mi atención esta, por otra parte, muy europeo-céntrica afirmación: «Por eso considero a San Pablo (en definitiva al cristianismo primitivo) como el hecho fundamental de la historia de la humanidad». [↩]