La experiencia filosófica
Dichas estructuras de poder forman parte de un programa de adiestramiento social que ha surgido del seno de la propia civilización capitalista y su identificación con la democracia liberal, es decir, con la idea de que la democracia está garantizada una vez se da riendas sueltas a la libertad económica o economía de «libre mercado» y al reconocimiento formal de los «derechos humanos». Esta idea se consolida a partir de la II Guerra Mundial, se consagra luego del colapso de la URSS, la caída del Muro de Berlín, y el desprestigio de las fórmulas marxistas como alternativa al liberalismo (todo lo cual para nada implica negar la vigencia y lucidez extraordinaria de los análisis del gran legado de Karl Marx).
Esto significa, entre otras cosas, que se parte del supuesto de que la plusvalía es inevitable y necesaria para el progreso material y de que, en consecuencia, no hay alternativas a la ortodoxia o recta ratio del capitalismo, ya que es el único sistema de organización social que se basa de manera práctica, real y efectiva en el «natural egoísmo de la naturaleza humana». Habría que resignarse a una suerte de «darwinismo social» llevado al plano económico, esto es: aceptar que viviremos mejor y seríamos más felices si se crean las condiciones favorables para poner a la disposición de todos la posibilidad de hacerse ricos y poderosos, pero a sabiendas de que únicamente los más aptos, listas o rapaces, sean hombres y mujeres, están realmente dispuestos a materializar su empeño y alcanzar el éxito, es decir, salirse con las suyas. A este respecto, no es casual que en la célebre revista Forbes, aparezca ya la etiqueta de «narcotraficante» como oficio y el del narcotráfico como un holding multinacional.
De esta manera, no solamente nos encontramos con lo que en otra ocasión he llamado el secuestro mediático de las poblaciones, sino también con el agenciamiento de los propios descalabros psíquicos provocados por la programación de un estilo uniforme de vida a escala planetaria que el eufemismo de «globalización» intenta validar y celebrar. Así, por ejemplo, no solamente se diagnostican las enfermedades provocadas por los desórdenes alimenticios (anorexia, bulimia). También se trata de patentizar lo que sería su inversa proporcional: la adherencia obsesiva a las cartillas que sirven de orientación nutricional o el anhelo de un deseo correcto de alimentación (orthorexia nervosa).1
En este sentido, el objetivo de la «Biblia» de los psiquiatras, y libro también de cabecera de no pocos psicólogos clínicos y profesionales de la salud, el «Manual Estadístico de Desórdenes» (DSM, por sus siglas en inglés) es claro y simple: conseguir regular los llamados «desórdenes mentales» meditante unos criterios estadísticos en torno al estricto tratamiento consensuado de los síntomas (para nada se toca la etiología, es decir, las causas que provocan esos síntomas). Dichos criterios habrían de sentar las pautas para la normalización de la salud mental. Se intenta asegurar así la administración heterónoma de la vida afectiva de los ciudadanos y un mercado fructífero para los psicofármacos. Hay que normalizarlo todo: la salud, las expediciones turísticas, el matrimonio homosexual, la «inteligencia emocional», la auto-gratificación sexual y la vida sexual de las parejas.
Pero es tal ya la saturación de los diagnósticos (y de los auto-diagnósticos) que la última edición del DSM ha provocado profundas discrepancias entre los editores de este manual publicado por la American Psychiatric Association. Los diagnósticos cuyas definiciones habrán de incluirse en la quinta edición que saldrá en abril de 2013 rayan, valga la ironía, en el delirio. Aparte del mencionado más arriba, aparecerán estas magníficas novedades: pre-menstrual dysphoric dysorder (un supuesto síntoma severo premenstrual y binge-eating disorder (el síntoma de la glotonería desbocada). Interesantemente, el titular de la edición del diario New York Times de donde extraigo esta información (11 de diciembre de 2012) reza: A Tense Compromise On Defining Disorders, y aparece junto a este otro con la información que sigue: How to Manipulate an Army of Zombies. Parasites use Many Tools to Control the Brains of Their Hosts. Qué duda cabe, entonces, que se vive en unas sociedades no sólo enfermas sino además en las que se formulan los remedios para unos padecimientos provocados por el propio estilo de vida que ellas promueven.
En sintonía con esto, por ejemplo, luego de la matanza reciente de niños en los EE.UU., surge de inmediato la oportunidad de lucrarse con la venta de parafernalia infantil para hacer frente a futuras agresiones. Todo ha de estar en línea con la oportunidad del negocio, la comercialización y el afán personal de lucro, incluyendo el manejo y administración de la cosa pública como si fuese un asunto de patrimonio privado. No estamos ante un imperativo malvado de control social por parte de una inteligencia manipuladora. Estamos, más bien, ante los rasgos más perversos de la propia lógica hegemónica y discurso legitimador del capitalismo.
Aquí hay que tener en cuenta que así como el cristianismo ha sido la primera religión que sirve de base a una concepción católica o universal de civilización, de la misma manera el capitalismo es el primer sistema económico que ha logrado imponerse a escala mundial, axiomatizando todo el cuerpo social, es decir, extendiendo el criterio de plusvalía a todos los ámbitos de la cultura, como en su momento demostraron Gilles Deleuze y Félix Guattari. Siguiendo también las pistas seminales de Marx y Weber, habría que examinar la relación de complicidad histórica entre estas dos fuerzas «evangelizadoras»: una cuya prédica espiritual –el poder institucional del cristianismo– conduce a una alianza estructural con el enriquecimiento material: el dinero como índice de la gracia divina; y otra –la civilización del dinero– cuya prédica de enriquecimiento monetario se ampara, con frecuencia, en la gracia de la auto-complacencia espiritual. La religión se convierte entonces en la manera de expiar el sentimiento de culpa o de deuda espiritual del capitalista, de la misma manera que la filantropía le exonera de su inmisericorde explotación al prójimo.
En todo caso, lo que se pierde por completo de vista con este ideario es que, de una parte, el desarrollo biológico del cerebro humano ya no se conforma con un tal servilismo de la inteligencia (al menos entre los menos adaptados); y, de otra, que las conquistas más nobles de la cultura, así como aquellas nacidas de las energías singulares y de los esfuerzos comunes, no pueden menos que persistir en llevar a cabo sus propios reclamos liberadores de toda forma de servidumbre.
No hay que subestimar, sin embargo, la seductora embriaguez estratégica del marketing o la mercadotecnia. Ella no conoce de límites en términos de sus intereses ni tampoco, por lo tanto, sabe de escrúpulos. Es así como el legado de la sabiduría antigua y de la literatura filosófica entra perfectamente en sus cálculos gananciales. El criterio básico, estrechamente ligado al de la normalización, es diluir las dificultades conceptuales y la exigencias del rigor intelectual en el cliché, la estulticia y la banalidad de un mensaje de felicidad, autoestima y rendimiento o productividad empresarial.
No se salva, literalmente, ni Dios («Talking with God»). Pero tampoco la ciencia («The Physics of Inmortality»); ni el Buda («Budismo al alcance de todos», «Por el camino de la compasión»), ni Platón («Más Platón y menos Prozac»), ni el concepto de metafísica («Metafísica para nuevos tiempos»), y ni siquiera Nietzsche («Nietzsche para estresados»), para no decir nada del psicoanálisis y las psicoterapias por Internet. No se trata ya de los célebres libros para «Dummies»; manuales de «auto-ayuda» o de «superación personal» (trainers o coaching: ¡hay ya toda una industria de lo que se ha dado en llamar ontological coaching!). Se trata también de reducir a su mínima y más baja intensidad el discurso de la tradición filosófica, ya de por sí tan poco apreciada por las instituciones académicas y universitarias. Se trata de convertir la experiencia filosófica en un ardid terapéutico y de confeccionar, a la medida, una nueva profesión: la del «asesor filosófico», el cual estaría en condiciones de asegurar, por ejemplo, que la «filosofía transgresora de Nietzsche» sea «altamente efectiva para hallar salida a cualquier encrucijada». No es de extrañar que nos topemos próximamente, en algunas de nuestras consabidas instituciones comprometidas con el negocio de la Educación, y a tono con su vasto currículo lucrativo, con grados asociados o bachilleratos en esta nueva profesión.
Hay que reconocer que este mercado cultural de pseudo-sabiduría, propiciado por expertos money-makers responde hábilmente a una profunda necesidad –y no sólo «demanda»– de la cultura contemporánea e incluso, como ya dijéramos, del cerebro humano: la del lidiar con lo real del desamparo en medio de un mundo donde han colapsado las creencias tradicionales, las religiones institucionalizadas y en el que se ha perdido de vista el horizonte de la nobleza y la fortaleza intelectual, incluso entre los sectores culturales más cualificados.
Frente a ello de lo que se trata es de ver y examinar las condiciones reales de la existencia y de poner en vigor la potencia del entendimiento. Se trata de pasar del padecimiento y la impotencia a la firmeza de la acción. No otro ha sido el gran legado de la experiencia filosófica, aún de aquellas propuestas que como las de Arthur Schopenhauer concluyen con el lúcido pesimismo de que la vida es tan miserable que ni siquiera el suicidio sería una salida airosa; o las del glorioso optimismo de G. W. Leibnitz, para quien el mejor de los mundos posibles no puede ser otro que el nacido del cálculo lúdico, perfecto e infinito de un dios absolutamente creador.
Por «experiencia filosófica» debemos entender no solamente el discurso y la creación conceptual nacidos del amor a la sabiduría sino además el experimento encauzado de la condición humana con sus propias fuerzas vitales. Desde esta perspectiva, los conceptos filosóficos (así como la creación artística y científica) son fuerzas para hacerse cargo de sí y afirmar la singular potencia de cada cual. No toda propuesta filosófica es igualmente válida, correcta o acertada; ni igualmente fecunda. Pero todas ellas abren un ventanal de aire fresco y una contundente exposición al asunto fundamental de nacer, vivir y morir.
Desde la Antigüedad hasta nuestros días el legado de dicha experiencia no puede confinarse a los marcos institucionales (escuelas, colegios, universidades) o a las delimitaciones culturales de Occidente y Oriente. Tampoco cabe reducir sus propuestas a las estrategias ya mencionadas del marketing; o al reproche de que los filósofos o filósofas nunca se ponen de acuerdo. Lo que la experiencia filosófica recoge –y no ya la «Filosofía» entendida como discurso teórico-especulativo– en un lenguaje con frecuencia árido, abstracto y extraño para el sentido común, pero siempre creativo, potente e ingenioso, es un desafío primordial: la conjugación de las propias fuerzas vitales a partir de la investigación y el descubrimiento de lo real. Por esta razón, no se trata únicamente de saber o conocer sino sobre todo de entender lo que realmente hay para vivir a la altura de ello.
Más aún: no se trata sólo de «entender» en un sentido intelectual sino de afirmar con la propia potencia de entendimiento el cultivo de la sensibilidad, la capacidad de recogimiento y el sentido profundo de la convivencia. Esta tarea no es para todo el mundo ni está al alcance de cualquiera. Es para todo aquél o aquella que esté dispuesto a lo más duro y difícil: salir del ensimismamiento y exponerse a ideas, pensamientos y formas de vivir nacidas del esfuerzo humano por persistir en la conquista de su propia entereza. Desde la lúdica inteligencia teatral de Platón y la incomparable fineza conceptual de Aristóteles, hasta la intensa vitalidad de los fragmentos de Heráclito o el sublime silencio del Buda Shakyamuni, contamos hoy, como nunca antes, con una riqueza espiritual enorme, fruto de milenios de experimentación. De esta manera, por más que la banalidad del capitalismo, la imbecilidad y el apocamiento intelectual prevalezcan, ahí está intacta la dignidad de lo más excelso para todo aquél o aquella que esté en la disposición de cultivar su mente y afirmar no sólo su vida sino la del universo entero.
No hay, desde esta perspectiva, promesa alguna de salvación ni de redención. Tampoco se trata de esperanza ni de desesperación. La esperanza está ligada al miedo, y la desesperación nos remite a la decepción con la idea de lo esperado que nunca llega o que si llega resulta no ser como se esperaba. Parafraseando a Walter Benjamin habría que decir que la esperanza es el último recurso de los desesperados. El porvenir se juega en cada momento. Cada día es una joya que hay que aprender a pulir. Y cada momento la oportunidad de así hacerlo. Sólo la condición humana puede llevar a cabo su propia emancipación. Pero le toca a cada cual en su singularidad percatarse, al decir de Platón, de que sólo lo difícil es bello.
- Debo esta información y algunas de las observaciones que siguen al fruto una conversación con la Dra. María de los Ángeles Gómez. [↩]