La futuridad según Orígenes
*Lado A del «Prólogo en dos estelas» escrito a dúo para el volumen La futuridad del naufragio: Orígenes, estelas y derivas (Almenara Press 2019) por sus editores, Juan Pablo Lupi y C.A.S.*
…with a kind of madness growing upon me, I flung myself into futurity.
–H.G. Wells, The Time Machine (1895)
I.
« Con un algo de locura sobrecogiéndome, me lancé a sumirme en la futuridad»: así comienza el viajero del tiempo su relato tras concluir su aventura. Herbert George Wells, el escritor que mejor visualizó el espectacular potencial destructivo de los grandes avances técnicos, optó por hablar de «futuridad» en vez de «futuro» a través de su obra. En vez de celebrar el progreso científico como una nueva providencia, Wells tomó prestado un término de la prédica sobre las postrimerías del período de la Reforma protestante y lo resemantizó en sus escritos de ciencia ficción. Socialista, reformista y agnóstico, Wells quiso así desanclar y problematizar ideas fijas y esperanzadas sobre lo venidero, vigentes durante la Inglaterra victoriana y la Revolución Industrial (Pike 2013; Link 2013; Starr 2015).Para cuando escribe Wells a fines del siglo diecinueve, ya ha entrado en crisis la ambición totalizante de la filosofía de la historia de garantizar la dirección lineal y ascendente de los acontecimientos, predecir su sucesión y deducir las leyes del cambio futuro. Por una parte, la cosmología, la paleontología y las teorías de Darwin expanden exponencialmente el tiempo de la creación. Se descubren edades geológicas y evolutivas cuya duración eclipsa la de los milenios del ser humano y la escatología de sus dioses y mesías. Por otra, el desarrollo de la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica en los años posteriores a la publicación de la novela de Wells, pronto activaría una pluralización alucinante de las nociones de espacio, tiempo y universos posibles. Si la modernidad ilustrada blande el futuro como la promesa de una utopía, con Wells la futuridad asoma como un mare ignotum. El futuro pierde la atribución de ser mejoría unidireccional e incontestable y se atraviesa como si fuera un espacio oceánico y tormentoso, enigmático e impredecible. Wells entendió cómo el futuro más prometedor podría resultar ser un gran huerto de naufragios.
Así pues, el viajero de La máquina del tiempo se lanza hacia la futuridad como si zarpara en un buque, mar adentro. Construye una nave que también viaja en sentido contrario y la protege a toda costa para poder hacer el retorno y reportar sus hallazgos a sus contemporáneos. Cuando vuelve al comedor donde ha preconvidado a sus amigos para hacer el recuento de su expedición, llega con toda la apariencia, la dolencia y el saber de un náufrago. En efecto, la futuridad ha malogrado todas sus expectativas y predicciones. Descubre que lo que luce ser progreso es barbarie; que, en vez de evolucionar, la especie humana ha degenerado y llega a ser testigo de su extinción. Pero la catástrofe no es absoluta porque él logra sobrevivir, manteniéndose a salvo a tiempo para el rescate. Como Alvar Núñez, Jerónimo de Aguilar y otros náufragos en el Nuevo Mundo, logra volver a la tierra firme de su presente para dar testimonio y advertencia de los horizontes venideros y sus peligros y glorias potenciales. Espera así recalibrar lo suficiente los mecanismos de la historia para poder enmendarla y emprender un nuevo viaje, menos incierto, hacia lo múltiple, lo nunca mismo.
II.
«Había que crear la tradición por futuridad, una imagen que busca su encarnación, su realización en el tiempo histórico, en la metáfora que participa», escribe el inmarcecible poeta e intelectual cubano José Lezama Lima (1910-1976) al final de la nota «Señales: La otra desintegración», de 1949 (1981: 196-197). Muchos estudiosos han interpretado este texto como un manifiesto lezamiano sobre el propósito de sus múltiples revistas de arte y literatura, como una declaración de su misión editorial. Como la de Wells, el proyecto de la cuarta y última que codirigió, la legendaria Orígenes (1944-1956, Octavio Paz llegó a considerarla «la más importante del idioma») se comportó como una especie de máquina de los tiempos, una enorme y ambiciosa nave letrada para la cual la futuridad sirvió tanto de combustible como de campo de navegación. Dada la compleja secuencia de publicaciones, grupos poéticos, genealogías intelectuales, polémicas culturales, convicciones religiosas o ateas, cismas, enemistades, recomienzos y rectificaciones asociados con esta empresa, desde Verbum (1937) hasta Ciclón (1956-1959), pasando por Espuela de Plata (1939-1941), Clavileño (1941), Poeta (1942) y Nadie Parecía (1942-1943), tal vez deberíamos ampliar la imago y hablar de un sistema de flotas en vez de un solo navío. Mientras que previos proyectos editoriales del modernismo y la vanguardia latinoamericana predicaron un avance acelerado hacia lo más nuevo y moderno, la flota origenista optó por adelantar retrocediendo, fundiendo ayer, ahora y mañana, tiempo y trastiempo, en una temporalidad múltiple y espesa, riesgosa y gloriosa a la vez. Mientras la revista Avance (1927-1930) ostentaba como título principal cada año de su publicación (1927, 1928, 1929…) como un cohete de propulsión disparado hacia el progreso, las revistas origenistas capitaneadas por Lezama o por otros de su grupo instrumentaron una ralentización o resistencia rizomática a la cronometría reductiva, a una única e indetenida sucesión causalista.
A partir de lo que Cintio Vitier llamó su «profunda necesidad de descolocación temporal» (1994: 66-67), el proyecto origenista se desentendió de los que procuraban hacer de la actualidad un fetiche o una consigna. Buscó ahondar en lo mítico y lo cosmogónico a la vez que en lo crítico y lo moderno, puso al gótico y al barroco junto a lo ilustrado y a lo romántico en su tablero de fichas, y transitó barloventeando vitalismo y trascendentalismo. Esta complejización de la temporalidad a través de la hipóstasis de la poesía–asumida como sustancia de lo increado o venidero, como glándula secretadora de alteridades históricas–fue motivada por el deseo de superar la recurrente frustración–es decir, los naufragios–del proceso nacional cubano. Fue una apuesta, cargada de precauciones e ironías, por atisbar–a través de la cultura en vez de la religión–un estado de gracia, vislumbrar el retorno de antiguos vates y mártires, y asumir la resurrección–el nacer de nuevo–como ficción o hipérbole posibilitadora para vencer o matizar las caídas y tropiezos del estado y la nación.
Sería pues un error reducir este proyecto intelectual al de un redentorismo mesiánico o dogma catolicista; a un programa acrítico, fideísta y antimoderno, cómplice fácil del endiosamiento revolucionario; o a una elaborada apología por una parusía martiana. No pretendo con esto contradecir el brillante y acertado rastreo que han hecho investigadores como Duanel Díaz (2005), Amauri Gutiérrez (2010, 2012) y David Ramírez (2017) de improntas sacro-religiosas origenistas derivadas del neotomismo o el humanismo integral, acuñadas por intelectuales católico-franceses como Jacques Maritain y Charles de Bos y la militante de izquierda, luego cristiana mística, Simone Weil durante el fragor de la Segunda Guerra Mundial, o de elementos doxológicos tomados de escritores de credo firme como Paul Claudel, Léon Bloy y G. K. Chesterton. Sin embargo, el índice total de contenidos y la lista completa de colaboradores en estas publicaciones–con notorias firmas agnósticas o anticlericales de la vanguardia, el surrealismo y el existencialismo internacional como Albert Camus, Louis Aragon, James Joyce y Witold Gombrowicz junto a las nativas de Virgilio Piñera, José Rodríguez Feo y Lorenzo García Vega, entre otras–demuestran que el «silencioso cristianismo» que Vitier le atribuyó a toda la empresa fue más bien asunto del grupo de poetas creyentes que éste destacó en sus antologías–el sacerdote Ángel Gaztelu, Fina García Marruz, Eliseo Diego, Gastón Baquero, Octavio Smith y Vitier mismo–y no del criterio editorial de la revista en sí.
Difícilmente podríamos resumir las complejas estelas y derivas que legaron estas revistas, entonces y hoy, como celestiales profesiones de fe y trascendencia. La conciencia de los riesgos, fisuras y precariedades; la certeza de la frustración como eterno retorno; y el ahondamiento en las probabilidades de la pérdida, la extinción, el absurdo y el vacío, fueron grandes preocupaciones a través de sus páginas. Lo que Lezama denominó, al escribir sobre Claudel, «Conocimiento de salvación» (1977: 246) no fue, en la abierta inclusividad del proyecto Orígenes, la promoción de un estado de beatitud iluminada, sino la de un saber mucho más secular que sagrado. Orígenes planteó, en sus diversas manifestaciones discursivas, una comprensión del naufragio histórico como síntoma recurrente de la futuridad, y cultivó un conocimiento creacional sobre qué rescatar y cómo recuperar tras una catástrofe. En «Un día del ceremonial», un texto de evocación solicitado en 1973, y en otros análogos de este periodo (como el poema que dedicó a Piñera al éste cumplir sesenta años), Lezama elaboró aún más su visión de la actividad poético-cultural como una forma de capacitación para que una expedición pudiera sobrevivir en altamar los embates de una tormenta inesperada: «…lo característico de la generación de Orígenes es que casi toda su tripulación se salvó. Se salvaron, más porque era buenos nadadores que por un tablón de apoyo o una súbita calma» (1981: 44). La tronante confrontación entre navío y tifón y el presentimiento atávico del arribo del huracán como un ciclópeo «ojo con alas», encauzaron mucha de la desbordada lucubración figurativa en las fabulaciones poéticas de Lezama: «Una fragata / con todas sus velas presuntuosas / gira golpeada por un grotesco Eolo… / Cuando se tachan las luces / comienza de nuevo su combate sin saciarse» (1985: 451-452).
III.
«Ya el viento navega a nuevo vaso / y sombras buscan deseado dueño. / ¿Y si al morir no nos acuden alas?» escribe Lezama en los «Sonetos infieles» (1941) que dedicó a la Virgen María. (Allí le apostrofa como «Deípara» o paridora de dioses como si tuviera pagana parentela con Leda, Alcmena o Sémele.) Esa duda no tan católica sobre la posteridad nunca abandonó a Lezama Lima. Descoyuntó su doxa, turbó lo hímnico e intensificó lo tanático en su poesía y su pensamiento. Sospechó que el juicio final de la historia o de las divinidades podría no absolvernos. En una carta fechada en diciembre de 1947 a José Rodríguez Feo, tras tres años de exitosa colaboración editorial en Orígenes que ya excedía la duración de sus revistas previas, Lezama muestra ansioso una conciencia tanto de la precariedad como de la promesa de su proyecto. Entiende demasiado bien los riesgos de la futuridad y anticipa remedios para asegurar la supervivencia, eso que llamó resistencia ante la extensión sucesiva: «Desearía hablar contigo de Orígenes. Ha costado tanto trabajo levantarla al rango que hoy ocupa, que su suerte futura me atormenta … Orígenes ha sido para mí muchas cosas y su réquiem me estremece» (Rodríguez Feo 2007: 126). Rodríguez Feo entonces cursaba estudios doctorales en Princeton y parecía estar despilfarrando en viajes y cenas–estaba, de hecho, cortejando colaboradores internacionales de prestigio para la revista (Luis Cernuda, Stephen Spender y Pedro Salinas, en aquel momento). Su familia adinerada le había restringido la mesada y había incertidumbre si podrían pagarle a la imprenta Úcar y García la emisión del próximo número: «Bien sabes que Orígenes es mi pasión y si no te he enviado un centavo, es porque no lo tengo» (129), responde el más joven. Lezama insiste, «pues yo creo que ya es hora de llevar este número y completar el año. Si la revista llegase a publicar treinta y dos números, sería para siempre una fuerza histórica, la continuación de una tradición al mismo tiempo que la inauguración espléndida de otra gran tradición» (126).
Ocho años, treinta y dos números, pide Lezama. La revista se publicaría por doce y llegaría a cuarenta y dos tiradas si contamos los dos números «apócrifos» sacados aparte por Rodríguez Feo tras la riña legal entre los editores a partir de su ruidoso desacuerdo en torno a un ponzoñoso artículo por el influyente poeta andaluz, mentor de Lezama durante su exilio republicano en Cuba, Juan Ramón Jiménez («Crítica paralela», número treinta y cuatro de 1953, el último que armarían juntos). Llama la atención el cálculo numérico que hace Lezama para determinar, en medio de carencias monetarias, cuánta creación, qué mínima cantidad hechizada y selecta de escritura y arte, haría falta para asegurar una tradición que, cual nueva arca de Noé, perdurara por encima del peor diluvio como una «fuerza superadora de la desintegración». Lezama procede como si editar una revista requiriera el dominio de una meteorología que midiera con exactitud flujos y contraflujos de energía hidráulica, peligrosos torbellinos de viento y destructivas ondas marinas. Dos años después de superar los apuros de 1947, Lezama emplea por primera vez la expresión «tradición por futuridad» en la ultracitada nota «La otra desintegración». Para entonces Orígenes ya contaba con veintiún números y el proyecto había logrado algo antes inaudito: la ilusión de un legado, la sostenibilidad ante los naufragios. La antología Diez poetas cubanos (1948) de Cintio Vitier que recogía la obra de los más identificados con la revista, la entusiasta y visionaria reseña de la misma por María Zambrano titulada «La Cuba secreta» y la polémica pública con Jorge Mañach sobre la (i)legibilidad, la trascendencia cívica y el compromiso de esta poesía con una realidad ulterior más allá de lo inmediato, le permitieron a Lezama (como él mismo dijo) «hacer profecía» en varios editoriales y atribuirle al proyecto una perdurabilidad colectiva y creacional capaz de renovar el desangrado devenir nacional. Unos veinticinco años después, durante el llamado «Quinquenio Gris», el periodo de gran encallamiento y coerción político-cultural que se inicia en 1971 con el escarmiento público del poeta Heberto Padilla, evocaría lastimoso en plena Revolución: «Aquellas páginas, aquellos pequeños cuadernos son buscados al paso del tiempo como símbolos de salvación, como una de las pocas cosas que perduran en una época donde la ruina y la desintegración avanzaban con un furor indetenible […] Perduran porque eran corpúsculos de irradiación, una innegable fuerza expansiva» (1981: 45).
Como veremos en los ensayos recogidos en este volumen, la preocupación del proyecto Orígenes por la precariedad, la contingencia y la pérdida como atributos de la futuridad no fue un asunto de trasmundo o de doctrina religiosa; provino de complejas convicciones cívicas, nacionales, artísticas y planetarias. En una reveladora recordación al morir el crítico de arte Guy Pérez Cisneros (1915-1953), uno de sus primeros y más cercanos colaboradores en Verbum y como codirector de Espuela de Plata, Lezama plantea la cuestión de la relación modular entre arte y estado como la de una «futuridad entrañada» (1988: 26): «Creíamos que cada forma alcanzada artísticamente tenía que lograr, por una nobleza más evidente, una claridad para el estado, entonces, como ahora, fluctuante, mediocrísimo … Queríamos un arte [a la altura] de un estado posible, constituido en meta, en valores de finalidad que uniese la marcha de las generaciones hacia un punto lejano pero operante» (26). El proyecto Orígenes optó pues por hacer de la cultura una fuerza de influencia oblicua y extra-oficial sobre lo estatal, fomentando la poesía no como una mística aureola sino como aquello que los creadores podrían hacer por el reino de este mundo en vez del próximo. También potenció la plástica, la narrativa, el drama, la música, el ensayo de ideas y la etnología, con la poiesis como brújula que recondujera a una reintegración o equilibrio entre dos nociones de dinámica cultural: la paideia (la cultura se perfecciona a través de tradiciones y pedagogías independientes sin la intervención coactiva o ideológica del estado, el mercado o el monarca) y el paideuma (cada cultura es un organismo singular y autónomo que se gesta respondiendo a estímulos y paisajes concretos y autóctonos).
Esta visión fluctuante y arriesgada de la futuridad se manifiesta en la diversidad de «partnerings» que asumió Lezama Lima a través de su alambicada carrera como animador de revistas. Lezama siempre cultivó una multidireccionalidad tanto en la orientación editorial como en lo ejecutivo. Nunca dirigió solo y aparte; estuvo capacitado con una mutable transigencia para capitalizar afinidades y discrepancias y para atizar y luego superar disensiones y quiebres con sus múltiples asociados. Así logró un contrapunto intenso y productivo entre lo que Arjun Appadurai ha diagnosticado como trayectorismo–la compulsión onto-epistemológica en ciencia y creencia, tanto en la modernidad como en la religiosidad de Occidente, de asumir todo proceso histórico como un derrotero que va como una flecha a un mejor fin futuro–y lo que Gilles Deleuze ha promovido como nomadismo–una forma de vida, fuera de cualquier estructura formalizada, que resiste la instrumentalidad teleológica a través de una errancia que no respeta normas, fronteras o rumbos rígidos, retransitando un territorio de manera esquizoide, de paso entre un punto y otro sin permanecer fijo en ninguno. Lo que Lezama llamó la hipertelia de la poesía fue ese punto «nunca final», fugitivo e inverosímil, remoto pero operante: un telos nómada.
Junto con la hipertelia, Lezama fue armando un «superplural» movedizo en sus escritos editoriales, una múltiple pero resuelta voz autorial que, en vez de congelarse en un decir mayestático, se recomponía y expandía tras cada naufragio. Lezama demostró, a través de los diversos equipos de redacción, círculos artísticos y codirectores que congregó para la emisión de sus revistas, una capacidad para combinar gananciosamente estela y deriva, ruta y desvío, ascenso, descenso y suspenso. Anticipando discordias y rupturas, supo cómo mobilizar un cuadro antitético de colaboradores, desde izquierdistas radicales como el pintor Mariano Rodríguez hasta funcionarios leales al caudillo Fulgencio Batista como Gastón Barquero, desde ateos adeptos a las vanguardias más iconoclastas como Piñera y García Vega hasta píos devotos de la Iglesia como Gaztelu, Diego, García Marruz y Vitier. Lezama aprovechó el energético plutonismo de estas tensiones y estallidos para reempezar no desde cero sino con un elenco reconfigurado para mayor y mejor alcance. Así pasó de los tres números de Verbum (en los que empató a Jiménez, que entonces convocaba en la isla una suerte de plebiscito de la poesía para una antología, con el plan cívico de la Asociación de Estudiantes de Derecho para reponer años de cierre y crisis en la Universidad de La Habana bajo Machado) a los seis de Espuela de Plata (donde aprovechó la oposición de criterios entre Pérez Cisneros y Piñera para contraponer nociones benditas y malditas de lo poético) a los diez de Nadie Parecía («cuaderno de lo Bello con Dios» codirigido con Gaztelu pero con dosis altas de nociones y alusiones paganas) a los cuarenta de Orígenes (con treinta y cuatro números codirigidos con Rodríguez Feo, ensayista y traductor quien se había especializado en Harvard en escritores norteamericanos seculares de avanzada, y seis con el apoyo del círculo de los origenistas católicos). Aparte de servir como lujosas minas de datos para los investigadores y contracara privada de las más íntimas bitácoras de sus procederes creativos, los varios (y muy suculentos) volúmenes de correspondencia origenista publicados hasta hoy–de Lezama con su hermana Eloísa (1978, 1998), Jiménez (2009), Zambrano (2006), Rodríguez Feo (1989), Gaztelu, Vitier y García Marruz (2010); de Piñera con Lezama y Rodríguez Feo (2011) y Humberto Rodríguez Tomeu (2016); de Rodríguez Feo con el círculo de Ciclón (1991) y el poeta estadounidense Wallace Stevens (1986) –componen un vertiginoso caleidoscopio de agendas, registros y visiones que se deshace y rehace en una tensa pero fértil mutación.
Este patrón de catástrofe prevista y eficacia resurrectiva, ave fénix que se conflagra para renovarse con un nuevo y más amplio plumaje, continuó después del periodo de sus revistas y a través de los retos de la Revolución cubana. Así pues, hacia el fin de los cincuenta y tras la etapa más catolicista de Orígenes (1954-56), ocurre otra rectificación-rescate cuando Lezama escribe su ensayo La expresión americana (1957)–suma crítica del enorme mosaico de creación continental y trasatlántica plasmado en Orígenes gracias a su colaboración con Rodríguez Feo, yendo del Popol Vuh hasta la gauchesca, de Brueghel hasta Picasso, del Indio Kondori hasta el Aleijadihno y de Sor Juana Inés de la Cruz hasta Walt Whitman–para contradecir en buena medida el excepcionalismo cubanocéntrico y anti-antillano que Vitier vendría a defender en Lo cubano en la poesía (1958). Igual ocurre cuando, tras el triunfo de la Revolución y al volverse el blanco de la enemistad rupturista del grupo de jóvenes escritores de la revista Lunes de Revolución (1959-1961), Lezama mantiene su colaboración y diálogo con ellos previendo la solidaridad que se daría entre todos cuando sufren el endurecimiento protoestalinista del régimen a través de los sesenta. Igual ocurre cuando publica su monumental novela Paradiso (1966), otro resumen del aventurado archivo cultural de sus revistas en la que incluye la preocupación por la defensa y exploración de sexualidades fuera de norma que predicó la rival revista Ciclón, así reconciliándose con Piñera, quien estuvo entre los primeros en elogiar la novela, y Rodríguez Feo, quién instrumentó que no pasara por un proceso de previa censura al publicarla Ediciones Unión.
[…]V.La pregunta sobre la vigencia hoy de nociones origenistas sobre cultura y futuridad a nivel nacional, regional o mundial nos lleva a las siguientes. ¿Qué (in)futuro(s), qué tormentas y naufragios atraviesa ahora el legado textual y poético del grupo? ¿Qué hacemos con el complejo ideario origenista, tan investido en la poesía como sustancia de salvación (Lezama) o como la protesta contra una cósmica condena (Piñera), en un momento cuando, por doquier, la nación-estado como entidad parece extraviar el rumbo de sus epopeyas y renegar la misión de sus mesías? ¿Qué sobrevive de la futuridad redentora, de la «gloria» que origenistas como Vitier y García Marruz terminaron atribuyéndole a la Revolución cubana ahora que le corresponde atravesar una etapa de inevitable transformación tras el eclipse de sus caudillos fundadores? ¿Cómo entendemos el exilio como deriva constitutiva de la futuridad origenista en los casos de Baquero, García Vega y Gaztelu? Vale decir que la incógnita sobre la impredecible futuridad de Cuba tras la errática normalización de relaciones diplómaticas con los EE.UU. anunciada en diciembre de 2014, la muerte de Fidel Castro en noviembre de 2016 y el fin de la década presidencial de su hermano Raúl en abril de 2018 ocurre tras más de un lustro de conmemoraciones, eventos y proyectos que han sopesado los legados de varias figuras imprescindibles del fenómeno origenista. Para el centenario del natalicio de Lezama (2010) se organizaron mesas especiales y sendas conferencias en New Orleans, La Habana, Mexico D.F., Puebla, Córdoba, Arg., y París; para el de Piñera (2012) en La Habana y Miami. En 2014 un grupo de especialistas se reencontraron en el Graduate Center y la Universidad de Nueva York para reflexionar sobre veinte años de nuevas vicisitudes desde el campal congreso que conmemoró los cincuenta años de la revista Orígenes en La Habana de 1994, año fatídico del maleconazo y el éxodo balsero; varios participaron luego en un panel en LASA Chicago. En noviembre de 2015 toma lugar en La Habana un coloquio sobre Rodríguez Feo y los sesenta años de Ciclón, su revista cismática; un año después, un congreso internacional celebrando el cincuentenario de Paradiso.
Los ensayos en este volumen están organizados en dos secciones. La mayoría se concibieron para el reencuentro «50 + 20» y el seminario «(Un)consecrating Havana» en Nueva York, marzo de 2014; tres se presentaron en la mesa «In the Wake of Orígenes» de LASA Chicago dos meses después. Los primeros seis tratan de la vida, es decir, los años de existencia de las revistas origenistas (1937-1959); los seis siguientes de la posvida: las dispersiones, vicisitudes, resurgimientos y reencarnaciones de éticas, poéticas y políticas legadas por grupo(s) o revista(s) desde el triunfo revolucionario hasta el ahora poscastrista. Todos los trabajos, de una forma u otra, ponderan la magnitud de su archivo, sus políticas de canonización y el prestigio de su ubicación cosmopolita en las cartografías de la literatura mundial.
Los dos primeros reflexionan sobre momentos claves de reconfiguración en las trayectorias del proyecto desde miradas temporales muy distintas. Ben Heller inicia este volumen con un rico recuento del congreso que se armó en La Habana para el cincuentenario de la fundación de la revista Orígenes en el convulsionado año de 1994. Heller fue el coordinador de la participación académica de Estados Unidos en ese evento, e inició el reencuentro en Nueva York leyendo este potente testimonio de turbación. Como el viajero de Wells, Heller se sumerge memorioso en un enmarañada temporalidad para enumerar participantes locales e internacionales, revisitar espacios neurálgicos, auscultar el oficialismo en las ponencias magistrales de Vitier, García Marruz y Fernández Retamar y revivir desconcertantes momentos intra- y extramurales de discordia. Los puntos cardinales que orientan esta evocación son dos cartas «encontradas», la que le deja por encargo un cubano desafecto que la vigilancia le incauta de manera humillante al concluir el congreso y la ahora famosa misiva de 1941, descubierta por Heller en 1990, en la que Piñera le recrimina a Lezama el no impedir que fuera expulsado por ateo de la junta editorial de Espuela de Plata; esta trifulca precipitó el naufragio de tal revista. Heller destaca así la participación imprescindible del disenso de Piñera, en rima y en riña con las heterodoxias de Lezama, dentro de la constitución y la futuridad del proyecto Orígenes. En su trabajo, César A. Salgado funge de geneálogo discursivo, documentando las injerencias contingentes y situacionales que permitieron la emergencia, ocho años después de la fundación de Orígenes, de la ahora imperante noción del origenismo como ideario estético de un grupo selecto de poetas católicos. Salgado demuestra que el proyecto editorial que culmina la cristalización de este concepto–suscrito y promovido primero por Vitier y luego (muy luego) por Lezama–fue el de las antologías de 1949 y 1952 coordinadas por aquel y no el de la revista tal cual la codirigieron Lezama y Rodríguez Feo.
Las alegadas extravagancias y demasías de Lezama como traductor y como poeta son tema de las contribuciones de Tom Boll y Marta Hernández Salván. Boll discute la práctica de traducir y publicar autores de fama mundial en Orígenes como una forma dual de consagración: como agasajo cubano para una figura internacional y como estrategia para elevar el rango de la revista tanto en el ámbito local como el global. Boll se enfoca en cómo la incorporación del poeta francés Saint-John Perse–celebrado por sus raíces caribeñas en Guadalupe, su labor como cónsul de Francia en los EE.UU. y su Premio Nóbel–sirve también como vehículo para desplegar las ambiciones poéticas de su traductor, Lezama Lima. Boll desmiente a los que acusan como «macarrónica» la versión lezamiana de «Pluies», mostrando cómo otros traductores de prestigio (ej., T.S. Eliot) fueron igual o más revisionistas y caprichosos. Boll analiza cómo, partiendo de la abundancia tropológica y la efusividad romántica que comparte con Perse, Lezama modifica la estructura gramatical del poema para intensificar su élan expresivo, radicalizando la transmutación metafórica de la lluvia y haciendo que la impetuosidad barroca del lenguaje reluzca cual fuerza de la naturaleza. La autora de Minima Cuba a su vez discrepa de los críticos que leen la idiosincrática sobreabundancia de la poesía de Lezama como la hipérbole votiva de un poeta creyente que busca fundir caridad y gracia, tiempo y eternidad, en una unión opulenta con lo divino. Hernández alega que, al contrario, la poesía de Lezama surge de una potente negatividad, una carencia constitutiva, destacando su aspecto destructor en vez de generador de sentido. Como colapsando y recomponiéndose en la letal proximidad de un black hole, la poiesis aquí opera dentro de una dinámica inescapable de sacrificio y naufragio en vez de jubilosa proliferación creativa. «Para existir», escribe Hernández, la poesía de Lezama «tiene que destruirse a sí misma […] revelando su naturaleza agónica». Hernández ausculta con lucidez las dolientes intensidades del vacío y la pérdida en el poemario póstumo Fragmentos a su imán (1977), no como referencias estoicas al Quinquenio Gris, sino como claves para comprender cómo las violentas exigencias de la carencia activan los agonizantes barroquismos de la lengua lezamiana desde Muerte de Narciso (1937) en adelante.
Los dos trabajos siguientes examinan diferentes dimensiones de la gestión intelectual y creativa de Virgilio Piñera durante los años de Orígenes. Alan West-Durán hace un análisis de Los siervos, quizás la obra teatral más notoria del impertinente dramaturgo. Publicada en Ciclón en 1955, Piñera la desestimó tras la victoria revolucionaria, excluyéndola de su Teatro completo (1960). West documenta cómo la frecuencia de sus montajes se dispara durante el Período Especial para denunciar de soslayo el inmovilismo del sistema comunista en Cuba ya que se trata de una feroz parodia alegórica sobre los insostenibles absurdos doctrinales del totalitarismo soviético bajo Stalin. West muestra cómo, tras su bufonesca comicidad, la obra procede de un visionario diagnóstico teórico-político que West empata con ciertas autopsias críticas del lenguaje comunista-utópico hechas por filósofos posmarxistas como Boris Groys y Claude Lefort. West advierte que, con Los siervos, Piñera no pretendía ensalzar un individualismo disidente como solución redentora ya que lo que la obra escenifica es la vuelta insólita del absurdo que subyace todo proyecto utópico-absolutista. Por otra parte, Pilar Cabrera Fonte se acerca al Piñera narrador y agudo catador, cual Walter Benjamin isleño, del impacto de nuevas tecnologías de comunicación en las convenciones sociales, en particular, la fotografía (tema de un libro que tiene en preparación). Cabrera amplía aquí su abordaje analizando los significados que asumen varios elementos fotográficos en la novela Presiones y diamantes (escrita entre 1956-57) a la luz de la amistad y la colaboración que Piñera mantuvo con Julio Berestein, un destacado fotógrafo profesional de esa década. A través de entrevistas y trabajo de archivo, Cabrera documenta su carrera como retratista de artistas (incluyendo al mismo Piñera) e ilustrador de la columna «Lo que puede ver en el Museo Nacional» del Diario de la Marina. Cabrera correlaciona la diseminación óculo-comercial de la alta cultura plasmada en esta columna con la de la colección de cromos y las instantáneas que el reservado protagonista Sebastián trafica como vendedor ambulante y fotógrafo callejero. En 1968 Berestein muere preso en una UMAP tras ser denunciado como homosexual y contrarrevolucionario. Cabrera propone pues que varias facetas profesionales y personales de Berestein pudieron inspirar diversas reflexiones ensayísticas y narrativas de Piñera sobre el fotógrafo/artista como un ser desencontrado con la norma social, «llamado para dar testimonio de un destrucción siniestra».
*Esta versión del «lado A» del prólogo ha sido ajustada para 80grados. He recortado la sección IV, que plantea paralelos entre la futuridad origenista y las que ahora se debaten en los campos de los estudios germánicos, de sexualidad y de raza. En el «lado B» Juan Pablo Lupi comprueba la enorme pertinencia del naufragio como metáfora conceptual para entender a Orígenes en el contexto cubano repasando los aportes de María Isabel Alfonso, Aída Beaupied, Elena Lahr-Vivaz, Kristin Dykstra y Walfrido Dorta al volumen.
_______________________
TEXTOS CITADOS
LEZAMA LIMA, José (1977): Obras Completas. Tomo II. Ensayos/Cuentos. México, D.F.: Aguilar Editor.
__________ (1981): Imagen y Posibilidad. Edición de Ciro Bianchi Ross. La Habana: Letras Cubanas.
__________ (1985): Poesía completa. La Habana: Letras Cubanas.
__________ (1988): «Recuerdos: Guy Pérez Cisneros». Revista de la Universidad de la Habana 29 (2): 24-37.
LINK, Michael (2013): «’The Honest Application of the Obvious’: The Scientific Futurity of H.G. Wells.» En Ferguson, T. ed. Victorian Time: Technologies, Standardizations, Catastrophes. London : Palgrave Macmillan.
PIKE, David (2013): «Introduction: Headlong into Futurity». History and Technology 29 (3): 229–246
RODRIGUEZ FEO, José (2007): Mi correspondencia con José Lezama Lima. La Habana: Ediciones Unión.
VITIER, Cinto (1994): Para llegar a Orígenes. La Habana: Letras Cubanas.
STARR, Michael (2015): «I flung myself into futurity: H.G. Wells’s Deleuzian Time Machine». En Jones, M. & Ormrod, J. (eds.) Time Travel in Popular Media: Essays on Film, Television, Literature and Video Games. North Carolina: McFarland: 51-62.