La gran caída
La evolución física y arquitectónica del aeropuerto Luis Muñoz Marín (antes, “Internacional” pelao) es un testimonio radiográfico de la gran caída del País, cosa que no debía sorprender a quienes estamos acostumbrados a palpar en la forma y el espacio lo que no se dice en la conversación pública, y con mucha más precisión que el relato del historiador, siempre condicionado al que le paga las cuentas.
Digamos que la arquitectura es el inconsciente colectivo del País, un registro del deseo en su dimensión constructiva y destructiva.
Comencemos por los paréntesis, el aeropuerto del primer día y el que utilizamos hoy. Un primer comentario se dirige a calificar lo que fue inicialmente una operación de naturaleza simbólica, construir la gran puerta hotelera del País, disimulando la función infraestructural con una muestra del paraíso caribeño, sin hambrunas ni enfermedades tropicales. Esa era su función primaria.
Desde entonces, el aeropuerto ha sido desvestido de su decorado original de fuentes, brisas en espacios abiertos y fluidos, y palmeras, desvirtuándose la proyección imaginaria del entonces infante Estado Libre Asociado. Si antes el tema infraestructural pasaba a un segundo plano, hoy domina la función simbólica, eso explica el carácter eminentemente fabril del aeropuerto en su estado actual. Así es como hoy te reciben los estacionamientos, a la llegada y a la salida, junto a los puentes, torpemente sobrediseñados para exhibir cables tensores, y un cierto fetichismo tecnológico (trasnochado). Este makeover infraestructural, que se completó a finales de los noventa, tiene un segundo capítulo en el gran techo, de voladizo desafiante, del más reciente terminal, y que recodifica la carga aspiracional hotelera y tropical del diseño original de la firma de arquitectos Toro y Ferrer, al signo mecánico e industrial con el que quiere convencernos hoy de que “lo mejor (aún) está por venir”.
Adultos de cierta edad recordamos la llegada al aeropuerto como un gran acontecimiento, donde la forma daba paso al delirio fantástico. Tras dejar atrás el enervante tapón en la intersección con la Baldorioty de Castro, antes de que el Puente Teodoro Moscoso o los elevados existieran para resolver el lío, el aeropuerto se abría generosamente a uno cual vestíbulo del Caribe Hilton original, también de la firma de arquitectos de Osvaldo Toro y Miguel Ferrer. Era la época en que el Teodoro Moscoso maquiavélico y protoneoliberal coexistía con el dandy de buen gusto y confianza en el poder alegórico de la arquitectura. A mí me tocó ver rastros de esa operación, y aun dudando de la imaginación hiperbólica de niño, las fotos originales de ese primer aeropuerto testifican un momento de gran belleza en la obra pública y civil. Ese era el Puerto Rico que todavía olía a nuevo.
Luego de un hiato larguísimo en que apenas me monté en aviones, regresé al aeropuerto para experimentar el agobio que producía el cierre de las áreas donde antes circulaba libremente la brisa, la consecuente oscuridad, y la alfombra de beige neutral impregnada de una cartografía de vómitos y comida, un preludio, para nada inspirador, del inminente abandono y quedaera en el que entraba Puerto Rico en su próximo encuentro con el fin de siglo.
Ese fue, posiblemente, el peor momento del aeropuerto, y alguien recordará a alguna madre boricua gritándole a su criatura, en esa voz jodona y maternal, “muchacho der demonio, levántate de ese piso que no veh que esa alfombra ehtá cagá”.
Supongo que un momento de reconocimiento de la gloria pasada y para siempre perdida llevó a lanzar la gran operación que entre la segunda venida de Rafael y la primera de Pedro Rosselló amplió el aeropuerto para el gran terminal que American Airlines apenas usó. Algún ojo corporativo vio que Miami era una mejor opción de punto de enlace entre el norte y el sur, y decidió darle las gracias al gobierno incauto de la Isla y largarse para Miami a hacer chavos. La nación puertorriqueña quedó delusional y patidifusa tras este desaire, evocando a dos icónicas Vivien Leighs, la Scarlet O’Hara y la Blanche DuBois, creyéndose los boricuas gran puente intercontinental, hasta el día de hoy.
A pesar del trauma, se construyó el estacionamiento multipisos que nos recibe, haciendo de la llegada un infierno de gases de automóviles, guaguas turísticas y oscuridad de eclipse solar, aunque el sol esté de playa allá afuera, imitando, con torpeza, lo que habían hecho una década antes en el aeropuerto de Miami. Desde entonces, no hay follón en el sur de la Florida que no encuentre eco en nuestra conciencia estética.
Con este infame estacionamiento, el aeropuerto perdió toda oportunidad de volver al atractivo escénico de sus días adolescentes. Ahora, todas las tripas infraestructurales estarían volcadas hacia la vista exterior. Hoy, uno llega por una parte del frente que en realidad es la parte de atrás, en la manera como es tratado el reguero de autos de alquiler, verjas diseñadas al garete, y el almacén permanente de cachivaches de todo tipo que constituye la gran fachada de bienvenida/despedida.
Irónicamente, el aeropuerto original de la colindancia entre las décadas de los ‘50 y los ‘60 adoptó el discurso arquitectónico prevaleciente en la época, que se alejaba del optimismo incondicional en la tecnología y lo “infraestructural” tras dos buenos bombazos atómicos en el 1945. Se reorientaba la arquitectura de entonces mirando al pasado, con amplias referencias a las arquitecturas vernáculas del Mediterráneo, tal y como fue impulsado por el trabajo de los allegados al llamado Team X, que gestionó, sin querer queriendo, la destrucción del Movimiento Moderno en la arquitectura, o al menos su transformación hacia mayor inclusión, diversidad y apertura, contra la hegemonización de un mismo estilo, en líneas abstractas y tecnológicas, que caracterizó la primera modernidad, la de la primera era de la máquina.
Esta segunda modernidad, o arquitectura moderna de la posguerra, trajo al aeropuerto las bovedillas pseudomediterráneas de las marquesinas que recibían (y aún reciben) a los pasajeros, estucadas posteriormente para darle ese toque de pueblo blanco andaluz, tratamiento que también puede verse en los techos de la maltratada Plaza del Mercado de Río Piedras.
Un primer indicio de decadencia en el País fue la extensión de dicha marquesina con una versión simulada de las bóvedas originales, que eran de hormigón, en una mala imitación de acero y revestimientos baratos que a los pocos años comenzó a autodesmantelarse patéticamente. Ya era obvio en los años ochenta que la relación del pasado al presente, materialmente hablando, se articularía en el paso de lo originalmente concreto a la caducidad actual, reconfigurando el pasado, como las bóvedas aquí, en un signo vacío, sin la ambición de permanencia de la construcción original, y quizá demasiado pendiente de las condiciones de pago de la deuda pública del País, las neurosis de los bonistas, y la rapidez con que se consume un cuatrienio, dejando muy poco tiempo para el tumbe.
Esas serían las preocupaciones de todo nuevo funcionario al frente de agencias de infraestructura. Detesto decir aquí que uno extraña la sagacidad e inteligencia estratégica de Moscoso.
Lo barato llegó oficialmente al País en los años ochenta, aunque en papeles la construcción resultara mucho más cara. Es la materialidad frágil la que anticipaba la nueva liquidez de estos tiempos de quita y pon, de intermitencia de intenciones y administraciones en el cuadrilátero bipartidista, de esmayamiento de intereses especiales que dicen “al carajo con la calidad y el simbolismo; para mitigar esas carencias existe el mercadeo”. No en balde en toda administración pública hoy existe una figura del mundo de la publicidad manejando las cuerdas y palancas desde cuartos oscuros. Con un buen logo y rostro, ¿quién necesita arquitectura?
Si antes el aeropuerto era elegante antesala hotelera, donde aún los boricuas nos sentíamos tan mimados como el más fino turista, hoy pasaríamos al esperpento, con o sin escaleras eléctricas en pleno funcionamiento. Podrán limpiarlo todo, lograr que escaleras, correas de equipaje y ascensores funcionen, y el aeropuerto seguirá siendo un triste testimonio de la devaluación de un País.
La consolidación de la experiencia barata vino con el quiste de Wendy’s, a la llegada/salida de los terminales. Pero lo barato-que-sale-caro está en todos los rincones del aeropuerto. Entre las losetas italianas ordinarias, el gypsum board eternamente manchado de humedad y filtraciones que nadie corrige, los metales eternamente despintados, y los plafones acústicos de funeraria o centro comunal precariamente instalados, hoy el aeropuerto ha dejado de ser un mundo “aspiracional” para la clase media, para encarnar, si acaso, una extensión del hábitat clasemediero, con todas sus aberraciones estéticas (o antiestéticas).
El denunciado abandono del gobierno a esta instalación comenzó décadas atrás, con la acumulación de malas decisiones de diseño, orquestadas por mentes contables e ingenieriles que sencillamente no entienden de estos asuntos, y me importa un bledo el tono condescendiente que adopto aquí. Esta bestia de instalación, que apenas inspira defensas de “patrimonio” por su arquitectura, y más que nada por su rol como puerto principal de entrada y salida, es el registro de una administración pública dominada por incompetentes. La decisión de privatizarlo, contra toda ponderación, es el último capítulo de una larga historia de deterioro en nuestra cultura administrativa, y en la manera como nos imaginamos a nosotros mismos y al País.
La Autoridad de los Puertos y el Departamento de Transportación y Obras Públicas no tienen capacidad (ni talento) para manejar instalaciones que trasciendan una función meramente infraestructural. Se le ha pedido a gente de muelles y trincheras abiertas que administren un establecimiento de gran importancia, sin percatarse que no tienen la mano refinada que amerita un País que todavía se predica como destino turístico. A estos burdos funcionarios no se les puede pedir que lo hagan mejor; digo más, ha sido una irresponsabilidad haber pretendido que se encargaran de estas instalaciones por tanto tiempo. Alguien debe liberarlos de ese peso.
Mejor atendido estaría el aeropuerto en manos de la Compañía de Turismo. Esa agencia, al menos, es más receptiva a argumentos de calidad. A los ingenieros de DTOP o de Puertos no se les puede molestar con mariconerías estéticas. Sencillamente no dan para más.
Lo que resulta escandaloso del aeropuerto en su condición actual es que esas mismas agencias no hayan podido ni siquiera administrar adecuadamente el aspecto operacional. No hay que ser esteta para asegurarse que los baños estén limpios y en pleno funcionamiento, tampoco hay que ser experto en estilo para conceptualizar un protocolo eficiente de repartido de maletas o saber la frecuencia de mantenimiento preventivo que requiere una empresa que mueve y produce millones. Es decir, que aun los funcionarios con mente de contable e ingeniero han fracasado en los renglones típicos de su estrecho margen pericial.
Luego está, como no, la cuestión del diseño. Si diluyes el presupuesto de tal manera que no tienes presupuesto para mejores materiales en las sucesivas ampliaciones y remodelaciones, el edificio siempre se verá desaliñado, y eso explica la apariencia actual de superficies que dependen de pintura constante, baños en ruinas y terminaciones baratas.
Al ciclo de mal diseño le sigue la inexistente inspección al momento de construir, un renglón que ya se ha visto que lo que ha producido en Puerto Rico son sospechosas alianzas entre quién diseña y quién es contratado para “inspeccionar” la obra, donde todo el mundo sale contento menos la obra. Sospecho, y lo digo cándidamente, un tráfico de mordidas y sobornos como en la mejor novela latinoamericana.
Es por ello que río a viva voz cuando escucho las descargas xenofóbicas de que el aeropuerto en manos mexicanas caerá en el peor de los guiones de corrupción tercermundista, porque la realidad es que este aeropuerto, el nuestro, es el resultado de la paulatina tercermundialización del País. Ya estamos ahí, la pregunta es cómo salir.
Nuestro alegado ingreso a la globalización primermundista se dio en formas similares a la arquitectura del aeropuerto, de lo concreto gravitamos al revestimiento de una pared hueca, cuya solidez es tan solo un truco de articulación.
Es imprescindible reconocer que en el aeropuerto, como en el resto del País, se retranquea al caos institucional, que antes hubo más visión y capacidad de acción, a pesar de los errores cometidos; que el gobierno era más capaz y menos corrupto; que el público exigía mayor calidad y se involucraba en la fiscalización de sus funcionarios electos. No que el País fuera un paraíso, pero era como el aeropuerto de entonces, una instalación derivativa, desde el punto de vista de diseño, pero más que aceptable en el balance entre administrar las especificidades de una operación a la vez que atendía la necesidad de proyectar la imaginación del futuro en la belleza contemplativa del presente.
Hoy carecemos de lo uno (destreza pericial) y de lo otro (imaginación poética). Puerto Rico no funciona, y se ve más feo que nunca.
En manos privadas el aeropuerto Luis Muñoz Marín no será una mejor instalación tampoco, del mismo modo como la Avenida Roberto H. Todd, en la Parada 18 de Santurce, no es un mejor ámbito, ni se ve más bonita, porque aparezcan la fachadas nítidamente construidas y escrupulosamente mantenidas de un “dealer” de autos Jaguar, el nuevo Walmart y el casi nuevo Walgreens. Entre medio de estas puntuales presencias de capital “global”, se impone el abandono, el país que colapsa, el capital local en fuga o severamente atrofiado.
Veo en nuestra arquitectura contemporánea, que irrumpe en instantes de fantasmagórica decrepitud, los rasgos de la tercera generación que hoy gobierna desde la incompetencia que solo puede garantizar nuestra cultura de endogamia y mediocridad consensuada.
Veo venir los capitales extranjeros como gusanos del ecosistema capitalista a liquidar el cuerpo del muerto, nuestro muerto, en medio de un bosque en plena fase de extinción.
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En algún lugar del aeropuerto, entre el terminal “C” y “D”, apareció cuatro años atrás un mural de Luis Muñoz Marín pixelado, mucho más triste que el famosamente inmortalizado por Pancho Rodón. Lo colocó un arquitecto cubano, y presuntamente anexionista, pensando que con ello agradaba al atribulado Aníbal Acevedo Vilá, que como el resto del País, ni fu ni fa.
Allí está, casi, casi pidiendo que le escupan la cara.