La Grande Bellezza
Para comenzar a entender lo que piensan de la Ciudad Eterna los guionistas Paolo Sorrentino (quien también dirigió) y Umberto Contarello, en las escenas iniciales ocurre una muerte por belleza (tal vez la primera en el cinema): un turista oriental (presumo que japonés) cae muerto mientras retrata la ciudad desde una de las plazas de una de las siete colinas. Tal vez le sorprende la muerte porque se da cuenta de que no puede reproducir lo que ven sus ojos a través del lente de la cámara. Ni siquiera los japoneses pueden reproducir tanta belleza.
Vamos viendo muchas de las cosas que nos pasan desapercibidas cuando uno visita una ciudad por primera vez, porque estamos pendientes y concentramos más en los grandes monumentos. Pronto, sin embargo, estamos frente al Coliseo, en la terraza del apartamento de Jep Gambardella (Toni Servillo), un novelista que desde que escribió su única novela ha convertido su fama en una forma de vivir los excesos hedonistas de la Roma que nos legó Federico Fellini y que comenzaron con los Césares.
Las fiestas parecen estar coaguladas en el tiempo: la elegancia ha dado paso a la irrealidad, y la vestimenta de los grandes diseñadores ahora cuelga de cuerpos en retirada que han sido alimentados hasta la saciedad. Brilla entre ellos la elegancia y la presencia imponente de Jep quien, celebrando sus 65 años, se da cuenta de que ha desperdiciado su vida. El único recuerdo que vale la pena visitar se lo trae un hombre a quien no había visto por muchos años. El hombre se casó con el primer amor que tuvo Jep y le explica que su mujer, quien acaba de morir, lo quiso toda la vida. Jep se aferra a esa historia como a un salvavidas.
Camino a ese recuerdo, Jep nos pasea por la Roma nocturna que deslumbra con sus monumentos y sus ruidos y sus colores, para mostrarnos que, a pesar de las muchas mujeres que ha tenido, ninguna es como su verdadera amante: la ciudad.
Presentados por la cinematografía impecable de Lucca Bigazzi y aderezados por una partitura bellísima de Lele Marchitelli, los rincones romanos parecen clamar por que se desarrolle en ellos el romance que desapareció con la “Belle Époque”; o que regresen a sus entornos las relaciones amorosas desgarradoras de los años de la posguerra o tal vez los del renacimiento. Cada lugar guarda un secreto que no podemos descifrar porque su belleza se esconde en las sombras que persiguen a Jep desde su adentro y que lo hacen un cínico sincero que deambula por la ciudad hasta el amanecer buscando algo que le satisfaga.
Las fiestas son una combinación del fantasma de los años sesenta y setenta, y los excesos de los noventa. Es como si Fellini hubiera resucitado y descubierto la cocaína. No quiero decir que no tienen interés cinemático y dramático, sino que enfatizan el apego a algo decadente en la sociedad italiana de este comienzo de siglo, tan superficialmente distante de los finales del XIX y las primeras décadas del XX. Son como las orgías de “The Wolf of Wall Street”. Pero en vez de los vulgares de Wall Street con su dinero fácil, estas están pobladas de condesas y condes, y aristocracia rancia que vive de recuerdos que sí se remontan a siglos pretéritos, y que viven de alquilar su abolengo para fiestas especiales, y a quien el dinero se les hace difícil.
Fellini se pasea por el filme como un espectro. Pero, más que imitarlo, el director le rinde homenaje, aunque también hay referencias a Antonioni, Pasolini, Resnais, y de Sica. A pesar de eso, en el conjunto, la cinta tiene su propio estilo y unos simbolismos muy distintos a los del maestro desaparecido.
La poesía en “La grande bellezza” es natural en el sentido que el filme no nos restriega el rostro en ella, sino que nos deja saber que algunos la llevan consigo y otros no. Hay varios ejemplos conmovedores. En su cama, Jep mira al techo y ve y oye el mar. El mar cerca del cual conoció a su verdadero amor. Pero, la última mujer en compartir su cama, no lo ve ni lo escucha. Una mujer que se ha excedido en sus líneas de cocaína, sangra por la nariz y ve en un cielo las estelas blancas que dejan dos aviones que viajan en direcciones opuestas, convertidas en líneas gigantescas de coca. Vistos desde una toma de grúa, unos niños que juegan en un jardín con una monja, parecen flores gigantes en movimiento. Un barco en el Tiber semeja una gran góndola blanca que se comunica en silencio con el protagonista que camina por la ribera. Una bandada de pájaros negros sobre un cielo azul nos recuerda la vida que pulsa abajo.
Que Jep sea un novelista que prometió y ahora vive de escribir entrevistas en los periódicos, les permite a los guionistas hacer una crítica del periodismo en Roma y en Italia. La editora del periódico es una enana (Giovanna Vignola) que gobierna su periódico y a su columnista como una dictadora fascista, como si Linda Hunt se hubiera ido a la derecha extrema. Escondida aquí también está la pequeñez y la hipocresía de una prensa que ha estado respaldando al corrupto Silvio Berlusconi quien, además de rico evasor de impuestos, es un libertino sexual. (Hay un personaje, vecino de Jep, que me parece una referencia directa a Berlusconi.)
También se hace alusión a las incongruencias de la iglesia católica, la explotación de personajes aislados (la referencia a la Madre Teresa de Calcuta es genial) y, que a veces, escoge como líderes (como todos los gobiernos) a incompetentes. En la secuela más fellinesca de la película, una monja acude a un “médico” (no estamos seguros de que lo es) corrupto para un tratamiento ineficiente de un mal que es más bien histeria que patología.
Como hacen todas las grades ciudades, de ahí parte del amor-odio por ella, Roma también oprime y les niega a muchos la fama y la distinción. Romano (Carlo Verdone), el mejor amigo de Jep regresa a su ciudad natal porque Roma lo ha triturado. Ni tan siquiera su nombre le ha valido; se ha quedado como un extraño: es romano solo de nombre.
Lo que completa el atractivo de esta bella película es la presencia de Toni Servillo como el protagonista Jep Gambardella. Haberlo escogido demuestra el buen juicio de Sorrentino. Servillo aparece en casi todos sus filmes, y el porqué es evidente. Elegante, de una presencia que destila refinamiento, el actor parece ser un híbrido de Vittorio de Sica y Michael Caine, con la sonrisa (valga otra alusión a ese maestro) de Martin Scorsese. Elegante y perfectamente vestido para cada ocasión, Jeb es amistoso, cruel, sabio, hipócrita, sincero al extremo y, a veces, tan corrupto como cualquiera de sus amigos, pero siempre encantador y cortés. En otras palabras, es un amigo letal. En una conversación, aplasta a una amiga que se cree invencible, en otra, se deshace de una mujer y su hijo, sin pensar en las consecuencias. La más de las veces, parece ser uno de los detalles que hace la ciudad lo que es. Sin él la película habría sido interesante, pero no una joya.