La impudicia
He vuelto a leer a Cioran (1911-1995) y me he topado con esta frase: «La voluntad de destrucción es la expresión dinámica de la tristeza». La frase es muy oportuna para lo que hay que pensar en estos tiempos que siguen a las sombras del pasado siglo XX, el más violento y desgarrador de la historia. Digo bien pensar y no solamente distraerse con los pensamientos. Para ejercitar el buen pensar hay que estar libre del peso de la tristeza. Como toda pasión la tristeza es momentánea, aunque pueda parecer eterna. La razón de esto es que somos seres que padecemos, y no cesamos en el empeño de apegarnos a nuestras pasiones como si fuesen entidades, realidades sustanciales que generan un gran dividendo, una insólita ganancia: seguir sufriendo. El tormento se convierte entonces en una manera de pasar el tiempo, en un pasatiempo. De esta manera se constriñe la alegría de pensar y el pensamiento queda atado a dos de sus peores desgracias, la amargura y el resentimiento. Por otra parte, cuando se está libre del peso de la tristeza, la propia tristeza se convierte en una aliada del acto de pensar. Entonces los pensamientos toman vuelo, y el ánimo aprende a volar, aún con el sobrevuelo de la melancolía.
Lo más sórdido y terrible puede engendrar y sacar a la luz las más bellas y alegres formas de pensar. Téngase aquí en cuenta, por ejemplo, la extraordinaria creación artística, literaria, científica y filosófica en Europa, Asia y las Américas, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Como si en medio de la devastación la creatividad fuese un clamor irrenunciable.
En este sentido, la alegría no es simplemente lo que se opone a la tristeza. La alegría es una fuerza tan momentánea como la tristeza, pero que permite poner en juego el vigor y cultivo del regocijo, entendido como un recurso que prevalece y que no depende de las fluctuaciones del ánimo. Dicho vigor es el vigor de la inteligencia, es decir, el vigor de la espiritualidad. La espiritualidad es realmente la fuerza vital que sirve de aliento a nuestros actos, y no ya a nuestras creencias. A ese vigor la antigua lengua latina le da el justo nombre de integritas. Puede hablarse así de la integridad de una acción que se lleva a cabo, que se realiza en virtud del talante singular de su potencia. La potencia no es aquí lo que está con vista a realizarse. La potencia es el acto mismo de lo íntegro, el cual nos compromete de manera ineludible con las consecuencias de lo que hacemos, pensamos y decimos. Nada tiene que ver esto con la moral ni con el sentido de la identidad personal; o, en su caso, con la imagen que cada cual se hace de sí, como si la “identidad” fuera el artificio de una voluntad personal, como si se pudiese retener o cambiar de identidad por el mero hecho de así quererlo. Menos aún tiene que ver la integridad con Dios o con la religión. Tiene que ver, por el contrario, con lo más simple, sencillo y poderoso que es la respiración. «Respirar es entender, ¡cuánta evidencia en la atmósfera!» No dejo de recordar esos versos de Jorge Guillén. Nada más íntimo que la respiración; y, a la vez, nada más unívoco y compartido. De hecho sólo desde la integridad tiene sentido hablar de una experiencia de lo común, pues es con ella que se afirma la multiplicidad en singular de la potencia de actuar de cada cual.
En este sentido el buen pensar no es un anhelo, es una aspiración regida por el noble deseo de entendimiento. Los anhelos se nutren de la esperanza y de las utopías; las aspiraciones de la potencia de nuestros actos. Quien espera, desespera, y termina por identificar el anhelo con las más insulsas y mediocres expectativas. Así, va tomando forma una peculiar voluntad de destrucción que consiste en considerar como un estorbo todo lo que se opone, con o sin razón, a dichas expectativas.
Esta voluntad de destrucción es una especie de malevolencia, que está repleta de mala leche, por así decirlo, y que opera a un nivel más superficial y, por tanto, consciente e intencional que la Todtrieb o pulsión de muerte de que nos habla Freud. Aunque como fenómeno dicha malevolencia está sin duda ligada al ámbito irrepresentable de las pulsiones, ella se presenta con toda intención de una manera a la vez cínica y narcisista. Un cinismo que nada tiene que ver con la sabiduría cínica de la Antigüedad, y sí con el pavoneo sin pudor de una determinada posición de poder. Y un narcisismo que no es ya la mítica fase de la experiencia del niño o de la niña que nos enseña Freud, sino una suerte de versión falaz de la tristeza como signo de una prepotencia desvergonzada. Con acierto y sagacidad la psicoanalista Colette Soler acuñó el término narcinismo para referirse a esta doble vertiente de la impudicia en el contexto del actual capitalismo universal. Le he dado un giro a este fecundo concepto para poner en perspectiva lo que sigue. El drama y la dinámica de la tristeza convidan al narcinismo como si con ello se pudiese mitigar, paradójicamente, el profundo sentido de autodesprecio que la amargura y el resentimiento revelan en la piel, en la epidermis, en el propio semblante del cuerpo.
Puede hablarse así de una fisionomía de la tristeza que se expresa vivamente en la superficie de los actos y en la manera en que se asumen las posiciones y el ejercicio del poder, por más nimio que éste sea. La impudicia puede entenderse entonces como la coreografía de una voluntad de destrucción que no soporta la alegría de vivir y que no sabe hacer otra cosa que conspirar contra las aspiraciones del pensamiento, sin haberse nunca planteado lo que implica la genuina espiritualidad. No es posible que ello ni siquiera se considere cuando se vive deslumbrado o deslumbrada con la mascarada del dinero y la indigente vocación de servidumbre que le sirve de coartada. Piénsese tan sólo en las redes del narcotráfico, o en la actual organización mafiosa de los partidos políticos en casi todos los países del mundo, o en la manera en que la criminalidad se ha apropiado de los aparatos del Estado contemporáneo; asunto ya previsto por Hannah Arendt en los años 70 del pasado siglo. Pero es de eso precisamente de lo que no se quiere saber.
Se explica así el lapsus de la señora presidenta de la Junta de Síndicos de la Universidad de Puerto Rico al decir, en una etapa álgida de la pasada huelga estudiantil, y sin ningún sentido humor ni de pudor: «No hay peor ciego que el que no quiera oír…». Frase que podría tomarse como un ingenioso juego proverbial de palabras si no fuera porque fue dicho con toda la solemnidad de quien se cree que sabe lo que dice, pero sin tener a todas luces la más mínima idea de lo que ignora. La impudicia se alimenta, de hecho, del aspecto más tétrico de la ignorancia. (Obsérvese, sin más, la conducta de los legisladores, diputados o congresistas en la mayor parte de las llamadas democracias representativas, incluyendo el triste espectáculo de la antropofagia colonial en Puerto Rico.)
Se trata, pues, de una frase desgraciada propia de un pobre espíritu descarado. No son pocas las otras frases impúdicas que podrían citarse provenientes de la actual administración universitaria. Y he ahí lo más triste: que sea precisamente en la Universidad donde prácticamente se haya oficializado un discurso huérfano de pensamiento, reducido al mero trámite burocrático de fórmulas y argumentos falaces de supervivencia económica. Basta con leer los decretos –porque otra cosa no son– de la actual rectora del recinto de Río Piedras. Evocan en su tono, dicho sea de paso y salvando las distancias y la categoría, a los Boletines Oficiales del Estado del régimen de Franco en España.
El problema de nuestra Universidad no es, de base, un asunto económico, y no se resuelve con el pago de cuotas o con sacrificios salariales. Se trata de un grave problema de fondo, pues es el conjunto de la sociedad, y todo un estilo de vida lo que está en bancarrota. La economía es inseparable de las turbulencias del psiquismo y de todo lo que se mueve y pone en juego con nuestros cuerpos. A este respecto, lo que no se tolera de la Universidad es que sea un espacio de excepción, que todavía no ha sido sometido del todo a la chata uniformidad del resto de la sociedad. La Universidad es una anomalía que necesita ser domesticada. Lo interesante es que quienes se han propuesto hacer esto carecen de inteligencia política. Y, por lo mismo, no sólo son torpes y burdos, sino que pueden llegar a ser muy brutos y causar mucho daño, con tal de satisfacer sus personales y mezquinas agendas de poder.
La supuesta crisis del capitalismo –¿cuándo no ha estado en crisis el capitalismo?– responde más bien a la ruptura y descomposición –no otra cosa significa el término “crisis”– de una manera de pensar, vivir y discurrir, por las que se han definido las pautas culturales de toda una civilización, y las cuales exigen una resolución, una decisiva capacidad de discernimiento. El capitalismo es –y aquí no hago más que parafrasear a Max Weber– un formidable sistema de explotación que crea los sujetos que necesita. El engranaje y los mecanismos de ese sistema, lejos de ser ajeno a la “subjetividad”, no hace más que producirla y conformarla a las expectativas de su reproducción infinita. Habría que empezar entonces por comprender, y no sólo condenar, ese funcionamiento; no ya como un asunto meramente teórico ni retórico, sino práctico, efectivo y real. El desafío sería éste: ¿cómo desprenderse de la “subjetividad”, es decir, de aquello que nos sujeta a nuestros padecimientos, para abrirse a la experiencia radical de lo común, es decir, a la recuperación del valor de la fuerza del trabajo y, por tanto, a la colaboración; a la fuerza del amor y, por tanto, a la experiencia del erotismo; a la fuerza de la palabra y, por tanto, a la recuperación de la experiencia poética del lenguaje?
Tal desafío tiene que enfrentarse, sin embargo, en medio de lo peor, pues la impudicia se ha institucionalizado hasta convertirse en política pública; e incluso, a escala planetaria, en razón de Estado. Demos algunos ejemplos.
Basta con ver y oír al Papa Benedicto XVI pidiendo perdón por los actos de pedofilia del clero, mientras para nada se cuestionan las condiciones institucionales que posibilitaron dichos actos. Basta con ver y oír a las Sras. Hillary Clinton, Secretaria de Estado, y Kahtleen Sebelius, Secretaria de Salud, ofreciendo una disculpa pública por los experimentos realizados por el gobierno norteamericano con pacientes y presos en Guatemala entre 1946 y 1948 (¡qué fechas!); mientras se mantiene incólume el campo de concentración de Guantánamo; y se llevan a cabo, con toda desfachatez, en el seno mismo de nuestras sociedades liberales, las más elementales violaciones y vejaciones de la dignidad e integridad humanas. Todo ello en nombre de la “democracia”, la “seguridad nacional” y la subordinación de la sociedad a los intereses avasalladores del Estado, la máquina de guerra y la industria militar. Más aún: en abierta complicidad con la industria del entretenimiento y los medios de comunicación. Nada casualmente en la segunda guerra contra Irak del 2003, el gobierno de los EE.UU. bautizó a la prensa como “el cuarto frente”. Y todos tan contentos y complacientes. Con lo cual cabe preguntar: ¿quiénes son los herederos del Tercer Reich?
Basta con ver y oír a la cosa Berlusconi como le llamara José Saramago al actual primer ministro italiano, que cuando bien se observa, y por más alarde que haga de su sexualidad, o precisamente por ello, parece más muerto que vivo, con un maquillaje encerado, propio no ya de un museo de cera, sino de la práctica de la taxidermia de un museo de Historia Natural. (¿Acaso no nos suena esto familiar?) La belleza y milenaria historia de Italia no se merecen semejante necrofilia, ese vulgar atentado contra la dignidad humana. Y sin embargo así es, en Italia y en tantas otras partes del mundo. Ahí están los nuevos fieles de la democracia liberal con sus alardes impúdicos de una libertad confinada a los delirios bursátiles de Wall Street. Vale aquí destacar que la impudicia se sostiene de la impunidad, y la impunidad apuesta a la impotencia de los gobernados, a la desintegración de los ciudadanos, reducidos a la función de dóciles o feroces, pero siempre tristes consumidores.
Sobran las razones para el desánimo. Pero a la tristeza no se la combate con tristeza. No hay nada en el mundo que pueda impedir la tristeza de un hombre o de una mujer. A la tristeza hay que ponerla en su lugar, para poder así recuperar el pudor, la alegría y el erotismo de un amor profundo que no es ya el de una construcción gramatical – yo te amo, tu me amas, nosotros nos amamos – sino el de una forma de vivir y entender, es decir, de practicar el amor a la sabiduría, y no ya de sobrevivir o desvivirse por aquello de sálvese el que pueda. Dado que no hay fórmulas ni consignas que valgan so pena de ceder a esa calamidad contemporánea que es el cliché, empecemos con reconocer al acto decisivo de respirar. Respirar y expirar; y volver, una y otra vez, a las fuentes primordiales de la inteligencia y la sensibilidad que están ahí, en la intimidad de nuestros cuerpos, en las fauces insondables de nuestra mente; y en las más fecundas e imprevisibles consecuencias de la integridad de nuestras acciones.