La Iupi está en Río Piedras
Ciertamente. Pero la Universidad le da la espalda, como quien se avergüenza de un pariente venido a menos, como quien no quiere contaminarse, como el que no quiere mirar. La IUPI niega su relación con la comunidad vecina. Lo ha hecho y lo seguirá haciendo, hasta setenta veces siete, si no hacemos algo al respecto.
Esa cercanía inevitable la descubrí hace ya mucho tiempo, cuando llegué de Ponce a Río Piedras casi joven, casi niño y quedé deslumbrado por ese lugar donde según mi abuela Lolín estaba toda la sabiduría. Así de sencillo, así de sentencioso. Por eso su insistencia para que nos mudáramos de Ponce cerca de ese lugar sin límites.
Situado en la escuela Hawthorne a donde vine a estudiar mi octavo grado tenía la Torre y la entrada lateral del recinto frente a mis ojos. Pero, tomó un tiempo decidirme a traspasar el camino arqueado que lleva desde la calle Brumbaugh a la Universidad. El puente, más parecido a una muralla que a un conector, me causaba mucha aprensión. Entrar al recinto era casi como pisar la luna, un reto, un deseo, una aventura, ir a un mundo distante. Un buen día simplemente crucé sin pensarlo dos veces y me dirigí, caminando en línea recta hasta el Museo. Sabiendo que siguiendo la misma ruta resultaría difícil perderme volví al día siguiente y varias veces más hasta que la visita se convirtió en rutina, ensayando entonces otras rutas y otros lugares. Para mi sorpresa y alegría me hice consciente que la calle Brumbaugh en realidad no acaba en el puente, ¡termina en la Universidad! Es decir en el Museo, la Biblioteca, el Monumento a Hostos y la Torre. El recinto se convirtió en mi espacio de mediodía, un lugar mío en donde me sentía cerca de la gente que sabía y pensaba.
Para ese niño grande que era, esa aventura que duró todo el año significó la apertura a un mundo fascinante de pinturas y esculturas vistas en vivo y a todo color, de rodearme de libros, conocer personas que sabían cosas que yo quería saber, visitar edificios impresionantes, ver vegetación exótica y leer los nombres de los árboles y sus clasificaciones. Estoy seguro que nunca los pronuncié correctamente, pero sin duda alguna quedé fascinado por el latín. De todos los nombres, escritos en una pequeña placa de metal, hay uno que nunca olvidé, tal vez porque se trataba de nuestra palma real, la Roystonea borinquenal.
Un día que recuerdo más que los demás, visité una exposición de pinturas de Luis Hernández Cruz en el museo. Absorto y sin entender las imágenes abstractas me detuve en una pintura titulada El Yunque. Tal vez notando mi perplejidad y mi uniforme kaki un hombre despeinado, de espejuelos de metal, gabán gris un poco grande para su pequeña figura y leontina dorada se me acercó para preguntarme qué estaba viendo. Todavía aturdido y en mi desconcierto no recuerdo haber articulado una sola palabra, solo mi silencio. El profesor, cuya identidad conocí otro día en otro encuentro fortuito, me miró con sus ojos claros y cejas abundantes y obscuras y pasando revista de todos los detalles me llevó de viaje por las rocas, las ramas, las hojas y el sonido de los chorros de agua. Un mundo se abrió y de pronto me di cuenta lo que era la abstracción. Félix Bonilla Norat, era su nombre y trabajaba como profesor de pintura. El día que nos volvimos a encontrar, otra vez en el Museo, me invitó a pasar por su clase de mediodía dos días a la semana. Eso hice y quedé impresionado por los caballetes exhibiendo obras en plena producción, el olor a pintura, la intensidad en los rostros de los alumnos. En ese momento deseé ser artista.
En los viajes repetidos volví muchas veces al Museo para ver la momia, los artefactos taínos y los objetos personales de patriotas importantes. Visité además un pequeño museo de rocas y minerales para llevar una piedra cuya clasificación necesitaba saber, busqué quien me ayudara a conocer sobre numismática para ubicar el origen de una moneda española que tenía un amigo, me asomé por laboratorios de química buscando tubos de ensayo descartados para hacer experimentos en mi casa y fui a conocer al profesor D. Clay McDowel, meteorólogo y simpático personaje que ofrecía el Informe del Tiempo en el noticiario televisivo. Acudí a él buscando ayuda para presentar un proyecto en la Feria Científica. En la próxima visita que le hice para agradecerle su ayuda y llevarle muestras del trabajo, muy dispuesto le pedí que fuera mi amigo, solicitud que aceptó con una amplia sonrisa y un apretón de manos. Me sentí entonces que ya pertenecía a ese mundo privilegiado donde habitaban el saber y la erudición.
Años más tarde, ya profesor de la Universidad comencé a mirar a Río Piedras desde la otra orilla y noté que esa interacción era provechosa también desde esa posición a la inversa. Había mucho que aprender allí también. Comprobé, colaborando con Ruth Hernández Torres, una profesora de francés y figura icónica en la lucha por rescatar el casco urbano, las muchas necesidades de las comunidades vecinas. Decidí entonces buscar allí oportunidades para aprender e involucrarme con los estudiantes de la Escuela de Arquitectura actuando como consultores y diseñadores comunitarios. Entre muchos proyectos recuerdo la propuesta para recuperar el teatro Paradise y otros edificios con valor histórico, las consultas que nos hacían los comerciantes para mejorar sus negocios, los diseños para conectar la comunidad y la Universidad y los proyectos de rescate de la ciudad a través del arte, todos con la participación de los residentes incluyendo, de manera importante en algunos casos, los alumnos y alumnas de las escuelas. Entre estos últimos destaco el proyecto Re-Crear Río Piedras y el memorial colectivo para las víctimas de la explosión de la tubería de gas.
Las universidades, donde quiera que estén, son lugares de construcción de conocimiento que no solo pueden beneficiar sino beneficiarse de la sabiduría que también se fragua desde las comunidades. Río Piedras es nuestro mejor laboratorio. Muchas de las disciplinas activas en la Universidad podrían no solo aprender con la gente, sus bregas cotidianas, sus formas de construir conocimiento y sus maneras de hacer ciudad, sino mostrarles otras miradas y experiencias que sirvan para marcar otros caminos y trazar nuevas referencias. Digo esto en el mismo sentido como lo hubiera expresado el gran Paulo Freire, en una dialéctica, es decir aprendiendo y enseñando, afirmando con nuestra presencia un proceso educativo donde todos educamos y somos educados.
Para los estudiantes de arquitectura y planificación, para dar dos ejemplos que conozco mejor, Río Piedras ofrece una muestra de muchas cosas. Puedo decir por ejemplo que los edificios de la ciudad, versiones criollas de arquitecturas ‘de estilo’ y ‘sin estilo’, matizadas por el trópico, las inspiraciones de arquitectos, maestros de obra e ingenieros y los presupuestos disponibles son dignas de estudio porque entre otras cosas muestran cómo las colonias y los países pobres se apropian de influencias metropolitanas, las subvierten y transforman convirtiéndolas en otra cosa. Por supuesto, siendo la ciudad universitaria una ciudad netamente caribeña, con acentos árabes y chinos, es un buen lugar para conocer cómo las diferentes culturas que la habitan apropian sus espacios y los marcan con señales de identidad, creando sus propios territorios.
Estudiar la ciudad universitaria ofrece también la oportunidad de conocer los procesos complejos mediante los cuales nuestros cascos urbanos se han erosionado, perdiendo su razón de ser, su función de centro, su rol de espacio de convergencia. Por esa misma razón es también un laboratorio para la reflexión donde trabajar, en colaboración con las comunidades, en el desarrollo de proyectos e ideas para animar y revitalizar los centros urbanos, en la elaboración de diseños que traduzcan las iniciativas de la gente en espacios adecuados, en lugares desde donde construir poder ciudadano.
Digo esto sabiendo que hay y ha habido a lo largo de muchos años iniciativas universitarias en la ciudad que nos rodea, intentos de habitarla y que nos habite. Debo destacar el proyecto CAUCE, los proyectos de práctica de la Escuela de Trabajo Social y el antiguo Taller de Diseño Comunitario de la Escuela de Arquitectura, entre las pocas iniciativas. Otro referente es la práctica del Museo de abrir sus puertas a la ciudadanía. Pero, no se trata de ser la excepción sino la norma. Se trata de que la Universidad asuma su responsabilidad como institución educativa del Estado, pagada por todos los contribuyentes. Podemos tomar como referencia a la Universidad del Sagrado Corazón que viene trabajando proyectos en Santurce, su comunidad inmediata, desde hace varios años.
No basta con querer ‘llevar la Universidad a la Calle y traer la Calle a la Universidad’. Hay que buscar las maneras de hacerlo posible. No basta con abrir puertas. Hay que desenmarañar los trillos en ambos lados de los portones para convocar y facilitar el acercamiento mutuo. Fortalecer esta relación requiere acciones pensadas y sistemáticas, la disponibilidad para acercarse a la ciudadanía, invitarlos e incentivarlos con proyectos y programas que derrumben los muros que hemos construido para excluir y separar. Yo no albergo la más mínima duda que esto es posible, además que urgente.
La calle Brumbaugh no termina en el puente sobre la avenida Gándara, acaba, si se quiere, en el Museo, la Biblioteca, la Estación de Radio, la Torre y el Monumento a Hostos. Con desvíos cortos se llega al teatro y anfiteatros y con todo esto a un mundo que para un joven deslumbrado, un estudiante o vecino puede significar la apertura a un universo de posibilidades.
En la medida que la IUPI se convierta en parte de Rio Piedras merecerá su verdadero lugar como primer centro docente y Río Piedras su apodo de Ciudad Universitaria. Esto no es complicado, no requiere de presupuestos ni de proyectos complejos, solo de dar pasos hacia afuera para provocar la atención y abrir caminos hacia adentro para posibilitar la intensión.